Un blog de Juventud Sin Futuro pensado por y para los jóvenes que viven entre paro, exilio y precariedad. Si quieres mandarnos tu testimonio, escríbenos a nonosvamosnosechan@gmail.com.
La generación Erasmus frente al Brexit: una denuncia de los ataques a la libertad de circulación
Muchos de nosotros, en Marea Granate, pertenecemos a la generación Erasmus. Recordamos con cariño las universidades de Lovaina, Brighton, Rennes, Heidelberg, Varsovia y Praga, los primeros días en que las pizarras se llenaban de garabatos ininteligibles y en los que siempre aparecía un compañero nuevo en la mesa de la cantina. Recordamos las fiestas en la casa de nuestro amigo polaco, las cenas en la cocina de la residencia a las que siempre llevábamos una tortilla de patatas. Todos nosotros hemos hecho esperar a algún alemán y hemos esperado a algún italiano. Cuando preparábamos algún viaje, comprábamos todos juntos los billetes en las salas de informática de la facultad. Viajábamos despreocupadamente, sin más miedo que el que la maleta no cupiera en la maldita cesta de la compañía low-cost. Sin pasaporte, con nuestro DNI en la cartera, muriéndonos de calor por llevar puestos tres jerseys y el abrigo para ahorrarnos los 20 euros de facturar la mochila. No sabíamos qué significaban los visados hasta que nuestra amigos chilenos nos contaban lo que costaba sacarse uno, o hasta que nuestra amiga bielorrusa se quedaba sin venir al viaje porque su visa caducaba en menos de 3 meses. “No tiene ningún sentido”, pensábamos.
Y así fuimos creciendo. Estuvimos en Bari, en la boda de nuestro amigo gallego con aquella amiga italiana que le presentamos. Crecimos un poco más, y tuvimos que salir de España para trabajar: Liverpool, Berlín, Cambridge, Oporto, y en esta última parada, Londres. En cada lugar aportábamos algo distinto al grupo, una cultura de trabajo ligeramente diferente pero complementaria. En el trabajo nos fuimos encontrando con otros emigrantes, y comprobamos que los equipos heterogéneos son mejores, más capaces, más creativos y más innovadores. Vimos que la diferencia suma y estábamos contentos al ver cómo nos valoraban por ello.
Cierto es que echamos de menos tomarnos un pincho de tortilla en el bar de la esquina, pedir una cañas y que las traigan con unas aceitunas, y más cierto aún es que no es lo mismo hablar por Skype que ir a comer los domingos a casa tus padres. Echamos muchas cosas de menos, empezando por los amigos. Es cierto. Pero abrimos Facebook y veíamos que Ana estaba en Estocolmo, Pablo en Grenoble, Javi y Teresa en Dublín, Miguel en Oxford o Paula en Munich, y nos consolamos con el mal de muchos.
Y entonces, el año pasado por estas fechas, algunos políticos del UKIP empezaron a decir que éramos demasiados, que no cabíamos tantos en el Reino Unido y que estábamos colapsando el sistema de salud y de bienestar. Y no lo entendíamos, porque veíamos lo necesarios que somos los trabajadores sanitarios para que la sanidad británica pública funcione, y la importante labor que las au-pairs llevamos a cabo ayudando con la crianza. Veíamos lo mucho que aportamos las investigadoras a la ciencia y al desarrollo, y en general todo lo que contribuimos a la fuerza laboral británica donde muchos de nosotros trabajamos en las precarias condiciones de los contratos de “cero horas” en alguna cafetería de franquicia.
Cuando algún amigo británico, durante la campaña del Brexit, nos confesaba que iba a votar “leave”, solía decir que estaba harto de la situación política y que quería un cambio radical, otros nos explicaban querían librarse de las medidas neoliberales que estaba aplicando la UE. Algunos incluso afirmaban que votarían “leave” sólo porque la la “City” quería lo contrario. Al menos en nuestro entorno, las razones para el Brexit eran de corte económico, de falta de expectativas para ellos mismos o sus hijos, más que racista. En nuestro círculo, la xenofobia se veía reducida a las portadas de los tabloides.
Y así, pillándonos un poco por sorpresa, llegó aquel día de junio y tuvimos que aceptar que el Brexit era una realidad. Tuvimos claro que nuestra vida iba a sentirse afectada, aunque nunca nos imaginamos que oiríamos, de partidos como el Tory, supuestamente moderado, propuestas impensables hace tan sólo un año como obligar a las empresas a publicar listas con nosotros; o aplicar a los europeos medidas que ya se aplican al resto del colectivo inmigrante como la deportación de extranjeros que ganen menos de 35.000 libras al año; o exigir 1.000 libras anuales a las empresas que nos contraten en concepto de tasa de inmigración.
