Vivir de lo que otros tiran: una noche con los menores cartoneros de Buenos Aires
Elías está a punto de convertirse en un trabajador. La pregunta que le hace su madre es simple, la respuesta también.
—¿Vamos? —le dice ella.
—Bueno, vamos —contesta él.
Así empezó. Fue un día, no recuerda cuál. Tampoco qué mes, ni qué año, ni exactamente qué edad tenía. Pero seguro, dice, fue entre los 10 y los 11. Esa tarde, su hermano Braian, de 15 años, no podía salir con su madre a juntar en un carrito los cartones, el plástico, el vidrio o las hojas que desechan los que viven en el centro de la ciudad. Elías no se acuerda tampoco de por qué Braian no podía. Pero fue ese día. Mónica levantó la vista y ahí estaba él. Su hijo menor.
Desde ese momento, la rutina se repite como ensayos de una obra teatral. A las siete y media de la tarde, Elías termina la tarea en un cuaderno y se prepara para salir. Su madre ata tres abrigos al carrito y pone una botella de agua congelada en una bolsa blanca. Si no hace calor, salen más temprano.
Caminan pocas manzanas con el carrito vacío. Apenas llegan a diagonal 80, la calle que empieza cerca de su barrio y termina frente a la Casa de Gobierno de la provincia de Buenos Aires, en la ciudad de La Plata, Elías va de un lado a otro e inspecciona las bolsas de basura de cada vereda.
Nació en 2003 en Rafael Calzada, en el conurbano bonaerense, una de las zonas más empobrecidas y pobladas del país, pero al poco tiempo se fue a vivir a Ensenada, otra ciudad también del conurbano. Es el último de siete hermanos. De parte de su padre son dos. Viviana y Maribel son de parte materna. Y de parte de ambos son tres: Braian, Leo y él.
Elías lleva vaqueros, una camiseta de rayas y zapatillas con agujeros. Con eso camina, cada día, más de 10 kilómetros.
—¿Qué, ma', este año se elige presidente? —pregunta y señala un cartel de una candidata del peronismo. Atardece en una ciudad aún repleta de coches.
Paran en un edificio frente al bingo donde el encargado los conoce y les da cartones, un tarro de pintura y un limpiacristales roto. Elías está sentado en el borde de la acera. Juega con el teléfono móvil, concentrado, levanta la vista y dice: “Este mes llega el tren a City Bell”. City Bell es una de las localidades más pudientes de la zona. Lo sabe porque leyó el periódico que llevó su hermano a la casa. Aunque prefiere leer los deportes. Sobre Banfield, su equipo de futbol preferido, sabe todo.
Abandonar la escuela
Unos diez chicos con bata escolar blanca cantaban y aplaudían, jugando. Elías se levantó y le golpearon la cabeza. El suelo del patio de la escuela 14 resbalaba. Afuera llovía y Elías se cayó. Todo su cuerpo encima del pie. Gritó y lloró. Las maestras lo auxiliaron, le acomodaron la pierna. Una fractura. Tres horas después llegó la ambulancia. Por unos meses, según supo más tarde, no iba a poder salir a cartonear. Tampoco a jugar al fútbol o ir a clases, o cuidar coches en el centro a medianoche para ganar algo de dinero.
Elías dejó la escuela a los 12, pero los dos años anteriores fue muy poco. Cuando tenía 10, solo fue hasta agosto porque se quebró la tibia y el peroné en ese recreo y las maestras le decían que no fuera aunque tuviera silla de ruedas por miedo a que sus compañeros lo empujaran. Estaba en cuarto. Volvió un año a la escuela 14, la que está a dos cuadras de su casa, y ahí terminó. A esa misma escuela van también otros chicos de la villa -asentamiento de viviendas precarias-, es el lugar donde muchos pasan de grado pero pocos aprenden a leer y a escribir.
Él lee como un robot, separando las sílabas, inventando letras donde no van y adivinando las que empiezan de una manera que él reconoce. Lee mejor los nombres de los jugadores de Banfield que el verbo estar en cualquiera de sus conjugaciones. Le cuestan la ene, la erre, la ese y la ele. La mesa donde estudia tiene el tamaño del cuaderno abierto. Cuando aprieta el lápiz para escribir, la mesa se inclina hacia un lado, está coja. Estudia en una silla desvencijada con ropa abollada abajo. Se acomoda en la punta porque sino se hunde.
