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Noruega aleja del ‘sello verde’ a su fondo soberano y abre sus grifos de crudo y gas a la demanda europea

Plataforma petrolífera en Noruega.

Ignacio J. Domingo

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El Gobierno de coalición noruego, dirigido por el laborista Jonas Gahr Støre, acaba de dar luz verde a las empresas de gas y petróleo de su país para que intensifiquen sus inversiones de exploración y extracción de los estratégicos yacimientos de hidrocarburos del Mar de Barents. El objetivo es asegurar el flujo energético de Europa, la manida justificación de los daños colaterales surgidos de la guerra de Ucrania, y la consiguiente obligación de incentivar la búsqueda de nuevas balsas de energía fósil.

Este viraje no responde a una causa coyuntural, sino a un cambio de prioridades en toda regla. Se trata de un punto y aparte en la concepción sostenible y digital que la potencia energética escandinava inició en 2017. Esta hoja de ruta la ha aupado a posiciones de vanguardia tecnológica y de neutralidad energética internacional, gracias a una larga lista de enseñas nacionales en innovación que van desde la digitalización de los servicios aeroportuarios hasta su liderazgo en ventas de vehículos eléctricos o el primer vuelo comercial doméstico con combustible renovable.

La marca Noruega había dado con la fórmula para enchufarse al siglo XXI y diversificar un modelo productivo anclado en su boyante industria petrolífera, que se debilitó con el desplome del precio del crudo y del gas del bienio 2014-2015. Entonces, el barril llegó a cotizar por debajo de los 40 dólares con el consecuente deterioro de unos presupuestos en las que los hidrocarburos aportan cuantiosos recursos: contribuyen al 40% de su PIB.

En ese momento surgió en Oslo la convicción de que no podían vivir en exclusiva del petróleo y el gas. Pusieron en marcha subsidios para que el país fuese más digital, más verde y más laico, según su lema oficial. No era una decisión fácil, ya que el maná de las finanzas fósiles propició el sorpasso de la renta per cápita de los noruegos –89.154 dólares, según el FMI– frente a sus vecinos (Suecia, Finlandia y Dinamarca) hace ya dos décadas y enterró su histórico estigma de Estado pobre de la región.

Extensas reservas de hidrocarburos por descubrir

Todo este armazón se resquebraja con los permisos a sus firmas energéticas para perforar en las aguas de Barents, la pasarela oceánica que comunica el Ártico y el Atlántico. Se estima que albergan más del 60% de las fuentes de hidrocarburos sin ejecutar. Estas balsas de oro negro y gas traerán aparejadas, si las labores de extracción tienen éxito, obras de infraestructuras que pretenden garantizar el suministro energético al mercado europeo.

“El conflicto de Ucrania lo ha cambiado todo. Noruega está sometida a unas intensas presiones para convertirse en el primer abastecedor de energía de Europa, después de que la UE haya roto sus negocios con Rusia”, explica Toger Rod, consejero delegado de Var Energi ASA, con intereses en Barents. A su juicio, “el estatus quo noruego, con sus cuotas exportadoras y extractivas en curso, no es una opción porque, incluso si quisiéramos mantener la producción, estaríamos en la obligación de explorar más y de encontrar nuevos depósitos de crudo y gas”.

De hecho, varias empresas ya bombean estos hidrocarburos en Goliat y Snohvit, dos campos de Barents de los más productivos. Aunque los nuevos permisos amplían el área hacia el Ártico, con el consiguiente peligro de perturbaciones en la denominada Corriente del Golfo, que controla el equilibrio del Atlántico. Por si hubiera dudas de las intenciones oficiales, el ministro de Petróleo, Terje Aasland, reclamó a sus ejecutivos que “no dejen de remover ni una piedra” en el subsuelo de Barents y les conminó a “cumplir con la responsabilidad social” de hallar petróleo y gas en la zona.

Las palabras de Aasland han sonado a música celestial en potenciales compradores como Reino Unido o Alemania y como un ruido ensordecedor entre los grupos ecologistas, que recuerdan al Gobierno noruego sus compromisos con la catástrofe climática. Estos movimientos tomaron en 2020 la sede del Gobierno para alertar de que todo drenaje en la zona atentaba contra derechos humanos fundamentales. En línea con las sentencias judiciales que, un año después, en Holanda, señalaron a Shell como agente nocivo del cambio climático y que acusaron a la supermajor de practicar greenwashing por predicar su tránsito a activos renovables y ser la responsable de gran parte de los excesos de emisiones de CO2 del país.

Mientras, las empresas noruegas se frotan las manos. “Estamos en una ofensiva total”, reconoce Grete Birgitte Haaland, vicepresidenta de Exploración y Producción de Equinor, antes de admitir que están “reseteando” sus plantas del norte –en concreto en sus plataformas de la extensa área de 310 kilómetros cuadrados de Wisting– para adecuar sus planes de inversión a la inflación y evitar posibles cuellos de botella logísticos y comerciales.

