Sofi Thanhauser

5 de febrero de 2022 22:17 h

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“Es como un pequeño Puerto Rico – básicamente nos controla EE UU”, dijo Allan, mientras conducía por San Pedro Sula, la segunda ciudad más grande de Honduras y, en alguna época, el mayor centro manufacturero del país. “Aquí tienen más ‘libertad’”, agregó, dibujando las comillas en el aire. Allan pasó la mayor parte de su vida adulta trabajando como gerente de producción para empresas como Gildan y Hanes, haciendo calcetines y ropa interior para los consumidores estadounidenses que buscan ofertas. La producción de esa indumentaria ahora sucede dentro de las zonas de procesamiento para exportaciones en Honduras.

Cuando las zonas de procesamiento para exportaciones (ZPE) proliferaron en las décadas de 1980 y 1990, sus promotores sostenían que las nuevas oportunidades de empleo contribuirían a las economías locales. La historia de Allan revela las dudas en ese razonamiento. Después de todo, no era solamente un trabajador mal pagado, era el gerente. Había hecho todo bien. Y ahora, dijo, se está mudando a Canadá.

Allan empezó bien: tuvo una educación privada, se graduó en ingeniería industrial y consiguió su primer empleo en Gildan como ingeniero de procesos en 2010. Creó y mantuvo actualizado un manual con todos los procesos productivos, formó a los trabajadores e hizo auditorías de la producción. Después de 10 meses, pasó a desarrollo de productos. Trabajó para Hanes y para Kattan Group, que fabrica productos para empresas como Nike. Alcanzó el tope de la escala salarial ganando 700 dólares (620 euros) al mes.

Cuando Allan habló por teléfono con su mujer, que viajó antes a Ontario para estudiar en una universidad canadiense, compararon los precios de los víveres. Es usual, dijo, que productos como las uvas cuesten menos en Canadá. Un salario de 700 dólares no sirve para mucho en Honduras, dijo, donde una familia de tres personas gastaba entre 70 y 85 dólares por semana en las compras, “y eso es solamente para lo necesario”.

Dijo que es difícil imaginar cómo se arreglaban los trabajadores textiles y de la confección que él coordinaba. Sus salarios iban entre 263 y 465 dólares por mes. Muchos de estos trabajadores tienen tres o cuatro hijos. El único puesto de trabajo que podría conseguir en Honduras con su título universitario, dijo Allan, es en un centro de atención telefónica, pero eso pagaba a lo sumo 500 dólares al mes.

En la explotación de la mano de obra barata a nivel global, las empresas estadounidenses de ropa no son solamente oportunistas, a veces son parásitos activos. Honduras es un caso de estudio donde las corporaciones y el Departamento de Estado han colaborado durante décadas para abastecer de ropa barata a los consumidores estadounidenses, presentando la creación de trabajos como una bendición para la economía hondureña, mientras intervenían políticamente para mantener a los ciudadanos hondureños en la pobreza.

La historia del surgimiento de Honduras como un exportador de indumentaria en la década de 1980 empezó cuando Ronald Reagan confrontó lo que veía como una amenaza creciente para los intereses estadounidenses – una brisa comunista en la cuenca del Caribe. Su estrategia bifronte fue consolidar la hegemonía estadounidense en la región y fomentar el crecimiento de las exportaciones. Lanzó la Iniciativa de la Cuenca del Caribe (ICC), que garantizaba asistencia militar para los países y acceso libre de impuestos al mercado estadounidense para una gama determinada de productos.

Los interesados en la confección y los textiles en los EE UU vieron una oportunidad. A comienzos de la década de 1980 los productores de indumentaria estadounidenses tenían dificultades para competir con las importaciones baratas de Asia. La Cuenca del Caribe ofrecía mano de obra barata a las empresas y proximidad geográfica – un anexo manufacturero donde podrían producir a precios más competitivos. Las empresas textiles estadounidenses, mientras tanto, vieron que las fábricas de indumentaria de la región podrían comprar sus telas en una época en la cual los productores de indumentaria estadounidenses compraban cada vez menos. Los productores de indumentaria asiáticos ciertamente no comprarían telas estadounidenses cuando tenían una enorme industria textil en su propio patio trasero.

