Comenzaban –o al menos eso creían– su viaje a la tierra prometida, ese lugar seguro que tanto llevaban esperando. Pocas horas después de que el gobierno turco anunciara que no detendría a los refugiados que trataran de llegar a Europa, una marea de personas provenientes de Oriente Medio y África que huyen de las guerras y las dificultades económicas que asolan sus países, abandonaron una estación de autobuses en la ciudad turca de Edirne y comenzaron a moverse hacia la frontera.
Tras dejar los autobuses se separaron en grupos más pequeños agrupados por nacionalidad. Los etíopes esperaban en fila mientras uno de ellos negociaba con varios taxistas. Los argelinos no dejaban sus teléfonos en paz y discutían entre ellos. Dos parejas de palestinos de Gaza trataban de decidir, en voz baja y de pie junto a una columna, si podían permitirse la cantidad que les pedían por recorrer los 15 kilómetros que los separaban de la frontera.
Los argelinos decidieron caminar, resignándose a aceptar que no había coches disponibles. Lo hicieron formando una larga columna que serpenteó cuesta abajo bajo las farolas que alumbraban una solitaria carretera provincial turca. Todo lo que poseían cabía en un par de mochilas escolares y varias bolsas de plástico.
Como si se tratara de una señal –como si alguien quisiera poner a prueba al grupo de mujeres, niños y hombres, que había sufrido ya más allá de lo imaginable– comenzó a lloviznar.
Los hombres que dirigían el grupo cruzaron una autopista y se adentraron por una vía más estrecha que atravesaba un polígono industrial. El resto de miembros de su grupo los siguió. Un hombre joven y alto de las Comores, al este de África, preguntó en francés a los argelinos si ya estaban en Grecia. “No”, le contestaron, “aún estamos en Turquía”.
La lluvia no dejaba de caer y en la carretera la gravilla se mezclaba con los charcos. Algunos trataban de cubrirse con bolsas de plástico. Uno de los palestinos protegía con el brazo a una de las mujeres, muy joven. Los perros del barrio ladraban a las sombras. Los argelinos pedían a los rezagados que se dieran prisa. “Si cruzamos en grupo no podrán detenernos, daos prisa”, urgía un hombre joven.
El río Meriç marca la frontera entre Grecia y Turquía. Cerca de Pazarkule, un paso fronterizo, el grupo cruzó los dos puentes que permiten salvar el río. Una corriente que bajaba cargada debido a la pertinaz lluvia.
Mientras la caravana caminaba mojada y en silencio, una pequeña furgoneta blanca la adelantó. Desde el asiento de atrás, un hombre les insultó escupiendo soflamas racistas. El grupo sonrió y pidió agua.
Uno de los etíopes, que viajaba junto a su mujer, se desesperó cuando supo que les quedaba aún media hora de caminata hasta llegar a la frontera. Tuvo tiempo de explicarle a The Guardian como habían abandonado Etiopía y llegado hasta Turquía cuatro meses antes. Cuando oyeron lo que Erdogan había dicho decidieron que era momento de intentarlo. Querían llegar a Europa.
Pasado el puente, el grupo dejó la estrecha carretera por la que se movía y se metió por entre los campos embarrados. Allí dieron con otro obstáculo, esta vez era una zanja en la tierra. Los más jóvenes cruzaron antes para ayudar a las mujeres y a los ancianos. No pudieron avanzar muchos metros y se encontraron con otra zanja, más profunda esta vez. El joven de las Comores volvió a preguntar “¿ya estamos en Grecia?”
Unos álamos junto al río proveyeron de cierto refugio para descansar. Quienes tenían un mapa, trataban de orientarse. Otros descansaban exhaustos sobre el barro. Los argelinos que lideraban el grupo le gritaban a cualquiera que tratara de usar su teléfono que lo apagara. Los guardias fronterizos podrían detectarlos por las luces.
El grupo comenzó a caminar por la ribera arenosa del río, ya mucho más despacio y deteniéndose cada pocos minutos a escuchar. Ya podían verse las luces del puesto fronterizo griego. Detrás, Europa. Su idea de libertad.
El grupo, ahora agazapado, formó varias filas. Los argelinos explicaron que el plan era correr hacia la verja. El consejo que dieron no dejaba lugar a dudas. Si alguien se queda atrás o cae, que nadie espere. Hay que correr. Algunos trataban de cubrirse con ramas y hojas para pasar desapercibidos. Poco a poco comenzaron a arrastrarse hacia lo incierto.
La mañana siguiente, el flujo de refugiados ya se había convertido en una multitud. Miles de personas, organizadas en pequeños grupos y tratando de prender hogueras con los restos de los pinos para calentarse, se agolpaban alrededor del paso fronterizo. Muchos se cubrían la cara para protegerse del humo blanco que el viento arrastraba desde el lado griego de la frontera.
Habían derribado la valla metálica del lado turco de la frontera y esperaban frente a una hilera de policías antidisturbios griegos. En el grupo, personas de Siria, Libia, Irak, Irán o Afganistán, o incluso de más lejos, de Eritrea o Bangladesh. Muchos llevan años en Turquía, esperando su oportunidad de cruzar a Europa. Otros son recién llegados. Tres jóvenes sirios quisieron explicarse. Uno que dijo ser de Alepo espetó: “No puedo regresar a Siria. Me enviarán al servicio militar”.
Cuando llegó el mediodía la mayor parte de las personas que esperaban ya había cruzado la parte turca de la valla y se agolpaban en una tierra de nadie que separa ambos países. Algunas trataban de montar un campamento y otras seguían enfrentándose a la policía griega. Los más jóvenes tiraban piedras. La policía respondía con bombas de aturdimiento y gas lacrimógeno que, por muchas vueltas que den en el aire, acababan siempre cayendo entre las familias que esperan.
Al llegar la tarde, la situación había escalado más de lo que muchos podían soportar. Algunos ya habían dado media vuelta de regreso a Estambul. Pero no dejaban de llegar más grupos.
Traducido por Francisco de Zárate.