Unos corazones coloreados de rosa, morado y azul cubren un portón negro envuelto en polvo. A pesar de que es sábado, la puerta está entreabierta y un grupo de niños se escurren hacia el interior. Sentado sobre una silla de plástico, el portero del centro de aprendizaje African Hope de El Cairo, bromea y señala los recortes y dibujos de uno de los estudiantes, que han caído al suelo. “¿Vienes a ver a Emeka?”, pregunta. “Bienvenida, es aquí”, añade mientras abre del todo el portón.
Dentro, un jardín florecido brota como un remanso de paz en medio del caos de la capital egipcia. El edificio, cubierto por varias enredaderas, se ha convertido en un refugio para los miles de menores que se han sentado en sus pupitres desde 1998. African Hope es una escuela creada y organizada para asistir a refugiados menores de edad, ante la ausencia generalizada de aceptación y acceso a los servicios en Egipto.
“La mayoría de los niños huyen de los conflictos de Sudán, Sudán del Sur y Etiopía, aunque también tenemos alumnos de Nigeria, Somalia o República Democrática del Congo”, cuenta Emeka, director educativo del centro de aprendizaje African Hope. Emeka, de origen nigeriano, está sentado en un amplio despacho. Cientos de papeles cubren la mesa, se disculpa.
“Desde que comenzó la guerra en Sudán, hemos tenido que readaptar el calendario académico de todos los refugiados que han llegado a nuestro centro. No podemos traer los exámenes desde allí y no podemos enviarlos de vuelta para su corrección”, cuenta, mientras muestra una pila de exámenes pendientes de evaluar. Hasta el momento, y tras más de un año de conflicto, Sudán está muy lejos de retomar la normalidad. Más de dos millones de personas han abandonado el país, de ellas, alrededor de 500.000 están refugiadas en Egipto, según datos de la ONU.
“Hay madres sudanesas que han llegado solas hasta Egipto y que necesitan dejar a sus hijos en el colegio para poder salir a trabajar”, cuenta. “Han llegado solas porque sus maridos se han tenido que quedar en Sudán, en la guerra”, añade.
Una escuela de paz y respeto
En cada entreplanta, las paredes relatan historias. Un mapa del continente africano, que cubre la totalidad de uno de los paneles, está coloreado y garabateado a mano. “Cuando viene un alumno nuevo, le pedimos que señale su país”, cuenta Eneka. Al colorearlo, muchos se dan cuenta de la magnitud de su viaje hasta llegar a El Cairo. “Es fundamental que entiendan qué ha pasado o está pasando en sus países de origen para que hayan acabado en Egipto, lejos de sus casas”, añade. Además de las asignaturas troncales, como ciencias naturales, inglés, matemáticas o historia, Eneka insiste en que el profesorado del centro debe basar sus enseñanzas en dos valores: “la paz y el respeto”.
Actualmente, el centro acoge a alrededor de 450 alumnos, desde los de segundo de primaria hasta bachillerato. “Nunca habíamos tenido una lista de espera tan larga”, señala el director. Con la capacidad actual, los profesores tienen que hacer turnos, uno por la mañana y otro por la tarde, para poder atender a todos los alumnos. “Hay madres sudanesas que han llegado solas hasta Egipto y que necesitan dejar a sus hijos en el colegio para poder salir a trabajar”, cuenta. “Han llegado solas porque sus maridos se han tenido que quedar en Sudán, en la guerra”, añade.
En el piso más alto de la escuela, el profesor de música aprieta el botón de play en la pantalla de su ordenador. Rápido, empieza a gesticular y a bailar. Detrás de él, una decena de niños siguen sus pasos y, como pueden, tratan de memorizar la actuación de final de curso. “Los fines de semana organizamos actividades extracurriculares y clases de refuerzo. La otra opción es que se queden en casa solos, hasta que sus padres vuelvan del trabajo”, cuenta Eneka. Al fondo, varias niñas saludan y otras, enfurruñadas, desisten y se sientan a charlar.
“No quieren que vivamos en un barrio concreto y no nos dan asistencia humanitaria. El gobierno quiere que nos integremos entre los egipcios, pero los egipcios no nos quieren a nosotros”, cuenta un joven nigeriano desde el anonimato.
Discriminación y mano dura en las calles de El Cairo
En las callejuelas entre las avenidas de Kasr Al Nile y Abd Al Khalik Tharwat hay un local de comida sudanesa, un comercio regentado por etíopes y una mujer que trenza el pelo a sus clientas en dos sillas en la calle. Un grupo de hombres hipnotizados por las pantallas de sus teléfonos móviles toman el café de media tarde. “No quieren que vivamos en un barrio concreto y no nos dan asistencia humanitaria. El Gobierno quiere que nos integremos entre los egipcios, pero los egipcios no nos quieren a nosotros”, cuenta un joven nigeriano que pide permanecer anónimo.
“Si además de lo que implica salir de tu país y llegar como refugiado a otro, le sumas las dificultades económicas que está viviendo Egipto, la situación es desastrosa para los sudaneses”, cuenta Eneka a la salida de la escuela. En el país norteafricano, la inflación anual de los precios al consumo urbano se disparó hasta el 35,7% en febrero de 2024, casi un 6% más en comparación con los datos del primer mes del mismo año.
Con la llegada de los refugiados desde Sudán, el régimen del presidente Abdelfattah Al Sisi empezó a aplicar medidas más restrictivas para los desplazados. Un mes después de que estallara el conflicto armado en Sudán, en abril de 2023, el mandatario insistió que su país no acoge a “refugiados de guerra”, sino a “huéspedes”. Un poco más tarde, en plena campaña electoral para su reelección, el líder egipcio señaló que los culpables del incremento de la inflación y la subida del coste de vida eran los refugiados sudaneses.
Tras el estallido del conflicto a mediados de abril del año pasado, decenas de miles de sudaneses huyeron de la violencia, especialmente de los combates en la capital, Jartum, hacia la frontera con Egipto (norte). El Gobierno egipcio no abrió las puertas a todos, sólo a algunos colectivos considerados más vulnerables –y menos problemáticos en opinión de las autoridades–: las mujeres, los menores de 16 años y los hombres mayores de 50.
En junio de 2023, El Cairo dio por finalizada la exención de visado. Dos meses después, introdujo normas más estrictas para obtener el permiso de residencia, exigiendo un depósito bancario en dólares y el pago de una tasa de 1.000 dólares para aquellos que, habiendo entrado al país ilegalmente, quieren regularizar su situación. “El gobierno egipcio impuso el visado de entrada a toda la población sudanesa, lo que no dejó a quienes huían más opción que recurrir a pasos fronterizos irregulares”, denunció la ONG Amnistía Internacional, que publicó un informe este mes de junio en el que documenta los abusos sufridos por los refugiados sudaneses en Egipto.
Según la organización, miles de refugiados sudaneses han sido “sometidos a detención arbitraria y expulsión colectiva” por el régimen de Al Sisi. Cerca de 800 personas fueron devueltas por la fuerza, tras ser detenidas entre enero y marzo de 2024, y “a todas ellas se les negó la posibilidad de solicitar asilo, ni siquiera a través de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), y de impugnar las decisiones de deportación”, detalló Amnistía Internacional.
En la capital egipcia, la ONG afirma que las fuerzas de seguridad han llevado a cabo “detenciones masivas y controles de identidad a personas negras de forma selectiva, lo que ha sembrado el miedo entre la comunidad refugiada y ha provocado que muchas personas teman salir de casa”. En este contexto, el remanso de paz que ofrece African Hope a los estudiantes sudaneses es aún más importante si cabe.