Llevo gran parte de la mañana de hoy, viernes, 28 de febrero, sentado frente al ordenador, tratando de ordenar ideas para escribir un artículo que explique el porqué y las consecuencias del riesgo tan desproporcionado que sufren las mujeres –sobre todo las adolescentes y jóvenes- de contraer el VIH. Debería hablar también, claro, de las interminables situaciones de estigma y criminalización a las que muchas mujeres viviendo con el virus se enfrentan en su día a día en sus países o de la falta de acceso que tienen a los servicios básicos de salud, incluyendo, por supuesto, los de salud sexual y reproductiva.
En la pantalla, de repente, abajo a la derecha, aparece una notificación. Es un correo electrónico. Un comunicado de prensa de ONUSIDA (la agencia de Naciones Unidas para el sida). El titular ya duele: “Declaración de ONUSIDA sobre la esterilización forzada de mujeres que viven con el VIH”. Pincho. Y empiezo a leer.
Resulta que, tras una primera investigación en 2015, la Comisión Sudafricana de Igualdad de Género ha concluido en un informe recién publicado que diversos hospitales públicos de Sudáfrica –el país con la mayor epidemia de VIH en todo el mundo- están llevando a cabo desde hace años esterilizaciones y abortos forzados a mujeres seropositivas.
Investigo un poco más. El informe no revela cuántos casos ha descubierto desde entonces, pero sí relata el estigma y la criminalización con la que el personal sanitario maltrataba a las mujeres que acudían a dar a luz, diciéndoles que no debían tener hijos y que morirían si no aceptaban el procedimiento de esterilización. Muchas de ellas terminaban por firmar documentos que siquiera podían leer ni comprender.
Así recoge el informe –según una declaración jurada- cómo fue la respuesta de una enfermera a una mujer que quiso saber qué eran esos documentos que le pedían firmar. “Vosotros, la gente con VIH, no hacéis preguntas cuando hacéis bebés. ¿Por qué haces preguntas ahora? Debemos esterilizarte porque a las personas con VIH os gusta tener bebés y eso, simplemente, nos molesta. Firma los formularios para que podamos llevarte ya al quirófano”.
Estos casos suponen una violación flagrante de los derechos humanos de estas mujeres. Derechos básicos que deben asegurar la libertad para formar una familia y tener hijos, o acceder a servicios de salud de calidad para poder tomar decisiones informadas sobre su salud reproductiva. Derechos contemplados en los tratados internacionales y que pertenecen a cualquier mujer, independientemente de su estado VIH. Derechos que deben formar parte de la estrategia internacional para acabar con el sida.
La mayor causa de muerte entre las jóvenes del mundo
Vuelvo -pensativo y reafirmado- al origen, al concepto inicial de este artículo: el VIH castiga con especial crudeza a las mujeres. Y no solo a las que lo sufren, sino también a aquellas que no lo han contraído pero que viven con un riesgo mucho mayor de contraerlo, especialmente las chicas y las mujeres jóvenes social y económicamente marginadas.
Según cifras de ONUSIDA, cada semana del año 2017, alrededor de 7.000 adolescentes y mujeres jóvenes de entre 15 y 24 años se infectaron por el VIH. El virus fue en ese año la mayor causa de muerte para las mujeres de entre 15 y 49 años, y una de las cinco mayores causas entre adolescentes de todo el mundo. EL 90% de estas muertes ocurrieron en África subsahariana, donde, de cada cinco jóvenes en edades comprendidas entre los 15 y los 19 años que contrajeron el virus, cuatro eran mujeres.
¿Por qué semejante vulnerabilidad y desproporción? Parece ser por muchas –e interrelacionadas- cuestiones sanitarias, económicas y multiculturales, que van desde la desigualdad de género, legislaciones y normativas discriminatorias o la epidemia de la violencia de género.
La violencia y las normas de género dañinas
La violencia contra las mujeres es, a la vez, causa y consecuencia del VIH. Fuego y gasolina. La violencia -o el miedo a ser víctima de ésta- puede impedir cosas tan básicas como que las mujeres acudan a servicios de prevención y tratamiento del VIH o servicios de salud reproductiva; que hablen de su estatus seropositivo con trabajadores de la salud o con su familia; o, por supuesto, que pidan mantener relaciones sexuales seguras.
Ilustra mejor un ejemplo: cada año se casan 12 millones de chicas menores de 18 años. Estos matrimonios tempranos ponen en peligro el desarrollo personal y el bienestar de estas adolescentes, y facilitan que las chicas tengan dificultades a la hora de negociar, por ejemplo, tener sexo seguro, lo que las hace especialmente vulnerables al VIH y a otras infecciones de transmisión sexual.
Pero era tan solo un ejemplo. La violencia de género tiene muchas otras formas: incesto, abuso sexual, violencia de pareja, mutilación genital o explotación sexual y tráfico, entre otras, y castiga especialmente a las adolescentes. Y castiga, más aún, a las adolescentes que pertenecen a alguna de las poblaciones más marginadas y más vulnerables al VIH: población LGTBI, mujeres drogodependientes o trabajadoras sexuales. Estas últimas, por ejemplo, tiene diez veces más opciones de contagiarse con VIH que otras mujeres.