La caverna mediática y política se empeñaba en reforzar la identificación entre Brexit y xenofobia, para culpabilizar a los inmigrantes y así desviar el foco de la creciente desigualdad económica, un factor decisivo en la eleccion del voto. La sobrevenida obsesión por la inmigración de los tories ha llevado a Theresa May a defender un “hard Brexit”, en el que el mercado común se sacrifica en favor del control de las fronteras. Todo esto arroja más desesperanza que incertidumbre sobre las futuras negociaciones UE-Reino Unido que comenzarán dentro de poco. Nada es seguro aún, pero tememos que, en todo caso, tendremos que lidiar con los malditos visados y que tanto nosotros como los más de 300.000 británicos registrados como residentes en España seremos utilizados en ellas como una pieza de cambio.
Y ahora nos hierve la sangre al ver cómo se habla de la inmigración en tono despectivo, olvidando lo beneficioso que es para la sociedad en su conjunto. Nos hierve la sangre al ver cómo Theresa May busca en Trump un aliado frente a la UE, teniendo que pasar de puntillas por el veto de este último a la llegada de personas provenientes de países de mayoría musulmana y sobre la construcción del muro con en la frontera mexicana. Nos hierve la sangre al recordar cómo se está tratado a los refugiados y al ver cómo se vulneran los derechos humanos de quienes, en Calais, esperan a entrar al Reino Unido. Nos hierve la sangre con todo esto porque somos una generación que ha compartido momentos especiales con gentes de todos los continentes, porque naturalmente empatizamos con los demás inmigrantes, vengan de donde vengan, y con los demás precarios de nuestro país de acogida.
Porque al fin y al cabo, ¿va a ayudar a los parados el que haya menos inmigrantes en el país si la economía pierde su dinamismo? ¿Va a garantizar una reducción de la inmigración que no se privatice la NHS si su desmantelamiento es una vieja aspiración del partido Tory? ¿Son los inmigrantes los que limitan el acceso a la universidad o la brutal subida de tasas de 2010?
Cuando abandonamos los razonamientos superficiales y los comentarios de barra de bar, vemos que estos problemas tienen soluciones que nada tienen que ver con el cierre de fronteras. Sin embargo, nos hierve la sangre al ver cómo desde algunos medios se da por sentado que limitar la inmigración es la única salida posible a una crisis que crearon los bancos. La alternativa, que pasaría por proteger los derechos humanos, parece haberse descartado desde las altas esferas con un sigilo sospechoso. Nos hierve la sangre con todo lo que está pasando últimamente en Reino Unido, en Europa y en el mundo, porque son los más débiles quienes están siendo colocados en el centro de la diana, porque a los migrantes se nos está usando como chivo expiatorio para desviar la atención de ese 1%, cuya codicia es la que realmente sobra en Reino Unido.
Muchos de nosotros, en Marea Granate, pertenecemos a la generación Erasmus. Recordamos con cariño las universidades de Lovaina, Brighton, Rennes, Heidelberg, Varsovia y Praga, los primeros días en que las pizarras se llenaban de garabatos ininteligibles y en los que siempre aparecía un compañero nuevo en la mesa de la cantina. Recordamos las fiestas en la casa de nuestro amigo polaco, las cenas en la cocina de la residencia a las que siempre llevábamos una tortilla de patatas. Todos nosotros hemos hecho esperar a algún alemán y hemos esperado a algún italiano. Cuando preparábamos algún viaje, comprábamos todos juntos los billetes en las salas de informática de la facultad. Viajábamos despreocupadamente, sin más miedo que el que la maleta no cupiera en la maldita cesta de la compañía low-cost. Sin pasaporte, con nuestro DNI en la cartera, muriéndonos de calor por llevar puestos tres jerseys y el abrigo para ahorrarnos los 20 euros de facturar la mochila. No sabíamos qué significaban los visados hasta que nuestra amigos chilenos nos contaban lo que costaba sacarse uno, o hasta que nuestra amiga bielorrusa se quedaba sin venir al viaje porque su visa caducaba en menos de 3 meses. “No tiene ningún sentido”, pensábamos.
Y así fuimos creciendo. Estuvimos en Bari, en la boda de nuestro amigo gallego con aquella amiga italiana que le presentamos. Crecimos un poco más, y tuvimos que salir de España para trabajar: Liverpool, Berlín, Cambridge, Oporto, y en esta última parada, Londres. En cada lugar aportábamos algo distinto al grupo, una cultura de trabajo ligeramente diferente pero complementaria. En el trabajo nos fuimos encontrando con otros emigrantes, y comprobamos que los equipos heterogéneos son mejores, más capaces, más creativos y más innovadores. Vimos que la diferencia suma y estábamos contentos al ver cómo nos valoraban por ello.