Un trabajo invisible
A nivel nacional no existen datos oficiales: no hay ningún organismo del Gobierno que pueda decir cuántas personas viven de la basura de otros. El último censo, hecho en 2010, no contempló la actividad de cartonero, reciclador urbano o carrero en sus preguntas. En Argentina lo que sí hay es una organización social que se llama Federación de Cartoneros, Carreros y Recicladores. Son 25.000 personas organizadas en cooperativas en todo el país. Sus dirigentes estiman que en realidad existen más de 150.000 cartoneros, pero explican que no son números actualizados.
“Cada vez hay más gente cartoneando, y al haber más gente trabajando en la calle se dificulta juntar más material. Y no podés discutir con un compañero, porque tiene la misma necesidad. Además, al haber menos ingreso es menos lo que se consume, y menos lo que se encuentra para juntar”, dice María Castillo, cartonera desde el año 2001 y referente de la Federación.
Elías y Mónica son parte de esos 150.000. Los cartoneros son eso que ellos son: personas que, con un carrito o con un caballo, salen a recoger la basura ajena para subsistir. Se la llevan a su casa, la clasifican en cartón, plástico, hojas, vidrio, para venderla por tonelada a un depósito, a una cooperativa de reciclaje o a alguna empresa y así tener ingresos para dar de comer a su familia.
Según datos de Unicef, el 48% de los menores de Argentina tiene vulnerado al menos uno de los derechos básicos. El último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA) indicó que, el año pasado, la pobreza en la infancia y adolescencia alcanzó el 51,7%, la cifra más alta de la década. También que los menores del conurbano bonaerense, ahí donde vive Elías, son “sin dudas los más pobres entre los pobres”. Pero nadie sabe cuántos son los que salen a trabajar de cartoneros con sus padres.
La villa de Elías
Mónica conduce el carrito entre coches y autobuses como si no le pesara ni tuviera miedo a que la atropellen. Está parada a media manzana de la estación de trenes, en una esquina que tiene seis direcciones diferentes, donde se cruzan tres avenidas y paradas de ocho líneas de autobuses. Aún así, no tiene miedo. Aunque, piensa, le gustaría trabajar en casas de familia, como lo hacía cuando tenía 14 años en Santiago del Estero.
Elías va solo por la oscuridad con cajas de cartón en las manos. Cuando llega donde está ella, tira todo en el carrito en movimiento, como si fuera un recolector de basura y el carrito un camión. Mónica sigue como un caballo, no lo mira, está atenta a la calle. Él se vuelve a perder en busca de más bolsas y cartones que juntar.
Está preocupado por su hermano Braian, que tiene ahora 19 años. Hace unos meses llegó a su casa temblando, lloraba. Tenía miedo y decía que le latía el corazón a mil. Su madre lo llevó al hospital. El médico le dijo: no vuelvas a hacer eso, te puedes morir. A Mónica le dijeron que tenía una sobredosis de marihuana.
San José es una villa de cartoneros. A Elías le preocupa, también, el barrio. “Si sigue así se va a poner recomplicado. Van a venir los de la Policía Científica”, sostiene. “No, esos no. Gendarmería. La científica es la que vino cuando pasó lo del Esteban”, le contesta su madre. Esteban es un chico de 13 años que sale a robar. A él le dispararon y ahora está internado. Elías piensa que si sobrevive lo van a mandar a un reformatorio.
A veces va con ellos Viviana, hija de Mónica. Viviana tiene un retraso madurativo. Primero iba a una escuela común y no dejaba de repetir segundo grado. Después su mamá la pasó a una escuela especial. Sabe escribir su nombre y apellido, no mucho más. Ella es la que siempre le insiste a Elías con que no se desconcentre con los perros o con su sobrino, y que estudie.