Noruega se mira al espejo de los petroestados del Golfo

Con este giro copernicano, Noruega se aleja irremediablemente de su inmaculada imagen verde, modelada en origen por su fondo soberano, el Government Pension Fund Global, de 1,2 billones de dólares y que gestiona el Norges Bank Investment Management (NBIM), entidad del Ministerio de Hacienda. Este fondo, presente en Ferrovial, cambió de criterio y votó a favor de que la compañía de la familia Del Pino abandone España con destino a Países Bajos.

Más que marca sostenible, Noruega se asemeja cada vez más al emblema fósil de sus rivales del Golfo Pérsico, al que también desean revestir de verde. El fondo noruego, el de más riqueza y volumen de activos, llegó a manejar 1,4 billones de dólares –cifra similar al PIB de España– durante la bonanza bursátil post-COVID, cuando se aceleraron las carteras bajo criterios ESG (Environmental, Social and Governance) hasta alcanzar los 35 billones de dólares en 2021.

En este periodo, los gestores del NBIM prometieron que sus portfolios estarían compuestos en su totalidad por acciones con certificación de neutralidad energética en 2050. Pero entretanto, y con los designios de un energy crunch aún sin resolver, parece que se beneficiará de su redoblada apuesta por los combustibles fósiles que impera en la industria financiera y en el clima bursátil internacional.

De igual manera operan los fondos soberanos de los petroestados del Golfo Pérsico, concebidos con opacidad incluso en años esenciales para revertir los efectos del calentamiento global como los de la década actual. Para más inri, solo el 10% de los valores del NBIM noruego cumplen con el principio rector de los Acuerdos de París.

La falta de transparencia en los fondos soberanos de estas naciones que superan, por definición, los 1.000 dólares per cápita por ingresos vinculados al oro negro o al gas –entre las que se incluye Noruega– es objeto de duras críticas como la que revela The Economist. El semanario británico describe una “nueva era de poder de los petrodólares” y se cuestiona “a dónde van los cientos de millones de dólares de estos Estados ricos”, obtenidos de la industria fósil e insertos, en gran medida, en sus poderosos fondos soberanos. Sus pesquisas revelan una táctica inversora en la que vuelven a tener relevancia prioritaria las blue-chips –empresas con finanzas en orden, poco dadas a la vanguardia y de perfil ortodoxo-conservador– y operaciones que proceden de sedes con baja fiscalidad o privilegios de golden visas.

Opacidad al servicio de la influencia internacional

En este contexto inversor es en el que las manos invisibles del Abu Dhabi Investment Authority (Adia), el Qatar Investment Authority (Qia) o el Saudi Arabia’s Public Investment Fund (conocido como Pif) manejan sus patrimonios en firmas occidentales, bolsas europeas y asiáticas y, por supuesto, Wall Street. No está exento de sarcasmo: el sultán Al Jaber, jefe de la petrolera estatal de Abu Dabi y, al mismo tiempo presidente de la COP28, ha pedido en el Diálogo Petersberg sobre el Clima de Berlín “el final de las emisiones fósiles”.

No hay que olvidar las maniobras geopolíticas desde la OPEP+ para retirar casi 4 millones de barriles diarios desde principios de abril, el equivalente al 4% de la cuota productiva global y la amenaza de estanflación global.

El superávit por cuenta corriente entre 2022 y 2023 de los petroestados del Golfo excederá los dos tercios de billón de dólares, tesoro del que hacen acopio tanto sus fondos soberanos como sus bancos centrales. Menos de la mitad de sus ingresos retornan a firmas occidentales. Noruega no es la excepción. El pasado año recaudó 161.000 millones de dólares por tributación de sus ventas de hidrocarburos, un 150% más que en 2021.

Rystad Energy, consultora de mercado, cifra esta inyección fiscal en más de 600.000 millones en los emiratos pérsicos y Arabia Saudí. Generalmente, a través de un negocio que responde a los pulsos de influencia en el exterior y que enturbia la arquitectura financiera internacional, avisa The Economist, que observa vínculos directos entre la cotización del petróleo y el gas y el calibre de unos fondos que, en los casos del saudí y noruego, rozarán los 1,5 billones de dólares en 2025 y los 2 billones en 2030.

Quizás por ello haya trascendido la airada e inusual queja del cártel petrolífero a la petición de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) de liberar reservas estratégicas para poner más crudo en circulación. También se explica con más precisión el fenómeno de salarios y bonus extraordinarios que los bancos de los petroestados pérsicos pagan a directivos con bagaje en firmas occidentales para posicionarse en Wall Street, que se conoce como saudización del S&P 500, y la extraña conexión geopolítica de China con Emiratos Árabes Unidos. O el interés de Pekín en que Riad y Teherán reanuden sus lazos diplomáticos y el acuerdo a tres bandas entre la saudí Aramco, la china Sinopec y la francesa Total para ventas de gas del primer exportador de crudo por más de 10.000 millones de dólares.

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