Lamentablemente, encontrar servicios de salud a veces no depende solo del miedo: a veces depende también de las leyes y de las políticas restrictivas. Así, la criminalización que hay hacia el VIH y algunas prácticas sexuales en tantos y tantos países o los servicios de VIH orientados exclusivamente a los adultos, conforman muros casi infranqueables para los y las adolescentes.
Ilustra mejor otro ejemplo: en muchos países los y las jóvenes deben ser mayores de 18 años para poder acceder a los servicios sanitarios sin los permisos de sus progenitores, incluida la salud sexual y reproductiva y los servicios relacionados con el VIH. ONUSIDA estima que hasta 78 países tienen alguna forma de leyes o políticas restrictivas para los adolescentes en este sentido. Imagínense ahora a una adolescente de cualquier país en donde el VIH y la sexualidad están rodeados de tabúes, criminalización, discriminación y estigma –sobre todo hacia las mujeres- pidiéndole a su padre o tutor permiso para acceder a una clínica o un programa de tratamiento. Imagínense.
Pero era tan solo otro ejemplo. Existen muchos más. Hay un gran número de Estados donde está prohibida la promoción y la distribución de preservativos en escuelas u otros lugares en donde los adolescentes interactúan. También muchos países criminalizan el trabajo sexual, las relaciones sexuales entre menores de edad o el sexo fuera del matrimonio. En algunos lugares, incluso, los trabajadores de la salud están obligados, por ley, a denunciar las relaciones sexuales de los menores de edad o el uso de drogas entre adolescentes. Ante semejante niveles de estigma y criminalización, incluso por parte del personal sanitario… ¿cómo van las jóvenes a acudir a una clínica a informarse, hacerse pruebas o pedir tratamiento para el VIH? Pues eso; imagínense.
Un lastre para el fin de la pandemia y los ODS
Hace ya años que, ante la gravedad de la situación que viven las adolescentes y jóvenes respecto al VIH, los países del mundo firmaron sus compromisos para con las mujeres jóvenes y adolescentes del mundo. La Declaración Política de las Naciones Unidas de 2016 confirmó la importancia de la capacitación de las mujeres y de las chicas, de la defensa de los derechos y de la igualdad de género como imperativos para erradicar el sida en 2030 y alcanzar así un objetivo fundamental de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Lo cierto es que, a día de hoy, estamos muy (muy) lejos de alcanzarlos y, por lo tanto, de ver el fin de la pandemia.
La pregunta se hace obvia: ¿se puede acabar con la epidemia de sida sin hacer frente a este problema? La respuesta es más obvia todavía: no. Es más, si no se afronta de la manera adecuada, las consecuencias podrían ser devastadoras.
Ojo con este dato que ofrece el Fondo Mundial de lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria –la hucha internacional para erradicar estas pandemias- ofrece: “Dado que se espera que la población juvenil de África aumente en un 40% durante la próxima década, si no se actúa con decisión se podría producir un resurgimiento del VIH, con más infecciones nuevas que en el punto álgido de la epidemia a principios de la década de 2000”.
Es fundamental adoptar medidas urgentes para reducir el riesgo de que las niñas adolescentes y las mujeres jóvenes contraigan el VIH, siempre desde una perspectiva que aborde las enormes desigualdades de género existentes en los lugares donde viven. El Fondo Mundial, por ejemplo, realiza desde hace años inversiones en 13 países africanos y trabaja con gobiernos y organizaciones en la defensa de los derechos de la mujer, con estrategias sostenibles y diversas adaptadas a cada país.
Cosas tan básicas como, por ejemplo, programas que ayuden a mantener escolarizadas a las niñas con intervenciones tan sencillas como asistencia a adolescentes embarazadas para que no abandonen las clases tras dar a luz o el suministro de paquetes de higiene femenina para que no falten a la escuela cuando están menstruando. Cosas tan básicas como, por ejemplo, grupos de empoderamiento con ayuda psicológica, formación en prevención o ayuda para encontrar un trabajo. Cosas tan básicas como, por ejemplo, ayuda a las jóvenes con VIH para que, pese a las distancias que tengan que recorrer u otras dificultades, sigan adheridas al tratamiento. Cosas tan básicas como, por ejemplo, programas de prevención de violencia de género o de educación sexual en las escuelas.
Estrategias como la del Fondo Mundial son vitales para acabar con el sida. Y para ello, además de voluntad política, también hace falta financiación, otro de los grandes lastres en la batalla contra esta pandemia: en los últimos años la financiación global se ha estancado. Lo advierten diversos organismos como ONUSIDA o el propio Fondo Mundial; si no aumentamos la lucha, no solo no avanzaremos en temas tan importantes como el que nos ocupa hoy, sino que todos los avances realizados sufrirán un enorme retroceso.
Sirva como ejemplo España, que tras años desaparecida de la lucha contra estas pandemias, anunció hace unos meses su vuelta al Fondo Mundial con una aportación de 100 millones para los próximos tres años. Desde Salud por Derecho, estaremos muy atentas para asegurar que ese compromiso se haga realidad cuanto antes y nuestro país, en un esfuerzo global, ayude también a salvar y mejorar la vida de millones de personas en el mundo. Por supuesto, también de las niñas y adolescentes más desfavorecidas.
*Pablo Trillo es periodista y trabaja en Salud por Derecho, una organización independiente que trabaja para defender el derecho a la salud de todas las personas.