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La rotonda
En 1972, en una España en un blanco y negro mate, sin brillo alguno, aún sometida a la dictadura de Franco, la tele monopolista de dos canales, TVE, emitió un sorprendente mediometraje titulado La Cabina. Dirigida por Antonio Mercero, con la colaboración de José Luis Garci en el guion, y protagonizada por José Luis López Vázquez, la película narra la absurda, desesperante e inquietante historia de un ciudadano medio que entra en una cabina de teléfono para hacer una llamda, comprueba que no funciona, se queda atrapado en ella y, tras varios intentos fallidos de vecinos y bomberos por rescatarlo, es retirado junto con la propia cabina por operarios de la compañía telefónica.
La angustia y sufrimiento alcanzan su cenit al final de la cinta cuando el protagonista es depositado, dentro de la cabina, en un almacén rodeado de cientos de cubículos como el suyo con otros tantos cadáveres dentro. Aquella historia causó miedo y estupor entre los espectadores cuando se estrenó, pero fue aclamada por la crítica y premiadísima en distintos festivales y certámenes nacionales y extranjeros.
Si Mercero y López Vázquez aún vivieran, podrían repetir su éxito sin necesidad de imaginar desde cero una nueva trama surrealista o inquietante. La realidad diaria de la Sevilla actual les estaría ofreciendo, cinco décadas después, un argumento imbatible para volver a rodar un guion absurdo y terrorífico como aquel de la cabina. Pero su título sería otro. Estoy convencido de que La Rotonda triunfaría en plataformas de contenido audiovisual como Netflix en su categoría de terror psicológico.
Cualquier vecino de Eduardo Dato, Luis de Morales, San Francisco Javier o las calles aledañas podría protagonizar de forma verosímil, como en esas películas en las que usan actores no profesionales, esta historia de ansiedad y opresión. Me cuentan que habría también candidatos para el reparto en Kansas City o La Palmera, a la altura de Los Bermejales. Pero dejen que me concentre en lo que conozco.
Tras una temporada de obras eternas a causa de la prolongación del tranvía hasta Nervión, con el tráfico cortado y sufriendo desvíos y rodeos tremendos para llegar a casa, resulta que distintos servicios del Ayuntamiento no se habían coordinado bien y hubo que retrasar varios meses más el estreno de la rotonda nueva de Eduardo Dato, recién acabada, para hacer una obra de la red de aguas.
Igual que los técnicos de tráfico y urbanismo de todo el mundo cruzan informes sobre casos de éxito en esta o aquella ciudad de Europa, Asia o América, pronto empezarán a circular densos expedientes sobre cómo no hacer las cosas, sobre qué decisiones evitar, y el ejemplo más a mano será el de la ciudad de Sevilla en su barrio de Nervión
Y cuando todo parecía concluido y el tráfico volvía a circular en superficie por la encrucijada del Nervión Plaza, resulta que descubrimos que lo que nadie había cerrado era el agujero negro que, en forma de rotonda y semáforos en ámbar, se mantenía abierto allí, en mitad del universo conocido, tragándose día a día decenas de coches particulares, taxis y autobuses de Tussam.
Lo que ocurre con la rotonda de marras es digno de estudio. Igual que los técnicos de tráfico y urbanismo de todo el mundo cruzan informes sobre casos de éxito en esta o aquella ciudad de Europa, Asia o América, pronto empezarán a circular densos expedientes sobre cómo no hacer las cosas, sobre qué decisiones evitar, y el ejemplo más a mano será el de la ciudad de Sevilla en su barrio de Nervión.
Acercarse a esta rotonda desde Gran Plaza por Eduardo Dato o desde Luis Montoto por Luis de Morales causa inquietud en un principio, al ver la longitud de la cola de vehículos esperando para alcanzar el cruce; enfado luego, cuando ves que pasan los minutos y apenas avanzas; y perplejidad luego cuando, al fin, alcanzas la encrucijada y ¡compruebas que tampoco hay tanto flujo de vehículos entrando desde el centro o por San Francisco Javier! ¿Por qué entonces semejante colapso?
A mi modesto entender, hay un evidente fracaso en la sincronización de los semáforos, que se mantienen cerrados durante mucho tiempo y, al cambiar de color, pasan a ámbar intermitente y tienes que volver a pararte para dejar pasar a los coches que aún estaban pendientes de cruzar desde tu izquierda. Y la siguiente pregunta cae por su propio peso. ¿De veras no se puede coordinar mejor? Es sonrojante.
No puedo creerme que el mero paso de un tranvía cada ocho o diez minutos impida una mejor coordinación semafórica. ¡Pero es que el atasco afecta incluso a los peatones! Son innumerables las quejas (la de mi hija por ejemplo, que es la que más resuena en mi casa a su regreso del instituto) acerca de los tiempos de paso en los cruces de peatones. Y de su falta de sincronía con el siguiente cruce.
En el esperpento de cada día se ven sumidos también los policías locales que, enviados para intentar arreglar el problema, se ven superados por el colapso de vehículos y peatones, mostrando en sus caras y gestos la desesperación del que es incapaz de resolver el problema.
Alguno de estos días, subido en mi bus de la línea 32 esperando a alcanzar el cruce desde Eduardo Dato para girar a la derecha en Luis de Morales, parados ya a la altura del hospital San Juan de Dios, he temido que apareciera un helicóptero, tirara del colectivo hacia arriba y nos terminara depositando en unas cocheras de Tussam rodeados de autobuses cerrados a cal y canto, llenos de cadáveres de viajeros con muecas de asombro y desesperación. Es una película que, sinceramente, agradecería dejar de protagonizar.
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