La vida sin sentido de los inocentes que huyen de Siria
Las cifras de ACNUR son claras: los refugiados sirios son ya más de 1,9 millones. La mayoría de ellos en Líbano, con 703.000, y Jordania, donde han huido más de 520.000 personas. En este último país se encuentra el campo de Za’atari, que acoge a 125.000 exiliados y que ya se ha convertido en el segundo asentamiento más grande del mundo, por detrás de Dadaab en Kenia. Ha adquirido una magnitud tal que podría considerarse la cuarta ciudad jordana.
Pero las cifras son incapaces de explicar historias como la de Nefel, quien por falta de ambulancias tuvo que caminar más de una hora desde el contenedor metálico donde vive hasta uno de los hospitales de campaña del campo, con contracciones cada vez más fuertes y con el temor de no llegar a tiempo para que su pequeña Islam naciera en mínimas condiciones sanitarias. Historias como la de Hamda, que se vio atrapada en un fuego cruzado en Dera’a, recibió tres balas –dos en el pecho y una en la espalda- y quedó paralizada de cintura para abajo al extraerle esta última. Hamda pasa los días tumbada en un colchón estrecho y delgado viendo como su silla de ruedas acumula polvo. Una silla de ruedas inservible en el terreno de tierra, irregular y repleto de piedras de Za’atari. O la de Dalal que ya no puede escaparse más por la alambrada (con la complicidad de algunos guardas jordanos) a trabajar a unos cultivos cercanos porque la última vez uno de los jornaleros intentó violarla. Dalal, mujer brava, se zafó a pedradas.
Los números tampoco hablan sobre como Jordania ha cerrado su frontera los últimos días provocando una oleada de sirios kurdos hacía el Kurdistán iraquí. Lo que quizá sí explican es la inoperatividad de Naciones Unidas, cuyos líderes han permanecido de brazos cruzados durante más de dos años mientras mísiles scud volaban sobre barrios civiles y francotiradores apuntaban a mujeres y niños en las calles de Alepo, por poner sólo dos ejemplos.
Regreso a casa
Siguiendo con las cifras cabe señalar que de Za’atari salen cada día 300 sirios de vuelta a su país, a sus ciudades en guerra, agolpados en desvencijados autobuses jordanos.
Regresan a sus hogares, algunos de ellos destruidos parcialmente por la artillería del régimen, porque si bien el Programa Mundial de Alimentos (PMA) distribuye víveres, “son siempre las mismas legumbres: arroz y lentejas; pero nada de frutas o verduras”, dice un joven tendero, Ziad, de la calle comercial del campo, llamada irónicamente Champs Élysées. Porque los 30 litros de agua por persona y día que reparten las ONG internacionales no son suficientes para una vida en la que el polvo lo cubre todo y las temperaturas superan con facilidad los 35 grados. Porque hay hospitales; pero a menudo faltan medicinas, sobre todo para los recién nacidos. Porque hay guarderías pero no suficiente apoyo psicosocial para los pequeños traumatizados por la guerra. Porque los más avispados han montando paradas con alimentos y enseres que traen de Jordania; pero apenas hay trabajos en el campo con los que ganar suficiente para comprarlos.
Y sobre todo regresan porque como dice Leka’a, una joven de ojos negros y vivarachos, “la vida aquí es como correr en el mismo sitio, sin avanzar. Te levantas, desayunas, comes y cenas. Te levantas, desayunas, comes y cenas… Nada más”.