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La exiliada número un millón

Juventud Sin Futuro

Pilar Pérez, militante de Juventud Sin Futuro —

Hoy hace exactamente un mes que pisé tierra inglesa por primera vez. Creo que fui la exiliada número un millón. Aún estoy esperando mi premio.

Mi caso no es muy diferente al de muchas otras. Tengo 24 años y soy trabajadora social, de título y de corazón, porque me da vergüenza decir de profesión, ya que en España nunca se me ha dejado ejercer. Tras terminar la carrera y dar tumbos de un trabajo precario a otro y de un voluntariado a otro, y después de ver cómo el gobierno desmantelaba los servicios sociales ante mis narices, expoliaba el país, y se enriquecía a costa de mi paro, mi desesperación y mi frustración, decidí hacer la maleta y venirme a un lugar que se supone ofrece más oportunidades laborales. Llevaba años militando en Madrid, tratando de visibilizar el fenómeno que sufre una generación que está siendo expulsada de su propio país, y ahora soy yo la que me he tenido que marchar. Cuando estás aquí, te das cuenta de que tú eres una de esas estadísticas y vas poniendo cara a todas las demás, cada una con su situación personal y su propia historia.

Me saltaré la parte de los preparativos, ya que no quiero entristecer a nadie con el trauma que supone dejar a todos tus seres queridos atrás, todo lo que te es conocido y lanzarte a la incertidumbre. Los primeros días se hacen muy duros. Creo que nunca me había sentido tan sola en mi vida. La ciudad es difícil y el shock cultural es importante, y yo me considero afortunada, porque hablo inglés fluidamente. No puedo ni imaginarme lo complicado que debe ser para todas aquellas personas que vienen con pocos conocimientos sobre el idioma.

Una de las cosas que más me llamó la atención cuando llegué aquí es que no te sientes en Inglaterra, es como estar de Séneca en Santiago. Mi abuela dice que por la noche todos los gatos son pardos. En el caso de Londres, es totalmente cierto: la noche londinense está llena de gatos madrileños. Pero no solo: los maños abarrotan las salas de espera para pedir el national insurance number (el número de la seguridad social), las calles de la ciudad hablan con acento gaditano y de vez en cuando gallego, la persona que te sirve el café es manchega, la que te pone la pinta es de Santander, y tus primeras fish and chips te las prepara un valenciano...

Comentaba en mi segunda semana aquí que el exilio es como un viaje de peregrinaje. Te vas encontrando con desconocidos que están pasando las mismas penurias que tú, charlas un rato con ellos para paliar la soledad, os dais algún consejillo, os contáis un par de aventuras y luego cada uno continúa con su camino deseándoos mucha suerte y sabiendo que seguramente no os volváis a ver en la vida.

Movida por la inercia de los comienzos, he tratado de no desmotivarme, aunque solo unas semanas son suficientes para darte cuenta de que aquí también nos quieren de mano de obra barata. Existe un puesto laboral en UK que se denomina kitchen porter; suena muy elegante, pero significa friegaplatos. Creo que uno de cada tres españoles con los que me he topado en lo poco que llevo aquí trabajan o han trabajando en uno de estos puestos. El nombre habla por sí solo y no tengo que explicar las condiciones laborales que esto implica y lo miserable que es el salario.

Esta es la situación que nos encontramos la mayoría de los jóvenes que emigramos a esta ciudad. A pesar de este panorama, aquí sigo, y parece que veo luz al final del túnel. Estoy trabajando en una pizzería, recibiendo las llamadas de los pedidos. En no muchos meses, puede que encuentre algo relacionado con mi campo. Si no me echa Cameron antes, que ya amenaza con cortar el tráfico de ciudadanos europeos.

Hoy hace exactamente un mes que pisé tierra inglesa por primera vez. Creo que fui la exiliada número un millón. Aún estoy esperando mi premio.

Mi caso no es muy diferente al de muchas otras. Tengo 24 años y soy trabajadora social, de título y de corazón, porque me da vergüenza decir de profesión, ya que en España nunca se me ha dejado ejercer. Tras terminar la carrera y dar tumbos de un trabajo precario a otro y de un voluntariado a otro, y después de ver cómo el gobierno desmantelaba los servicios sociales ante mis narices, expoliaba el país, y se enriquecía a costa de mi paro, mi desesperación y mi frustración, decidí hacer la maleta y venirme a un lugar que se supone ofrece más oportunidades laborales. Llevaba años militando en Madrid, tratando de visibilizar el fenómeno que sufre una generación que está siendo expulsada de su propio país, y ahora soy yo la que me he tenido que marchar. Cuando estás aquí, te das cuenta de que tú eres una de esas estadísticas y vas poniendo cara a todas las demás, cada una con su situación personal y su propia historia.