En 1984, el año en que la ICC entró en vigencia, las corporaciones textiles, marcas de ropa, importadores y comerciantes de los EE UU comenzaron a hacer campañas para relajar las tasas de importación y reducir las tarifas para la Cuenca del Caribe. Agregaron una salvedad importante: si los mercados estadounidenses se abrirían a la indumentaria del Caribe, esta tendría que ser producida con tela estadounidense. El resultado de estas campañas fue el Programa de Acceso Especial (PAE) de 1986, que permitió que las prendas producidas con telas estadounidenses y confeccionadas en la Cuenca del Caribe ingresaran a los EE UU con tarifas bajas o nulas.

Reagan implementó el PAE unilateralmente y entró en vigencia en 1987. Bajo este programa, las exportaciones de ropa del Caribe en conjunto a EE UU pasaron a más del doble en cuatro años, de 1.100 millones de dólares en 1987 a 2.400 millones en 1991. “El Caribe”, declaró la revista Forbes en 1990, “se está convirtiendo en el distrito de la moda de Estados Unidos”.

El Programa de Acceso Especial para la indumentaria sedujo a los inversores al facilitar las exportaciones a EE UU y brindó financiación para el desarrollo de la infraestructura local. Pero la producción en el extranjero en zonas de salarios bajos requiere más que mano de obra barata, necesita suministro de agua, transporte, telecomunicaciones, vacaciones fiscales, subsidios a los arrendamientos y becas de formación. Las ZPE en los países de la ICC ofrecían todas estos beneficios, con el apoyo del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Agencia para Desarrollo Internacional de los Estados Unidos (USAid). USAid existe desde poco tiempo después de la Segunda Guerra Mundial y financia programas sociales y de infraestructura en países en vías de desarrollo. Bajo el gobierno de Reagan, comenzó a movilizar su dinero a través de organizaciones promotoras del comercio en lugar de los gobiernos nacionales.

Un informe presentado en 1992 por el National Labor Committee (NLC), titulado: Pagamos para perder nuestros trabajos, señaló que bajo las condiciones del Programa de Acceso Especial los productores de ropa asiáticos se beneficiaban del apoyo del fisco estadounidense al Caribe. Hacia mediados de la década de 1990, Corea del Sur era el mayor inversor asiático en la región. La mayor parte de la industria de Guatemala era de propiedad coreana. En Kingston, en las zonas de libre comercio de Jamaica, la mayoría de los inversores son de Hong Kong. Taiwán también está bien atrincherado en América Central.

Empresa asiática, marca estadounidense

Aunque EE UU presionó a los gobiernos del Caribe para que limitaran el ingreso de empresas del sudeste asiático, sus esfuerzos resultaron mayormente infructuosos, particularmente porque las empresas asiáticas solían ser proveedoras de marcas estadounidenses. Incluso sin la manufactura, los comerciantes estadounidenses monopolizaban el control del aspecto más lucrativo de la indumentaria: el diseño y la venta. Grandes comerciantes estadounidenses avanzaron por encima de los productores locales lanzando líneas de bajo costo de venta exclusiva, como Arizona de JCPenney, The Works de Saks Fifth Avenue, o Federated Department Stores’ Inc. Estas firmas contaron con empresas radicadas en Hong Kong, Corea del Sur y Taiwán para coordinar la producción, mientras esas empresas contrataron a su vez la confección en la Cuenca del Caribe.

Aunque se suponía que la ICC incentivaría el crecimiento económico, en la práctica las marcas de indumentaria utilizaron al Caribe como una fuente de mano de obra barata, mientras socavaban cualquier producción independiente que pudiera beneficiar a la competencia local. Las empresas estadounidenses trajeron poca tecnología y puestos de trabajo de baja calidad y bajos salarios. A la vez, las tasas de producción volvían imposible que las empresas locales desarrollaran sus propios productos para exportar al mercado estadounidense.

