Una tragedia previsible pero inevitable
Provoca gran dolor ver las magníficas plazas de las ciudades históricas de Patan y Bhaktapur, declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, reducidas a escombros. Pero más triste todavía es la pérdida de casi 5.000 vidas humanas, una cifra que seguramente continuará aumentando de forma proporcional al avance de los equipos de rescate que todavía no han conseguido acceder al epicentro del terremoto que el pasado sábado sacudió Nepal con una fuerza de 7,8 grados en la escala de Richter. Como suele ser habitual en estos casos, la tragedia ha sorprendido al mundo. Pero lo cierto es que estaba prevista desde hacía mucho tiempo. Había sucedido antes y, desafortunadamente, se volverá a repetir.
Desde el aire se ha podido comprobar que pueblos enteros han quedado completamente destruidos, y, para colmo de males, ahora están aislados por los aludes y los corrimientos de tierra que el seísmo ha provocado en el techo del mundo. Con los hospitales desbordados y faltos de medicamentos y de personal, las víctimas están condenadas a una tensa espera en la que muchos perderán la vida. De hecho, el Gobierno ya ha anunciado que la cifra final de víctimas mortales podría superar las 10.000.
El desastre no es nuevo y tampoco será el último. Las causas son variadas. Lógicamente, la principal es el choque de las placas tectónicas de India y de Eurasia. Precisamente, ese es el fenómeno que dio lugar a la cordillera del Himalaya hace unos 65 millones de años, y la tierra todavía hoy continúa desplazándose entre cuatro y cinco centímetros al año. Así, cada 75 años un gran seísmo suele azotar el país. Es un momento en el que se libera tanta energía como la de 20 explosiones termonucleares, y así la Tierra encuentra un efímero equilibrio. El último gran temblor se registró en 1934, de forma que era sólo cuestión de tiempo –poco– que se volviese a desatar la furia del planeta.
Es evidente que no hay nada que el ser humano pueda hacer al respecto. Pero sí puede aspirar a mitigar los daños del terremoto con una buena preparación de los núcleos urbanos y con la formación de equipos de rescate profesionales. Claro que eso supone disponer de medios materiales que resultan extremadamente caros y que Nepal, uno de los países más pobres de Asia, no puede permitirse.
“Ha sido inevitable, completamente inevitable”, contó a Bloomberg Richard Sharpe, un ingeniero neozelandés especializado en terremotos que hace 20 años participó en la redacción del manual de construcción de Nepal. “Lo difícil es ponerlo en práctica. El país ha tenido tanta inestabilidad política -primero una larga y cruenta guerra civil y luego el fin de la monarquía- que no ha existido voluntad a la hora de implementar las reglas”, añadió. Así, un informe de 2001 ya advirtió de que la capital nepalesa, Katmandú, era la ciudad más vulnerable del mundo frente a terremotos.
La cruel realidad demuestra que un seísmo de características como las del que se desató el pasado sábado puede tener consecuencias muy diferentes dependiendo de dónde se produzca. Y, sin duda, el grado de desarrollo de los diferentes lugares es inversamente proporcional al daño que va a causar. Por ejemplo, en Japón, un país situado en una de las zonas sísmicas más activas del planeta, conocida como el círculo de fuego del Pacífico, el número de víctimas habría sido muy inferior gracias al estricto estándar de construcción por el que se rigen todos los edificios modernos. “Al país le llevó más de 70 años llegar a la situación en la que se encuentra ahora. Hace falta tiempo e inversión. Hay que ir paso a paso”, afirmó Kenji Sawada, director ejecutivo de la Sociedad Japonesa para el Aislamiento Sísmico. Pero hay que dar el primer paso, claro.
Así, mientras los países en vías de desarrollo han sufrido 28 terremotos de fuerza superior a grado 7 entre 2001 y 2015, sólo ocho más que los que han sacudido al mundo desarrollado, allí se han contabilizado más de 160.000 muertos frente a sólo mil que dejaron en los países más avanzados –sin contabilizar las víctimas por tsunamis y según los datos del Instituto Geológico de Estados Unidos–. El mundo desarrollado ha conseguido reducir la mortalidad de estas tragedias diez veces más rápido que los estados más pobres.