Dominar la ruta
Para los Alfaro es imposible competir con los Pérez. Porque los Pérez juntan los cartones de todos los negocios de hamburguesas en una camioneta. Destartalada, pero camioneta al fin. Llevan a cuatro de sus hijos a pedir monedas y esperan en cada punto estratégico del centro hasta que su papá los pasa a buscar. Los Alfaro son tres sin caballo ni camioneta.
Antes, el recorrido de la familia de Elías era más largo. Paraban a esperar cartones en los locales de Mc Donalds, Burguer King y Mostaza del centro. En ese momento, Hugo todavía salía con Mónica a cartonear. Pero después, entre sus sesenta años y sus problemas del corazón, cayó internado. El hombre, que ya era viejo, quedó flaco y arrugado, como si le hubieran succionado todo lo que tenía adentro. Y los médicos le dijeron: “No puede hacer fuerza ni tener emociones fuertes”.
Los Pérez, entonces, sin querer o queriendo, aprovecharon la situación para agarrar los cartones que los Alfaro no buscaban por ir a ver a Hugo al hospital. Y así se quedaron con gran parte de su ruta.
Por unos días lo único que hizo Hugo fue estar sentado en una silla de plástico en la puerta de su casa, y mirar. Con la barba crecida de pocos días, de esas que pinchan, sonreía. Decía “acá andamos” y hablaba de lo vago que era su hijo. Hasta que un día murió, y en ese camino sólo quedó la tierra.
Vivir de lo que no quieren otros
A las nueve de la noche, mientras esperan que un hombre que ya los conoce saque bolsas de papel de un despacho de abogados del centro de La Plata, Elías, apoyado contra el carrito, juega al fútbol en el móvil de su madre y mete un gol. Pasa un hombre con olor a perfume dulce, se sube al taxi y se va. No los mira. Ellos amontonan lo que les dieron en el edificio. Mónica saluda al encargado y le pregunta por su niña. Él sonríe y le dice que ahí anda, bien. Ella le desea buen fin de semana.
Aunque el camino sea prácticamente el mismo cada día, siempre se encuentran algo nuevo. De un edificio con arcos imponentes y luces importantes sale una mujer con cinco cartones de pizza y unas botellas. Mónica le hace señas a su hijo y Elías corre a juntarlas cuando la señora se da la vuelta para volver a entrar. Cartones de pizza que comen otros. Botellas de vino que beben otros.
Mónica se fue a los 15 años de Santiago del Estero. Nunca volvió. El sueño de Hugo era tener una casa prefabricada. Por eso Mónica ahora, aunque él ya no esté, quiere cumplir su deseo. El otro deseo era que su hijo menor estudiara. El 21 de diciembre de 2016, Elías se fue a matricular en una escuela técnica. Había pasado un año sin tocar un libro. Quiere ser futbolista en Banfield, como su padre. También, piensa un rato, le gustaría ser abogado o arquitecto.
Un día con suerte
El carrito, cuando son las diez de la noche y acaban de estacionar frente a una famosa hamburguesería, ya está lleno. No hay forma de que entre algo más. Un hombre y una mujer se acercan. Solo está Mónica, porque Elías camina en algún lugar de la manzana cuidando autos. La conocen. Le preguntan cómo anda, algo de los chicos, y le dan cuatro raciones de comida y algunas frutas. Son de una iglesia evangélica. Saben que Mónica está cada día estacionada en esa calle, frente a la juguetería.
Cuando Elías vuelve, mira la bolsa. Entonces se sienta en la punta del carrito, abre el envase y descubre la milanesa con puré de patatas. Come con los cubiertos de plástico. Le cuesta cortar. Después se sienta en la puerta del banco, al lado de su madre. Un chico sale de la hamburguesería y lo llama. Le da la gaseosa que le sobró en un vaso. Elías pasa la milanesa evangélica con el refreco de cola cola que otro se cansó de beber. Ese día tiene suerte. Otro chico que camina con su novia le da helado que le sobró. Elías come lo que tiene ganas, invita a su madre y después lo tira. Eso cena en un buen día. Una vianda y sobras de otros. Pero lo que más le gusta es el asado que hacía su padre y la pizza de su nombre.