En algunos lugares, los productores locales estaban prosperando antes de que el ICC los arruinara. Uno de los primeros líderes caribeños que adoptó con entusiasmo la lógica y la oportunidad de la iniciativa de Reagan fue el primer ministro de Jamaica Edward Seaga. Seaga se propuso transformar a su país en un exportador de indumentaria. En los primeros tres años, la asistencia financiera estadounidense llegó a los los 500 millones de dólares comparados con los 56 millones en los últimos tres años del gobierno anterior. Jamaica se convirtió en el segundo país que más apoyo financiero recibía de los EE UU. Los préstamos de USAid, del Banco Interamericano de Desarrollo y de bancos comerciales inyectaban dinero en el país, junto a la asistencia multilateral.

En los años siguientes, la industria de la confección de Jamaica se transformó. Las empresas pequeñas y medianas dieron lugar a un grupo de firmas de gran escala, la mayoría de propiedad extranjera, y orientadas casi completamente a la exportación. En 1980, el 85% de las prendas usadas por los jamaiquinos provenían de productores locales. La industria exportaba apenas un cuarto de sus productos y la mayoría de las empresas eran de propiedad jamaiquina. En 1992, por contraste, la industria local solo abastecía al 15% del mercado. Más del 97% de las exportaciones de indumentaria se producía en zonas francas, y la propiedad jamaiquina había caído abruptamente. Jamaica se convirtió en uno de los países más endeudados del mundo.

La historia del rápido ascenso de Jamaica como proveedor de ropa para los Estados Unidos se repetiría a lo ancho de la Cuenca. Los países bautizados como los “Tres Jaguares” - El Salvador, Honduras y Guatemala – superaron a Jamaica en cantidad de ropa exportada a EE UU. Las exportaciones de El Salvador crecieron 3,800% entre 1985 y 1994. A la vez, los salarios reales de los trabajadores cayeron. En 1998, un trabajador de la indumentaria en la ZPE ganaba en promedio 56 centavos de dólar por hora, o 4,5 dólares por día, que ni siquiera alcanza para satisfacer las necesidades básicas de una familia.

Prácticamente todos los comerciantes de ropa estadounidenses tenían tratos en la región. La lista de los que producían en El Salvador, Honduras y Guatemala bajo la ICC incluía a Walmart, Kmart, Saks Fifth Avenue, Calvin Klein, Christian Dior, Victoria’s Secret y Gap. A través de subcontrataciones anónimas estas empresas se distanciaron de las condiciones laborales más explotadoras en toda América.

Las fábricas asiáticas en América Central y el Caribe se hicieron famosas por sus prácticas laborales brutales y su tácticas antisindicales. Una campaña internacional en 1995 contra Mandarin International, una planta de propiedad taiwanesa en la Zona de Libre Comercio de San Marcos en El Salvador, descubrió historias de abuso que involucraban la explotación de menores, amenazas de muerte, violencia física, horas extras obligatorias, salarios de hambre y despidos masivos de los trabajadores que se unieran a sindicatos. Mandarin producía para una serie de empresas estadounidenses, incluyendo a JCPenny y J Crew. Las empresas asiáticas se ganaron la reputación de ser brutales, pero trabajaban en beneficio de los comerciantes estadounidenses. En palabras de la socióloga Cecilia Green: “Las fracciones más exitosas y ‘avanzadas’ del capital no parecen ensuciarse las manos”.

Red de empresas fantasma

Cuando estuve en Honduras en 2019, Allan y yo salimos en auto a visitar las fábricas de ropa en Choloma. Había solicitado acceso pero no me habían dado respuesta. En un viaje periodístico reciente a Vietnam no había tenido problemas para acceder a las ZPE si me presentaba como una inversora interesada. En Honduras el truco no funcionó. La razón por la cual nadie contestaba mis correos electrónicos, entendí, es que las ZPE y las fábricas hondureñas no buscan inversores externos. En Honduras las mismas zonas son propiedad y operan bajo el control del mismo pequeño grupo que administra las fábricas. Se arriendan a sí mismas los espacios en las ZPE a través de una red de empresas fantasma.