Desafortunadamente, pocos países aprenden de los errores de sus vecinos, y varias de las megalópolis más pobladas de Asia viven al borde del precipicio. Desde Delhi hasta Dacca, pasando por Islamabad, las principales capitales del subcontinente indio podrían quedar reducidas a escombros con un seísmo incluso más leve que el de Nepal. Los muertos sumarían cientos de miles.
La excepción China
China es la excepción a esta triste regla. En 2008 el gigante asiático sufrió una de sus peores catástrofes naturales en Sichuan, donde un terremoto que causó 87.000 muertos dejó en evidencia varios asuntos preocupantes: en primer lugar, que el gran desarrollo económico que ha vivido el país en las últimas tres décadas ha sido muy desigual, y, en segundo lugar, que la corrupción política no sólo tiene un impacto económico.
También mata. Es lo que sucedió en los 5.000 centros educativos que se vinieron abajo por culpa de los materiales de baja calidad que se habían utilizado en su construcción. La diferencia del costo con los que se había previsto utilizar se la llevaron gerifaltes del Partido Comunista que incluso tuvieron que arrodillarse ante la multitud para pedir perdón y evitar ser linchados hasta la muerte.
No obstante, aquel terremoto también marcó un punto de inflexión en cómo China encara una crisis de esta magnitud. A diferencia de lo sucedido en Nepal, Pekín movilizó todos los medios a su alcance en pocas horas gracias a la calidad de las infraestructuras de transporte que el país ha ido construyendo, y cientos de miles de dispositivos militares lograron rescatar a tiempo a cientos de supervivientes. Además, hospitales de campaña bien dotados sirvieron para paliar la congestión en los centros sanitarios. A la postre, el seísmo también tuvo un impacto positivo: las viviendas en las que se ha reubicado a cientos de miles de damnificados han sido erigidas para resistir un envite como aquel, y los requisitos para edificar en todo el país se han endurecido.
Hará bien Nepal en aprender de China. Según diferentes estimaciones, la devastación provocada por el terremoto le costará en torno al 20% de su PIB, y la reconstrucción llevará una década. Preocupan también las centrales hidroeléctricas a las que todavía no se ha podido acceder para comprobar los daños que han sufrido, ya que proporcionan la energía –siempre escasa– que el país necesita desesperadamente para continuar con su desarrollo económico.
Así que, en esta ocasión más que nunca, el país requiere ayuda internacional urgente que no huya cuando hayan desaparecido los medios de comunicación que ahora dedican sus portadas al desastre. Porque la tierra volverá a romperse en Nepal, y contener la devastación que provocará está en manos de quienes pueden ayudar a reconstruir pueblos y ciudades con el cuidado que requiere el riesgo que sufre el país. Ahora, en paz y con el proceso de democratización casi concluido, es un buen momento para hacerlo.
Afortunadamente, se trata de un territorio relativamente poco poblado y de una economía pequeña, en la que cualquier contribución puede marcar una gran diferencia. Nepal puede servir de ejemplo para otros países que viven con el mismo peligro y no parecen hacer nada para evitarlo. “No podemos esperar a que un terremoto destruya nuestras ciudades para darnos cuenta de que tenemos que ponernos a evitar esta tragedia ya”, me explicó, indignado, un ingeniero paquistaní cuando cubrí el seísmo que dejó 79.000 muertos en el norte de ese país en 2005. “Que miles de personas, sobre todo niños, hayan muerto porque no ha habido voluntad política para evitarlo es una vergüenza para el ser humano”, criticaba un maestro al que entrevisté tras el terremoto de Sichuan. Desafortunadamente, parece que sólo se pasa a la acción cuando los muertos se amontonan. Y, a veces, ni siquiera entonces.