La última rebelión en la granja acaba de estallar en Japón, el socio que preside en 2023 el club de las principales potencias económicas, el G7 (Canadá, Alemania, Francia. Italia, Japón, Reino Unido y EEUU), a unas semanas de su cumbre de Hiroshima, que se celebrará entre el 19 y el 21 de mayo. Los aliados de EEUU se alejaron la semana pasada de la intención de la Casa Blanca de prohibir por completo las exportaciones de sus socios a Rusia, propuesta sobre la que la Administración de Joe Biden quería que girara la undécima oleada de sanciones al Kremlin por la invasión de Ucrania.
Las hostilidades han hecho mella en la coraza de las siete naciones más ricas antes de la cumbre que, cada año, convoca a sus jefes de Estado y de Gobierno. “Es simplemente inconcebible e irrealizable”. Así describe Financial Times la respuesta europea y japonesa al deseo del secretario de Estado de EEUU, Antony Blinken, de sustituir el actual sistema de represalias, que actúa contra sectores productivos concretos, por otro que aúne la totalidad de las exportaciones a Moscú, con las únicas excepciones a bienes agrícolas y materiales médico-sanitarios.
Este conflicto de intereses ha molestado también al Departamento de Comercio por las lagunas y resquicios que el esquema sancionador occidental en vigor genera en el orden tecnológico. Washington se queja de que el Kremlin continúa adquiriendo sin dificultad chips, componentes y software de origen estadounidense.
Se trata de una clara alusión a las desavenencias provocadas en el G7 por el presidente chino, Xi Jinping, con su plan de paz sobre Ucrania, que según el Despacho Oval debilitan los lazos transatlánticos. Sin consultar a sus socios, el presidente francés, Emmanuel Macron, tendió la mano europea a la maniobra china, que ha sido respaldada ahora por Luiz Inázio Lula da Silva, su homólogo brasileño, en su gira ibérica.
En Europa, Lula ha lanzado su oferta como mediador de la esfera emergente en la resolución del conflicto armado mientras, en paralelo, sugería que España y su presidencia semestral de la UE desde julio podría jugar un papel de actor de reparto estelar en el espectro industrializado. Justo mientras se producía el primer contacto telefónico entre Xi y el líder ucraniano, Volodimir Zelenski.
Lula ilustra las diferencias en el G20
La postura diplomática de Brasil, socio fundador del BRICS –el club de los principales mercados emergentes con Rusia, India, China y Sudáfrica– ilustra el divorcio que se avecina en el seno del G-20, el foro elegido para ejercer como gobierno económico de la globalización tras el estallido del colapso crediticio de 2008. Lula dejó durante su periplo exterior huellas inequívocas del creciente riesgo a una fragmentación de bloques.
Casi sin solución de continuidad, criticó la invasión rusa de un estado libre y soberano –siguiendo la tesis de Europa y EEUU–, destacó que ninguna potencia occidental hable de paz –en línea con la voz de Xi en el escenario mundial– y reclamó una divisa común para los socios BRICS que acabe con la hegemonía del dólar. Esta última, quizás, la afrenta de más enjundia que se reserva el presidente chino contra la supremacía global americana.
El contexto de fractura del G7 coincide con la amplitud de miras de los BRICS, club al que han expresado su intención de unirse 19 países en la cita de Ciudad del Cabo de junio, tal y como atestigua el embajador surafricano en el foro, Anil Sooklal. Entre otras, Arabia Saudí e Irán, recién reconciliadas diplomáticamente por obra y gracia de Pekín, así como Argelia y Egipto. De cara a una reunión –advierte– en la que “se discutirán fórmulas de ampliación y modalidades de adhesión” para los 13 países que han cursado su solicitud de ingreso y para los otros seis que “han manifestado su intención”. China acapara más de la mitad del tamaño del PIB del bloque BRICS.
La alianza emergente se formó en 2006 y a ella se unió Suráfrica en 2010, más por la fuerza de incluir a la nación más influyente de África que al mercado más extenso del continente. Ahora, cuatro de sus miembros –todos, salvo India, que ha desplazado a Reino Unido como quinto PIB y ejerce de socio preferente en la integración Indo-Pacífica confeccionada por EEUU para frenar el poder chino en Asia– se han confabulado para desdolarizar el comercio, la energía y las inversiones bajo el argumento del uso masivo del billete verde americano como arma de destrucción masiva de las finanzas rusas. Otra muesca más en el revolver de quienes no temen la ruptura de la globalización.