Sin permiso para entrar a las zonas, observamos su perímetro. Los trabajadores terminaban su turno en una de las ZPE propiedad del Grupo Lovable cuando Allan y yo pasamos por un camino secundario, junto a guardias con armas gruesas y un muro rematado con alambre de púas. Una puerta metálica se abrió y dejó salir una furgoneta. Una pareja salió por la puerta de la fábrica y se montaron en una moto. Tres niñas se detuvieron a charlar con una amiga que atendía un puesto. Había un par de mujeres mayores, pero la mayoría de los trabajadores parecían adolescentes.

El día anterior Allan y yo habíamos ido a un campamento de ocupas en la orilla del río, sobre el límite norte de San Pedro Sula. Las gallinas picoteaban a nuestro alrededor y un niño se trepó a una montaña de basura. Muchas de las personas de aquí trabajan limpiando casas, dijo Allan. Unos pocos trabajan en la ZPE. En otro asentamiento de ocupas junto al Río Blanco casi seco, una vaca caminaba junto al lecho mientras mujeres con contenedores de plástico bajaban a por agua.

La orilla estaba cubierta de chozas hechas con paneles de metal corrugado y madera contrachapada descartada. Había unas pocas estructuras de ladrillo de cemento diseminadas entre ellas. Asentamientos como este se han convertido en el refugio incierto de miles de hondureños que fueron obligados a dejar sus tierras en los últimos años, como los desalojados de sus granjas cuando el empresario Miguel Facussé adquirió una plantación de 9.000 hectáreas en el Aguán a través de una serie de compras a cooperativas agrícolas. La gente local dice que esas “compras” fueron realizadas mediante intimidación y coerción.

Cuando el río crece, lo que sucede con cada vez mayor frecuencia con la intensificación de las tormentas tropicales, dijo Allan, la gente que vive en sus orillas pierde todo. El olor a plástico quemado en el aire era denso. Allan señaló el cable que la comunidad usaba para colgarse a la red de energía eléctrica.

La ICC no creó riqueza para los trabajadores. En Honduras, sin embargo, llevó a la formación de una clase oligárquica que ejercería un empuje muy fuerte hacia la derecha en la política nacional. Muchas de las familias de la élite hondureña ascendieron en la década de 1980 mediante los negocios habilitados por la ICC. Hicieron sus fortunas a partir de las inversiones extranjeras que fluían por la industria de procesamiento de exportaciones de indumentaria. Así, cuando el gobierno de Honduras intentó mejorar las condiciones para los trabajadores, las élites eran las que más tenían en juego, e intervinieron.

El expresidente hondureño Manuel Zelaya era miembro de uno de los dos partidos conservadores tradicionales que gobernaron Honduras durante décadas. Esos partidos gobernaban a favor de un puñado de familias oligarcas que controlaban, junto a las corporaciones estadounidenses y transnacionales, la mayor parte de la economía hondureña. Zelaya fue elegido en 2006, y presentaba posiciones progresistas. Apoyó el aumento del 50% del salario mínimo e instó al gobierno a que restituyera los derechos de propiedad de los pequeños productores agrícolas. Bloqueó los intentos de privatizar puertos de propiedad pública, la educación y la red eléctrica. Como resultado, los acaudalados empresarios que habían respaldado a Zelaya durante su campaña retiraron su apoyo, y empezó a perder poder.

En abril de 2009, Zelaya anunció que le pediría a la población que votara por la cuestión constitucional de extender los derechos democráticos a grupos tradicionalmente desfavorecidos que incluían a los pueblos indígenas, las mujeres y los pequeños granjeros. En la víspera del voto en junio el ejército se negó a distribuir las boletas.

A las 5:30 de la mañana del 28 de junio de 2009, en el primer golpe de Estado militar en dos décadas en América Latina, el ejército hondureño, en representación de los oligarcas, derrocó a Zelaya, e instaló a Roberto Micheletti en su lugar. En medio de la indignación internacional, mientras los hondureños inundaban las calles en protesta, la administración de Obama se movió rápidamente para estabilizar la situación, ayudando a que el nuevo régimen ganara tiempo hasta que se realizaran las elecciones ya programadas para noviembre. La elección fue un fraude – los candidatos opositores se retiraron de los comicios. Pero EE UU, sin embargo, reconoció rápidamente los resultados y felicitó al nuevo presidente, Porfirio Lobo, por su victoria.