Mientras espera los cartones, saca billetes del bolsillo y cuenta: 20, 30, 40, 50. Sigue en silencio y dice en voz alta: 138. Es lo que va ganado hasta ese momento cuidando coches. Empezó a los 11 años. Con sus ahorros quiere comprar la camiseta de Banfield a su sobrino Nazareno –el Naza -, el hijo de su hermana, que vive con ellos. En días de suerte, Elías hace 178 pesos [2.80 euros]. En diciembre juntó 300 [unos 4 euros] para comprarle un regalo de navidad. También piensa en que le sobre para llevarle algo a su padre al cementerio. El perfil del móvil de Elías es una foto de Nazareno con una moto de juguete en la mano. El Naza siempre está con él, lo mira atento cuando estudia.
Cerca de la una de la mañana, el empleado de la hamburguesería tira las bolsas y Mónica y Elías las levantan apenas el chico se va a buscar otras. Aunque sepa que ellos están ahí esperando ese cartón, no se los da en la mano. Las tira, con desgana, en la acera. Acercan todo al carrito. Le sacan la cinta a cada caja y la aplastan. Elías pone ocho palos de escoba de cada costado, tres adelante y cuatro atrás, en forma vertical para que no se abran las cajas. Los va contando. Después se sube para aplastar el cartón porque ya no queda más espacio.
Regreso a casa
A la vuelta caminan rápido. Son las dos de la mañana y no hay nadie en diagonal 80. Elías y su mamá esperan que cambie el semáforo en la esquina de la estación de trenes. Ella descansa los brazos en un caño del carrito repleto de cartón, algunas patatas, tres sillas y unas llantas de bicicleta. Solo hay un quiosco abierto donde su hijo menor quiere comprar un zumo con doce pesos de los que juntó cuidando coches. No consigue, solo hay gaseosas y salen más caras.
Un hombre en una camioneta los mira. Se ríen, porque está verde y no pasa, no se da cuenta por estar distraído pensando en ellos. El hombre ve el semáforo y se da prisa paraa avanzar. Pasan con el carrito y Elías lee en voz alta una pintada.
—Mira, Ma': “Argentina no Estados Unidos”. Eso es porque vino ese con Macri, el presidente de EEUU, Obama. Que es un boludo, pero ese no está más, ahora hay otro boludo.
Elías pasa de Obama al Banfield, al Boca y el torneo YPF. Mueve las manos y se le ven las uñas largas, llenas de tierra. Se levanta viento. Refresca. Se ponen los abrigos.
La entrada a la casa de los Alfaro es un portón con una reja rota, tapada con carteles de campañas presidenciales o políticos pasados de moda. Se ve la casita de tres por seis metros de adelante, los cables de la luz y alguna construcción de madera y chapa atrás.
Ahí atrás vive un hermano con su novia y la hija de ella. Al lado, en otra casita de chapa, madera y cartón, vive Leo. Viviana también, pero no quiere dormir allá. En la de adelante, la única que tiene suelo de madera y no de tierra, duermen Elías, su hermano Braian, Nazareno, su mamá y la Vivi, que ve la tele en el único lugar de la casa donde hay, y se queda dormida. Adentro, la ropa se apila toda junta, igual que afuera la basura que después se vende. En el techo de chapa hay piedras grandes para que no se vuele. La construyeron voluntarios de una ONG hace siete años. Unos eucaliptos gigantes la rodean. Cada vez que hay viento, Mónica se va a dormir atrás.
Cuando llegan a su casa, casi todos los días dejan las cosas así, el carrito lleno, y lo seleccionan al día siguiente. Cuando se quedan despiertos para descargar Elías ayuda. Pero ese trabajo lo hacen casi siempre Mónica y Viviana.
Seleccionan entre blanco, cartón, diario, chapa, cobre. Venden, por kilo, en el depósito de un vecino, el Bocha, a una cuadra y media de ahí, sobre la calle que durante muchos años fue la única asfaltada. Ahora su calle, la 40, también está asfaltada, pero siempre cubierta de restos de basura. Enfrente de su casa hay un contenedor que funciona de cesto comunitario. Un lugar que se llena de perros flacos buscando comida. Según lo que encuentren, algunas noches llegan a hacer 200 pesos [3,20 euros]. Otras, si consiguen mucho cobre y vidrio, y algún electrodoméstico, hasta 500 [8 euros].