El G7, por su parte, no descarta ampliar su casa nostra. La idea partió de Japón, con su intento no oficial de invitar a India -el repentino objeto de deseo del club más selecto del mundo- como a Australia, la nación con el estatus de economía de mercado que más se ha acercado a la capacidad productiva del septeto. Al igual que el plácet de entrada a Corea del Sur, proclamada potencia de rentas altas, pero a la que veta su rival nipón por los tradicionales frentes geopolíticos y comerciales abiertos con Seúl en Asia.
La expansión es un viejo tabú que habita en el grupo auspiciado por el presidente francés Valéry Giscard d’Estaing y el canciller alemán Helmut Schmidt en Chateau de Rambouillet, castillo a 50 kilómetros de París y forjado un año después, en 1976, por el secretario del Tesoro George Shultz que logró incorporar a Canadá para corregir el exceso de verborrea europea que siempre ha caracterizado al G7.
La OPEP como arma diplomática de energía
Si el dólar representa la militarización occidental del orden mundial, la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), surgida con la crisis del oro negro de los setenta, es el brazo armado emergente en el terreno energético; en especial desde que Rusia se incorporara al cártel junto a otros productores como México.
“No es algo personal, son sólo negocios”. Es el mensaje que las autoridades saudíes y rusas, que ejercen el poder en la organización, suelen trasladar a las quejas de las potencias industrializadas altamente dependientes del petróleo –y del gas– cada vez que deciden recortes de cuotas como el decretado en abril, de medio millón de barriles que se unen a la rebaja de 2 millones del inicio de 2023. En un ejercicio que mantiene la espiral inflacionista y bajo riesgos de recesión ha surgido una demanda energética que absorbe casi la retirada productiva del cártel y que alcanza los 2,3 millones de barriles al día.
Toda esta convulsión pone en tela de juicio el también imprevisible golpe de efecto que el G-20 ofreció en Bali en noviembre pasado y que reforzó su capacidad de gobernanza mundial. Entonces, EEUU y China limaron asperezas en torno a Ucrania, a la ruptura de la globalización, el cambio climático o la ayuda al desarrollo. Después de demostrar su poder grupal durante la crisis sanitaria o la imposición mínima global del 15% a los beneficios de las empresas. De hecho, el otoño pasado, voces autorizadas como la de Adam Tooze, el director del Instituto Europeo en la Universidad de Columbia, calificaron al G-20 como “nuestro auténtico gobierno global” tras su “inesperada muestra de fuerza” y de realpolitik.
Pero la reunión del G7 en Hiroshima tiene visos de ser la “escenificación de las tensiones entre EEUU y China”, avisan Landry Signé y Brahima Sangafowa, expertos de Foreing Affairs, tanto en estabilidad financiera, subsidios industriales, recetas proteccionistas como en el área de la seguridad alimentaria. Estas tiranteces que propiciarán que los países se vayan alineando a un lado u otro de un hipotético decoupling, según sus intereses.
En un mundo cada vez más peligroso –coinciden los analistas–, en el que cobra velocidad la carrera armamentística y engordan las creencias nacional-populistas, dos factores que inclinarán la balanza hacia cada bloque en función de las contraprestaciones geoestratégicas que manejen y oferten Washington y Pekín. Especialmente, en caso de que aparezcan tentaciones autocráticas y se reactiven modelos autárquicos por la deriva proteccionista que, como alerta el FMI, atenta ya contra la globalización.
De momento, la coyuntura se asemeja a un puzzle –dice The Economist– en el que cada jornada se observan perspectivas distintas, pero transcendentales, que crean luces y sombras, a imagen y semejanza de la técnica del sfumato que Leonardo da Vinci utilizó para pintar la Mona Lisa. El que para muchos es el lienzo más famoso del planeta ha sido siempre capaz de alumbrar una amplia diversidad de sonrisas a cada espectador, según el ángulo óptico desde el que mira y que evoca –enfatiza el símil del semanario–, la conveniencia de que exista un órgano de gobierno del nuevo orden mundial.