Honduras ya tenía gran importancia estratégica para los EE UU. En la década de 1980, EE UU había usado la base aérea Soto Cano en Palmerola, operada en conjunto con el gobierno hondureño, en la guerra contra el gobierno sandinista de izquierdas en Nicaragua. Soto Cano, con 600 soldados estadounidenses, conserva una importancia estratégica para los intereses militares estadounidenses en América Latina.

Si el deseo de conservar Soto Cano fue uno de los factores que motivó a la administración de Obama a proteger al golpe, las lisonjas de la comunidad empresarial hondureña, de la industria textil y de la confección en particular, fue otro. Semanas después de la caída de Zelaya, en julio de 2009, Lanny Davis asistió al Parlamento estadounidense para prestar testimonio contra Zelaya ante el comité de relaciones exteriores de la cámara baja. Davis había sido contratado por los responsables de derrocar a Zelaya. “Mis clientes representan a la CEAL, el Consejo Empresarial para América Latina [con sede en Honduras]”, le dijo Davis a un periodista. “No represento al gobierno... estoy orgulloso de representar a hombres de negocios que se comprometen con el estado de derecho”.

Juan Canahuati, que ha sido identificado por la socióloga hondureña Leticia Salomón como uno de los principales autores intelectuales del golpe, era parte de uno de los mayores clanes productores de ropa de Honduras. Los Canahuati son propietarios del Grupo Lovable, que es propietario de tres ZPE en Choloma y produce para Costco, Hanes, Russell Athletic, Foot Locker, JCPenney y Sara Lee. Es uno de los mayores grupos industriales en América Latina. En 2010, otro miembro del clan Canahuati, Mario, fue ministro de relaciones exteriores del presidente Lobo, aun mientras siguió siendo director del Grupo Lovable. Jacobo Kattan, presidente del Kattan Group, es otro de los oligarcas mencionado por Salomón como uno de los cerebros detrás del golpe. La oligarquía empresarial estaba interesada en mantener el flujo de dólares de la asistencia estadounidense, y parece que el sentimiento era mutuo.

Honduras apareció por primera vez en mi radar en 2012. Noté que la etiqueta de la sudadera de la universidad de mi hermano decía “Made in Honduras”. El mismo día leí un artículo en el New York Times que relataba que cuatro civiles afroindígenas hondureños, entre ellos dos mujeres embarazadas, habían muerto tras recibir disparos por error de helicópteros del Departamento de Estado pilotados por fuerzas de seguridad hondureñas y asesores estadounidenses. Otros cuatro fueron heridos. Me pregunté, ¿cómo podían venir nuestras sudaderas de lugares tan evidentemente caóticos que mujeres inocentes eran confundidas con traficantes de drogas y acribilladas desde helicópteros? Pero mi razonamiento estaba errado. La violencia en Honduras es la consecuencia directa de la industria de procesamiento de exportaciones. Se necesitan mutuamente. Las ZPE proveen islas de seguridad e infraestructura para que las empresas puedan aprovechar los costos laborales favorables. Mientras tanto, los ciudadanos comunes luchan por mantenerse a salvo y seguros, y la violencia extralegal está avalada por la policía. La ZPE es una unidad de extracción, tal como las plantaciones de azúcar o las minas de bauxita que las antecedieron.

La oficina de la Asociación Hondureña de Maquiladores está ubicada en el octavo piso de la Torre Altia, dentro de la “Smart City” de Altia, un enclave cerrado en San Pedro Sula, una curva más allá por la carretera del asentamiento sobre el Río Blanco. La torre de vidrio resplandeciente presenta un contraste marcado con el aspecto del resto de la ciudad. Dentro de la torre hay centros de atención telefónica arrendados a empresas por su dueño, Yusuf Amdani, el presidente del Grupo Karims, que es un actor relevante en la industria textil y la inmobiliaria en Honduras. Un joven hondureño como Allan podría pasar toda su vida bajo el protectorado de Amdani. De hecho, Allan había pasado casi toda su vida así.

