Aislar a Rusia del sistema multilateral y del circuito comercial después de que el primer bloque de medidas contra el Kremlin por la invasión de Ucrania se concentrara en bloquear las finanzas de Moscú. Esa es la consigna que la Administración Biden, de manera concertada con sus socios europeos y del G-7, dictaminaron en el ecuador del primer mes desde el estallido del conflicto armado. Dicho de otro modo: encarecer los aranceles sobre los bienes y servicios rusos a un miembro aislado de la Organización Mundial del Comercio (OMC), impedir su acceso a créditos del FMI, el Banco Mundial o el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD) -institución regional que ha sido una de sus principales fuentes de financiación- y menospreciar a Rusia en el G-20, el foro de gobernanza global por antonomasia que conforman las mayores potencias industrializadas y los principales mercados emergentes.
Sin embargo, no será un camino de rosas para los impulsores de este nuevo castigo colectivo a Vladimir Putin. En el FMI, por ejemplo, al que Rusia se unió en 1992, como Ucrania, no se especifica en sus estatutos fundacionales que sus asociados no participen en conflictos armados. De este modo, el procedimiento de expulsión tendría que surgir de la cancelación de algún tramo de devolución en las líneas asistenciales del Fondo -Rusia tiene uno en marcha, por un valor de 24.000 millones de Derechos Especiales de Giro para el que negocia con China su reconversión en moneda de curso legal para afrontar su veto de uso del sistema de transacciones internacional- o por algún otro aspecto técnico. Entre estos últimos puede estar no aportar datos sobre su economía, sus reservas de activos, su balanza de pagos o sus operaciones en los mercados cambiarios.
A partir de una prerrogativa de este tipo, y después de un “periodo razonable”, se podría retirar los derechos de voto de Rusia con un respaldo del 70% de los 190 Estados miembros del organismo multilateral. Tras otra tregua motivada, se podría proceder a su expulsión si así lo determina el 85% de sus socios. Los 22.500 millones de dólares liberados por el FMI tras el default de la deuda soberana rusa de 1998 y cuyo programa de asistencia posibilitó la reestructuración de 60.000 millones en el Club de París y de otros 33.000 millones en el Club de Londres -los cónclaves donde se renegocian los vencimientos con acreedores públicos y privados, respectivamente-, fueron un arsenal monetario crucial para la salida rusa de la quiebra. Entonces ya estaba Putin como primer ministro y sirvieron para impulsar reformas estructurales que encaramaron a Rusia al proceso de globalización.
Más fácil es cortar sus vínculos con el Banco Mundial porque la institución hermana del FMI ya canceló su financiación a programas de desarrollo en Rusia por la invasión de Crimea. La realidad es que a Moscú sólo han llegado 3,6 millones de dólares en créditos del Banco Mundial, en diciembre pasado, para una iniciativa meteorológica. Si se pretende impulsar su salida, se deberían dar los mismos pasos que en el FMI, lo que llevaría más de un año convocar el trámite en su comité ejecutivo.
El BERD, creado en 1991 como apoyo de la UE a la prosperidad de las economías del Este en su transición al libre mercado, ha sido más operativo. El pasado 1 de marzo, su máximo órgano institucional aprobó la petición de eliminar, “por amplia mayoría” y de forma indefinida, a Rusia y Bielorrusia como miembros de pleno derecho. Todavía hace falta que la decisión sea sometida a votación -se requieren dos tercios- en su concilio de gobernadores, en 30 días.
En la OMC, EEUU y Europa sopesan vías para poner en liza la suspensión a Rusia de “nación más favorecida”, un estatus comercial que ha permitido a su economía disfrutar de tarifas reducidas dentro de la arquitectura arancelaria de la máxima autoridad mundial del comercio. El Congreso americano ha iniciado negociaciones para retirar a Moscú este privilegio. Sin embargo, se ha rechazado la revocación de Rusia, pese a que los estatutos de la OMC permiten revisar su pertenencia a la institución, cuya cúpula acostumbra a tomar decisiones por consenso entre sus 164 socios. Más éxito tendrá la eterna posición de espera de Bielorrusia -desde 1993- y que podría seguir durmiendo el sueño de los justos. El G-7 se ha sumado a una iniciativa con un claro componente de excepcionalidad, dado que la Casa Blanca sólo excluye a Cuba y Corea del Norte de sus “relaciones comerciales normalizadas”, y mantiene los gravámenes con Rusia un 3% por debajo de los promedios establecidos por la OMC. El legislativo americano baraja elevar en más de diez veces las tarifas a la importación de productos rusos.
