Rahell Ali Mohammed es refugiado por la guerra y por la música. En el año 2000 huyó de Kirkuk, en el Kurdistán iraquí, porque estaban masacrando a su pueblo, y diez años después abandonó Damasco porque a la policía secreta no le gustaba un pelo los estampados de las camisetas y demás parafernalia metal que vendía en su tienda. Formaba parte de una escena emergente que la policía de Al Asad miraba con recelo. “Tenían miedo de que pudiera dar lugar a un partido que reclamara derechos”, explica en perfecto inglés en una cafetería de Melilla, adonde ha venido a parar como parte de un equipo del canal Arte que prepara un documental sobre las rutas de los menores que llegan a Europa buscando asilo.
Rahell, que ahora tiene 29 años, consiguió el estatuto de refugiado en Europa porque demostró que sus gustos musicales, su estética y regentar una tienda de camisetas y anillos podían tener graves consecuencias para él si seguía en Damasco. Después de huir de Siria sobrevivió durante un año en Grecia, antes de pasar a Italia, donde dejó sus huellas y el sueño de llegar a Suecia. Como regla general, el Reglamento de Dublín responsabiliza al primer país en el que se registra la solicitud de asilo. Rahell es dos veces refugiado pero dice que sólo se sintió encarcelado en Italia, donde ahora reside y trabaja.
Su historia está contada en el documental Terra di Transito, y plantea interrogantes aplicables a cualquiera de los miles de sirios que han llegado a Europa: ¿Tienen todos los países los mismos recursos, o la misma voluntad, para acoger, guiar y aprovechar el caudal humano de esos refugiados? ¿Tienen todos los refugiados que llegan a Europa las mismas oportunidades? Durante la película, Rahell formula la cuestión así: “¿Para qué nos quiere Italia si no puede ocuparse de nosotros, organizar nada o siquiera enseñarnos la lengua?”. A lo que su interlocutor replica: “Quizá esa es la esencia del Reglamento de Dublín: evitar que los refugiados vayan a los países ricos y forzarlos a quedarse en España o Italia. Suecia no puede repatriar a los refugiados de un país en guerra, pero te envía de vuelta a Italia a dormir en la calle”.
Rahell explica que, aunque formalmente les ampare, este sistema resulta en el abandono sistemático de los refugiados, desprovistos de las herramientas básicas para integrarse o comunicarse. Cuando cuenta que el gobierno italiano les ayuda con 75 euros mensuales los refugiados en Suecia se ríen y explican que en el país nórdico la ayuda se condiciona a que asistan a ocho horas diarias de clase de sueco y de otra materia consensuada que les sirva para integrarse en el mercado laboral.
Según datos de la Comisión Europea publicados en el primer informe sobre “reubicación y asentamiento”, a mediados de marzo sólo se habían reubicado en el resto de Europa procedentes de Italia y Grecia a 937 refugiados de los 98.255 previstos en las decisiones del Consejo. Hasta 2017 el compromiso es reubicar a 160.000 personas desde Italia y Grecia y, en su caso, desde otros estados miembros. La lentitud se debe, según la Comisión, a la “falta de voluntad política”.
Gran parte de la familia de Rahell vive desde hace años en Uppsala, en Suecia, pero a él le forzaron a estampar su huella nada más llegar a Italia. Nunca le explicaron que con ello estaba también pidiendo asilo y ahora sólo puede visitar a sus parientes si pide un permiso especial. Durante el documental, su tío, que vive en Suecia, le explica cómo han cambiado las cosas: “Cuando yo llegué no tuve ningún problema. Me quedé y pasado un tiempo obtuve la ciudadanía”. Los tíos de Rahell y su abuela huyeron de Irak poco después de la matanza de Hallabja: entre 3.000 y 5.000 kurdos murieron gaseados por las bombas químicas el 16 de marzo de 1988.
Rahell llegó a Europa en 2010 y sobrevivió durante un año de la caridad y los desperdicios. Hasta ese año había vivido en Damasco, adonde llegó desde Kirkuk en el año 2000. En 2010 su madre y sus hermanos regresaron al norte de Irak y él partió con destino frustrado a Suecia.
“Damasco era un sitio bonito para vivir”, recuerda ahora, cuando la mayoría de sus amigos han abandonado la ciudad. Con ellos Rahell puso en marcha la escena del metal en Siria, y eso le trajo a Europa. En 2001 apenas había bandas locales, y casi todas eran de rock o, las más atrevidas, de heavy, pero en apenas un par de años la ciudad se pobló de grupos de metal, y en 2003 se celebró el primer concierto. Mantener en la clandestinidad aquellos conciertos en céntricos lugares de Damasco, a los que acudía una masa de jóvenes vestidos de negro, era imposible: “Los servicios de inteligencia solían descubrir que había algo en marcha y la mayoría de las veces cancelaban el concierto. Podían arrestar a cualquiera que estaba allí. Así que en medio del concierto el batería podía soltar las baquetas y salir corriendo”. Para el gobierno el problema no era estético. A la supuesta ofensa a la religión, Rahell añade otro motivo: “Estaban asustados porque era una comunidad fuerte y unida”.
Pasada la fiebre juvenil, Rahell decidió aprovechar sus contactos de metalhead abriendo una tienda de artículos metaleros importados de China. “Sabíamos qué cosas gustaban a los chavales, así que rápidamente nos hicimos un hueco. Venían hasta de fuera de Damasco, pero tenías que ser un buen cliente para pasar a lo reservado”, bromea. Aquello no duró. Cuando la policía le pidió que acudiese a declarar él se cortó el pelo, arrumbó las camisetas negras para mejor ocasión y declaró que, por supuesto, no sabía qué era aquello del metal. “Pero básicamente lo sabían todo sobre mí antes de ir”.
Poco después se libró de una redada en su barrio por su costumbre de abrir tarde. “Os buscan. Están convencidos de que no habéis abierto porque tenéis un chivato en la sección de inteligencia”, le dijeron. Se vio chantajeado, convertido en informador, y antes de pasar por aquello, huyó del país.
“Soy un refugiado político básicamente por la música metal. Dejé Siria en julio de 2010, hablé con alguien que me organizó un viaje a Turquía a través de Irak, luego Grecia y finalmente Italia. En Grecia me quedé atascado un año. Las otras fronteras las pasé en cuatro días. En Italia acabé pidiendo asilo sin saberlo”. Todos los caminos llevan a Roma, pero nadie explicó cómo salir de ella.