Amdani es dueño de Unitec, donde Allan estudió, que le brinda descuentos a los estudiantes que trabajen en los centros de atención telefónica de la torre de la que también es dueño. Los estudiantes y trabajadores del centro de atención pueden comprar sus almuerzos en Altera, un centro comercial dentro de la smart city, que también es propiedad de Amdani. Después de graduarse, pueden conseguir empleos de tiempo completo en los centros de atención, o en una de sus muchas fábricas en Choloma. Sus propiedades incluyen hilanderías, plantas de producción textil y fábricas de indumentaria. Más allá de la Torre Altia, la casa de Yusuf Amdani es fácil de reconocer a la distancia, porque está construida en las colinas por encima de cualquier otra estructura de la ciudad.

El día después de que Allan y yo visitamos la ZPE, me detuve en la torre de camino al mayor puerto de San Pedro Sula. Con la ayuda de mi intérprete, Gustavo, solicité una reunión con el gerente de la Asociación Hondureña de Maquiladores. Aguardamos en la sala de conferencias, donde colgaban los retratos del presidente Juan Orlando Hernández y la primera dama Ana García Carías junto a una banderola y el timón de un barco de madera. El gerente se reunió con nosotros allí. Alfredo Alvarado, el fruto de una familia poderosa y una escuela privada muy cara, aceptó el puesto después de trabajar en Gildan, donde supervisaba el control de calidad. De pronto comprendí la sensación de Allan de que, sin los contactos adecuados, no podría ascender en Honduras.

Este puerto recibía productos de ZPEs a lo ancho de Honduras. Casi todo, dijo Alvarado, iba hacia los Estados Unidos. Tenía en torno a mi edad, y dos teléfonos móviles en las manos. Un hombre ocupado.

Hablamos sobre las importaciones principales – algodón de Texas que venía de Houston, granos, combustible y maquinaria textil. El puerto está abierto las 24 horas, dijo. Son tres días en barco de aquí a Port Everglades, en Florida, o a Houston, o a Miami.

Pregunté por los manifestantes que salían a las calles desde abril, en respuesta a proyectos de ley que recortarían los presupuestos para sanidad pública y educación. Esa misma semana habían hecho una barrera de neumáticos en llamas en el puente de Choloma, y bloquearon el acceso al puerto. Sí, dijo, agitando la cabeza como un amante herido. “Y no todos quieren arriesgarse a hacer envíos a este puerto cuando hay protestas. Eso”, dijo, mirándome con honestidad, “eso es como el terrorismo”.

Competir solo en precio

Hace apenas años, en 1997, más del 40% de toda la ropa comprada en EE UU había sido producida localmente. En 2012 fue menos del 3%. La liberalización del comercio y la eliminación de las tasas para controlar el flujo de prendas alrededor del mundo eliminó todos los impedimentos para los compradores, dándoles la libertad de proveerse de aquellos países que les dieran el mejor precio. Tras la eliminación de las últimas tasas en 2005, los países compiten exclusivamente por el precio. A Honduras le va bien como exportador bajo este nuevo paradigma simplemente porque sus trabajadores están desesperados.

Con el abaratamiento de la ropa, la gente compra más. En 1984, el 6,2% del gasto de un hogar promedio correspondía a la ropa; en 2011 fue el 2,8%. El crecimiento de la desigualdad en la distribución de la riqueza y la abundancia de ropa barata han ido de la mano.

La cadena global de suministros que nos trae la ropa parece tener una complejidad intimidante. ¿Pero qué pasa si no es así? Las marcas de ropa subcontratan la producción al mejor postor alrededor del mundo, y así se divorcian a los ojos de sus clientes de los hechos reales. Es bastante simple. La complejidad solo llega cuando las marcas realmente lo necesitan: para demostrar a cuántos pasos de distancia están de las vidas humanas afectadas – a veces perdidas – por resultado directo de sus órdenes de compra.

