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OPINIÓN | 'Ingenio de disuasión masiva', por Elisa Beni

“Creo que siempre fui bisexual pero nunca lo he reconocido, ahora me gusta mi compañera de piso, ¿qué hago?”

'Paseo a la orilla del mar' de Joaquín Sorolla

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No podemos culparnos de no ver, o no poder imaginar, lo que culturalmente no está apenas disponible. La imaginación amorosa se construye en la infancia con un repertorio de imágenes que ofrecen relatos heterosexuales, épicas de encuentro entre dos seres opuestos, que buscarán el modo de complementarse. Si, siguiendo la receta inmaterial tantas veces descrita, consiguen los opuestos amarse, comprometerse en el esfuerzo de un futuro juntos, entonces el relato común del amor heterosexual promete la ¿felicidad? Tal vez no promete siempre la dicha enamorada de los cuentos de princesas, pero sí una especie de calma del sujeto satisfecho por haber cumplido con las demandas de la vida adulta. Por haber sido sexual, elegido por alguien entre un grupo, por haber sido un día alegre, familiar, un día amado.   

¿Quién entre nosotras escuchó, siendo una niña, que dos iguales podían alcanzar la calma juntas? Que estaba entre sus manos – las manos juntas de las dos-- la posibilidad de compartir creatividad, de unir las fuerzas de trabajo para construir casa y sentido. Que podían desear y satisfacerse a la vez y que, además, en su encuentro, el placer y la belleza iban a exceder cualquier expectativa que un relato anterior hubiese podido sugerir. ¿Quién, un día, en los primeros años que tuvo para empezar a pensar el mundo, pudo imaginarse alegremente de este modo sin que la vergüenza, el conflicto, o el miedo al castigo acompañaran ese acto de figurar lo posible? Quién pensó que podía crecer siendo dos niñas, dos jóvenes, dos ancianas, unidas por el deseo (de un cuerpo, de una historia común).

Desde la norma que la mayor parte de nosotras asimilamos en la infancia, la educación heterosexual intenta mantener la imaginación bisexual a raya: la espolea hacia el reduccionismo dual de lo fácil y lo difícil, lo social y lo psíquico, lo público y lo privado, lo productivo y lo improductivo, empujando la relación homosexual siempre a la posición segunda, al lado más débil del par. Bajo un horizonte de derrota, la educación heterosexual ensombrece el deseo lesbiano del cuerpo bisexual con malos augurios: mientras que promete la viabilidad de la relación heterosexual a lo largo del tiempo, significa el vínculo homosexual como contingente, temporal e improductivo. El relato heterosexual normativo desconfía de la amante lesbiana, que retrata como seductora engañosa, débil, incapaz de ofrecer futuro, mientras promete que siempre habrá un marido esperando después de una fugaz historia de amor entre mujeres. 

Pero salvaje la realidad burla el relato y desmiente, afirmando su propia entereza: Juntas hacemos el amor, construimos casas, criamos animales e hijxs, nos acompañamos mutuamente en las fantasías que traemos de mundos antiguos. Para satisfacernos, cumplimos las unas a las otras nuestras fantasías más rancias, nuestros sueños de sumisión y de poder. Consolamos la violencia del pasado, lamemos la herida y en la noche, antes de dormir, inventamos un desvío desde donde es posible ya entrever una revolución en los modos de vivir, follar, morir. Nos amamos, somos fiables, somos amigas. 

En 21 poemas de amor, escribe Adrienne Rich sobre la materialización de una relación lesbiana después de años de socialización heterosexual:

II

Me despierto en tu cama. Sé que estuve soñando.

Mucho antes, la alarma nos separó,

estuviste en tu escritorio por horas. Sé lo que soñé:

nuestra amiga poeta entra en mi cuarto

donde estuve escribiendo por días,

borradores, papel carbónico, poemas dispersos por todos lados,

y yo le quiero mostrar un poema

que es el poema de mi vida. Pero vacilo

y despierto. Besaste mi pelo

para despertarme. Soñé que eras un poema,

le digo, un poema que le quería mostrar a alguien…

y me río y me vuelvo a quedar dormida

con el deseo de mostrarte a todos los que amo,

de movernos juntas abiertamente

bajo la fuerza de gravedad, que no es sencilla,

que arrastra el pasto como plumas un largo trecho hasta el aire que respiramos.

Mostrar lo amado, movernos juntas abiertamente bajo la fuerza de la gravedad, implica sacar la relación lesbiana de la prisión binaria que la presenta como una opción de vida débil, incapaz de ofrecer ya no placer o belleza, sino solidez y medios de supervivencia. Dar el paso es darlo para una misma, primero, atrevernos a ser sujetos creativos, capaces con su deseo de fundar un futuro que aún está por hacerse.

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