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“Los contratos públicos no se dan al más eficiente, sino al que es capaz de sobornar mejor”

–¿Existe un pacto de Estado sobre la corrupción urbanística?

–Para mí, sí. Pero no es un pacto contra la corrupción urbanística sino para tolerarla, silenciarla y fomentarla.

En estos términos se expresaba en 2007 Alejandro Nieto, catedrático de Derecho y expresidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) entre 1980 y 1983, en una entrevista en la que atribuía los casos de corrupción que entonces afloraban a “una legislación que deliberadamente fomenta” esas prácticas: “Cada suelo tiene unas posibilidades de edificabilidad, pero basta un papel para multiplicarla. Eso es poner en bandeja la corrupción y ¿quién aguanta esa tentación?”.

Las palabras de Nieto, que en 1997 publicó el libro Corrupción en la España democrática, son un buen resumen de cómo en tiempos de burbuja el terreno estaba abonado para unas prácticas corruptas que, tras el reventón inmobiliario, siguen muy vigentes, como muestra la macrooperación policial de este lunes. En 2007, con España construyendo en un año más viviendas que Francia, Reino Unido y Alemania juntas, los problemas de financiación de la Administración municipal y el hecho de que ésta tuviera en sus manos las políticas urbanísticas fueron determinantes para buena parte de los 5.144 casos de corrupción que recogieron los medios de comunicación españoles en 600 municipios entre 1996 y 2009, según un informe publicado por la Comisión Europea en febrero.

Ahora, la coyuntura es muy diferente. La economía se ha hundido y el ladrillo ya no es el motor de la economía, pero sigue alimentando prebendas ilegales. La detención, este lunes, de 51 políticos, empresarios y funcionarios por una supuesta trama corrupta que adjudicó servicios públicos por valor de 250 millones en los dos últimos años es el último capítulo (de momento) de una insoportable lista que, en esta ocasión, vuelve a tener su epicentro en el ámbito municipal. De nuevo, con constructoras como protagonistas, pero también con empresas de otros sectores como los servicios energéticos.

Para Ignacio Zubiri, catedrático de Hacienda Pública de la Universidad del País Vasco, la clave radica en “la falta de transparencia y control” de las actuaciones públicas. “El problema de España es que nunca ha habido un mecanismo efectivo para sancionar a los que cometen faltas; en todos los casos que estamos viendo, al final, nadie devolverá el dinero y lo peor que les podrá ocurrir es una condena leve, y a casa”, lamenta este académico, que ha criticado que en España “hay un problema esencial de corrupción”.

Zubiri critica que en pleno siglo XXI el ciudadano no tenga “acceso directo a todas las operaciones que realizan las administraciones públicas”, porque “ese dinero es suyo”. Aunque no cree que la Administración Local sea más proclive que otras a la corrupción (“simplemente hay 8.000 ayuntamientos y salen más casos”), subraya que “la única verdad en economía es que los incentivos funcionan”.

En un país en el que el 45% del PIB lo mueve el gasto público, los incentivos a la corrupción son, resume, la falta de “un sistema judicial efectivo”, dado que “todas las causas acaban convergiendo en tribunales superiores nombrados por políticos”, y el hecho de que “los que tienen que reformar las leyes son los propios corruptos”.

Por mucho que la corrupción se haya convertido en una de las principales preocupaciones de los ciudadanos, según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), y mientras la percepción de España como país corrupto se ha disparado en el ranking de Transparencia Internacional (desde el puesto 20 de 2002 al 40 actual), “la gente se indigna, pero cuando llega el momento de la verdad [en las urnas], no cobran las responsabilidades políticas”, critica este catedrático.

“Lo peor de todo no es el despilfarro de dinero público, sino el retraso que supone para el país: los contratos públicos no se dan al más eficiente, sino al que es capaz de sobornar mejor o conocer mejor los entresijos de la Administración; al final –resume–, la sensación generalizada es que el mérito y la productividad no tienen valor”.