Las marcas occidentales han llegado a establecer modelos de compromiso ético, que suelen enaltecer en sus Códigos de Responsabilidad Corporativa o códigos de conducta. Estos códigos proliferaron a comienzos de la década de 2000 como una respuesta de relaciones públicas a las revelaciones de abuso laboral en el extranjero. Pero los estudios realizados por sociólogos en el campo sugieren que estos códigos no hacen una diferencia fundamental en cómo los grandes comerciantes adquieren productos, o cómo los contratistas y subcontratistas los producen.

La ineficacia de esos códigos se demuestra del siguiente modo: en Bangladesh, hubo 256 incendios fabriles en la industria de la indumentaria entre 1990 y 2012, que resultaron en las muertes de 1.300 trabajadores y cientos más de heridos. En un estudio realizado sobre los seis incendios más grandes durante esos años, los investigadores encontraron en todos los casos que las “salidas estaban bloqueadas, el equipamiento contra incendios era deficiente o inexistente y el entrenamiento era mínimo o nulo”. En todos los casos, las empresas que se proveían de esas fábricas eran grandes marcas europeas y estadounidenses. Todas esas marcas tenían códigos de conducta con “referencias específicas a las medidas de seguridad y las expectativas de cumplimiento de sus contratistas”. Claramente, estos códigos hacen muy poco por proteger a los trabajadores.

Esto quedó espectacularmente claro el 24 de abril de 2013, en el Rana Plaza de Dhaka, un complejo que producía indumentaria para Bon Marché, Primark, Carrefour, Benetton, Walmart y muchas otras grandes marcas. Esa mañana, un ingeniero del gobierno había advertido a los trabajadores reunidos fuera del edificio que las grietas visibles en las columnas de apoyo demostraban que el edificio no era seguro. Los gerentes, de todos modos, insistieron en que los trabajadores ingresaran a trabajar. Prácticamente todas las marcas y minoristas que se abastecían de este complejo tenían su propio código de conducta. El edificio había sido construido sin aprobación completa, y se habían agregado plantas por encima de los permisos originales. A las 8:45 de la mañana, cuando comenzó la jornada, el edificio colapsó. Más de 1.100 trabajadores murieron, y más de 2.500 resultaron heridos.

La conmoción del colapso fue tal que llevó al Acuerdo sobre Incendios y Seguridad de Edificios en mayo de 2013, firmado actualmente por más de 150 marcas y minoristas globales, por la poderosa Asociación de Productores y Exportadores de Indumentaria de Bangladesh, y dos federaciones gremiales internacionales, IndustriALL y UNI. El acuerdo rechaza el modelo del código de conducta voluntario y demanda, en cambio, que todos los suscriptores firmen contratos que aseguren la responsabilidad financiera compartida por los productores de Bangladesh y las marcas y comerciantes globales que los emplean. Estas eran obligaciones legalmente vinculantes; su cumplimiento podría juzgarse en una corte en el país de origen de los firmantes.

Aunque el comercio estadounidense represente el 22% del mercado de exportación de Bangladesh, todas las empresas más grandes se rehusaron a firmar el acuerdo. Gap, Walmart y al menos otras 15 que se proveen de Bangladesh han creado en su lugar la Alianza para la Seguridad de los Trabajadores de Bangladesh en oposición. La característica más importante de la “Alianza” estadounidense es que libera legalmente a las marcas de cualquier responsabilidad.

En El Sapo Enamorado, un punto turístico para la clase trabajadora en la playa de Porto Sula, almorzamos con mi intérprete, Gustavo. Veía el portacontenedores desplazarse lentamente por el horizonte. Se dirigía a Houston, con varias toneladas de camisetas y ropa interior, limpia y planchada, empacadas al vacío en los contenedores. Cuando llegara y descargaran la mercadería, no tendría marcas visibles del país o de la historia en la que está tan enredada.

Este es un fragmento editado de Worn: Una historia popular de la ropa de Sofi Tahnhauser, publicado por Allen Lane el 27 de enero y disponible en guardianbookshop.co.uk.

Traducción de Ignacio Rial-Schies