El G-20, laboratorio del nuevo orden económico mundial
Esta por ver qué pasará en la reunión del G-20. Parece que la presencia de Putin estaría asegurada a la cita de este año en noviembre, en Bali (Indonesia). En el club que hospeda a potencias industrializadas y mercados emergentes han pesado los contundentes mensajes de apoyo de China y del resto de BRICS (hay que añadir a Brasil, India y Sudáfrica), y que han dado sobras muestras de plantar batalla a la hegemonía estadounidense y a rivalizar económica y geoestratégicamente con las naciones de rentas altas. El Gobierno de Yakarta, como país anfitrión ya ha respaldado la invitación al líder ruso.
Paradójicamente, el lema de Bali -Recuperarnos juntos, recuperarnos más fuertes-, ideado como leitmotiv de la superación de la crisis sanitaria y la Gran Pandemia, podría deparar el decoupling entre dos bloques económicos antagónicos.
Algunos analistas internacionales ya hablan abiertamente de cambiar la estructura y las dinámicas del G-20 para afrontar los nuevos tiempos y enterrar el espíritu de Bretton Woods, la conferencia donde nacieron el FMI y el Banco Mundial, en 1944, y que fue el bautismo de fuego del sistema multilateral.
Un aspecto, la reforma multilateral, sobre la que los BRICS revelaron el pasado verano su firme determinación a los cambios en Naciones Unidas, el FMI, el Banco Mundial, la OMC y la máxima autoridad sanitaria global, la OMS. En este caso, la justificación era “para adaptarlas a las necesidades del Siglo XXI”, aseguraba el comunicado de sus titulares de Exteriores de estos países. Pero que también esconde el interés del grupo en fomentar la transferencia tecnológica, dotar de mayor eficiencia al multilateralismo y de inculcar una mayor gobernanza económica global, elevando el peso de los emergentes y de los países en desarrollo en los foros de decisión internacional. Entre otras cosas reclamaron nuevas cuotas en el FMI, medidas más drásticas contra el proteccionismo en la OMC, a la que pide más transparencia, reglas más abiertas, inclusivas y no discriminatorias en el sistema del comercio multilateral y la restauración y preservación del modelo de Resolución de Disputas, sin renovación desde la guerra arancelaria desatada por la Administración Trump.
¿El final de la globalización?
Josh Lipsky, director del Centro Geoeconómico del Consejo Atlántico, cree que la guerra de Ucrania abre el melón para reconstruir el G-20. La misión del G-20 de salvador de la economía mundial debe reconsiderarse en un escenerio con China convertida en superpotencia y Rusia exhibiendo su poder militar, en medio de un tsunami desglobalizador por las turbulencias económicas y comerciales.
El G-20 acapara el 75% del comercio global, las dos terceras partes de la población del planeta y el 73,3% del PIB mundial. Para Lipsky, desde la órbita estadounidense, Washington debe acabar con la unanimidad, buscar acuerdos en áreas como las divisas digitales (China y Rusia puedan quedar excluidas) e incorporar nuevos socios como Polonia, Tailandia o Nigeria -entre otros- que diversificarían su influencia geográficamente y con los que se alcanzaría el 90% del PIB del mundo. Así el aislacionismo de Putin y Xi tendría más visibilidad, explica Lipsky, si desean dar rienda suelta a la disgregación de la globalización en dos bloques económicos.
Adam Posen, economista que preside el Peterson Institute for International Economics, concede credibilidad al final de la globalización porque las represalias de las democracias occidentales a Moscú han delimitado fronteras de seguridad, económicas y tecnológicas. La actitud de apoyo chino a Putin ha levantado también barreras en la integración de Pekín -y de gran parte de Asia- en los mercados y la arquitectura financiera internacionales. De modo que, entre otros efectos, se ha creado una tendencia al aislacionismo en el que el dólar emerge como un arma financiera, con las criptodivisas en un limbo operativo y regulatorio, y unas economías menos interconectadas, lo que se traducirá en menos crecimiento e innovación.
Mientras, Europa aparece sumida en sus debates económicos y geoestratégicos de reconversión empresarial e industrial hacia la neutralidad energética, pero a la vez todavía muy dependiente de los combustibles fósiles rusos. A juicio de Posen, las compañías tenderán a ser menos propicias a invertir en el exterior en un clima de subidas generalizadas de costes de producción y de precios.
También The Economist pasa revista a la globalización, que no sale bien parada: la guerra de Ucrania perturba los flujos comerciales, añade costes rampantes a las materias primas -en especial, energéticas, metálicas y agroalimentarias- y convulsionará el espectro empresarial, con nuevos ganadores y perdedores en sectores y entre multinacionales. A no ser que China, en la ineludible revelación de su postura real, la rescate y posibilite un rápido acuerdo de paz entre Moscú y Kiev. Al fin y al cabo, la globalización ha conferido al gigante asiático golpes de prosperidad espectaculares en cuatro décadas; en especial, desde su ingreso en la OMC en 2001, a pesar de no haber logrado aún el estatus de economía de mercado.