Abren la puerta y pasa Mónica con el carrito para el fondo. Lo deja estacionado ahí. Son las tres y media de la mañana. Elías sube los tres escalones y se tira en el colchón. Está contento porque el sábado se compró tres jueguitos, uno de Cars para Nazareno, otro de fútbol con equipos de Argentina y el Resident Evil para él. Enciende la play station, pone un CD y el juego empieza. Aprieta fuerte los botones para matar muchos zombis. A las cinco se queda dormido.
Lo despierta el calor sofocante de febrero. Son las doce. Suda. Elías frunce el ceño, le molesta la luz. Se espanta la mosca que se posa en su cara y apoya una mano en el colchón tirado en el piso. Es una habitación pequeña y no quiere despertar a su sobrino. Hace fuerza para levantar su cuerpo morrudo y se para. La camiseta con la que durmió, la misma que usó ayer durante todo el día, huele a sudor. Su hermana Viviana le grita desde afuera que se levante y haga los deberes de la escuela. El televisor sigue encendido con el juego de zombis.
Dos años después
Elías sigue trabajando con su madre, pero ahora los dos forman parte de la cooperativa Recicladores Unidos que se formó en abril del 2018 entre cartoneros de distintos barrios. La Federación Argentina de Cartoneros, Carreros y Recicladores pasó casa por casa preguntando si se querían sumar. Ellos aceptaron.
En ese momento, el Gobierno municipal prohibió que pudieran trabajar con los carritos tirados por caballos, lo que llamaban “tracción a sangre”, y a cambio les ofreció treinta cupos de 4.500 pesos [72 euros] por mes para que se convirtieran en recicladores. El trabajo es el mismo que hacían antes, juntar la basura y clasificarla, solo que sin caballo.
Para Mónica y Elías esa prohibición municipal no cambió nada, nunca tuvieron dinero para comprar un animal que haga la fuerza por ellos. Pero ahora los horarios no son de madrugada, salen de su casa a las cinco de la tarde sin el carrito y vuelven sin el carrito. Ya tienen el recorrido de memoria, por momentos parece que se pierden de vista, pero siempre se vuelven a encontrar.
A las afueras de la ciudad hay un almacén enorme con basura reciclable por todos lados donde otras personas de la cooperativa separan el cartón, papel, plástico, diario, botellas de vidrio que traen los que trabajan en los carritos y se los ponen en bolsones distintos. Con el cartón y las botellas de plástico montan unos cubos gigantes para después vender a empresas o cooperativas.
Desde la finca salen todos los días tres camiones con los bolsones blancos y una especie de estructura con madera y ruedas que se convierte en un carrito. Los reparten a seis plazas donde esperan los más de setenta cartoneros. Cada mes se fueron sumando más personas con necesidad de trabajar en la cooperativa.
Cuando terminan el trabajo, cerca de las nueve de la noche, vuelven a la misma plaza y dejan los carritos llenos en el camión. Así, pueden irse a su casa sin el peso en la espalda de la basura que se convertirá en comida. “En este contexto de ajuste, lamentablemente muchos encuentran en el cartonear una salida laboral, y lo más extremo y tristísimo que se ve son familias buscando comida en los tachos de basura”, dice Jacqueline Flores, representante de la Federación, sobre el aumento de lo que llaman “recicladores independientes”: cartoneros que no están en cooperativa.
Elías ya tiene 16 años, barba y bigotes. Está más alto que el carrito. No le cuesta sostener los kilos de cartón que va sumando a su espalda. Dejó la escuela otra vez, quiere volver a estudiar de noche el año que viene. Empezó un curso de peluquería. También, con lo que pudo ahorrar su madre, ayuda a levantar habitaciones de cemento y ladrillo en el fondo, para dejar de vivir en una casita de chapa y madera que debía ser solo de emergencia. Quiere cumplir el sueño de su padre: que su familia, algún día, viva en una casa sin miedo al viento.
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Los nombres de los menores de 18 años han sido cambiados para proteger su privacidad.