No importa el cartel, no importa la música: cómo irse de festival se ha convertido en una experiencia a explotar

Mad Cool 2022 (Madrid).

Enrique Rey

8 de julio de 2024 22:38 h

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Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House), la última novela de Mónica Ojeda, tiene por escenario la quinta edición del Festival Ruido Solar, un encuentro —imaginario— de artistas sonoros entre volcanes andinos que coincidiría con la celebración del Inti Raymi (la fiesta del Sol de las comunidades indígenas de Ecuador y Perú). En el festival hay músicos, poetas y chamanes, y las protagonistas, Noa y Nicole son dos jóvenes criadas en la ciudad que comienzan a asomarse a sí mismas entre instrumentos retrofuturistas, sonidos de vanguardia y rituales ancestrales. Como ellas, pero en entornos muy distintos (por ejemplo, la playa de El Arenal en Burriana, donde se celebra el Arenal Sound o el Parc del Fòrum de Barcelona, que desde hace años alberga el Primavera Sound), muchos chicos y chicas están viviendo ciertas cosas —el trance ante un altavoz, el entusiasmo por determinado grupo, la amistad amplificada, la iniciación en las drogas— por primera vez durante un festival de música. Los adultos acuden a ellos buscando recuperar todas esas experiencias.

Chamanes eléctricos es una novela oportuna porque recuerda que detrás de los festivales —hoy, en su mayoría, invadidos por las marcas y las instituciones— existe una larga tradición que conecta con viejas ceremonias (en Europa, por ejemplo, el carnaval) y con todas las formas de socialización que, desde hace cientos de siglos, han aprovechado el poder de la percusión y el ritmo. Sin remontarse tanto, los festivales en su forma contemporánea (concentración de actuaciones en poco tiempo y dentro del mismo recinto al aire libre) han existido, al menos, desde el Carnival of swing que en 1938 reunió en la isla de Randall (Nueva York) a figuras del jazz como Lester Young y Duke Ellington, y su desarrollo ha corrido en paralelo al de la música rock y pop convirtiéndose, en algunos casos (Leeds 1969 o Woodstock 1969), en mitos de la contracultura.

Pero, tal y como ha sucedido con buena parte de los fenómenos popularizados durante los años de la contracultura, la mayoría de los festivales de música grandes hace tiempo que perdieron su espíritu revolucionario o su relevancia política. Hoy, en el mejor de los casos, son contenedores de actuaciones que permiten que el aficionado escuche en pocas horas a varias de sus bandas favoritas o que ayudan a desconectar de la rutina a miles de personas que experimentan en un entorno controlado sensaciones (de la ebriedad a la interacción con desconocidos) inviables durante el día a día; y, en el peor, reproducen las mismas dinámicas de consumo, aceleración y exhibicionismo presentes en el resto de la ciudad contemporánea.

Si en 2023 Nando Cruz cuestionaba en su ensayo Macrofestivales: El agujero negro de la música (Península) un modelo que consideraba agotado por motivos artísticos, económicos y medioambientales, esta misma temporada ya han surgido varias polémicas que parecen reforzar las tesis del crítico y escritor: la desesperación de Damon Albarn, de Blur, ante la indiferencia del público del Coachella; las publicaciones de varios influencers durante el Primavera Sound, centradas en la ropa de uno de los patrocinadores, o la proliferación de zonas VIP con mal sonido pero mejor oferta gastronómica son señales de una deriva que empieza a incomodar a buena parte de los asistentes y no solo a los más puristas.

Ir a un festival a pasarlo bien sin importar quien toque es válido, siempre que se mantenga un respeto a artistas y público. El enfado de un músico cuando es ignorado puede ser comprensible hasta cierto punto (...) Si aceptas participar en ciertos festivales convertidos en otra cosa, tienes que saber a lo que te arriesgas

Antonio Mata coorganizador del Canela Party

La música o la experiencia

Uno de los pocos estudios sobre la cuestión, llevado a cabo en 2014 por la Universidad de Sheffield, dibuja, a partir de decenas de entrevistas, un esquema de las emociones que surgen entre los asistentes a festivales. Según este modelo, el público que vive estresado o saturado por su ritmo de trabajo experimenta una sensación de anticipación desde varios días antes del evento, que unas horas antes se convierte en expectación y, ya después de la experiencia, en satisfacción asociada a ciertos recuerdos.

Tal y como indica el paper, introducirse en un ciclo así puede ser muy beneficioso para cualquier marca que comercialice productos relacionados con el placer o el hedonismo. Pero no son solo las empresas, especialmente las comercializadoras de bebidas alcohólicas, las que han convertido los festivales en escaparates. La obsesión con la marca personal (que convierte a cada ciudadano en vendedor de sí mismo), también empuja a muchos asistentes a un lugar del que esperan extraer cierto reconocimiento o capital social; es el caso de las celebrities en el Coachella o el Burning Man y de tantos asistentes anónimos que exhiben en redes su capacidad para introducirse en esos entornos tan exclusivos.

Por supuesto, además de la rentabilidad (buscada por los patrocinadores y por particulares obsesionados con esta marca personal), existe otro motivo más allá de la música para acudir a un festival: las ganas de fiesta. Bien sea un cumpleaños, una despedida de soltero o una graduación, el festival ofrece una fiesta más grande en la que integrar una celebración que pudo haber sido privada. “Ir a un festival a pasarlo bien sin importar quien toque es válido, siempre y cuando se mantenga un respeto a los artistas y al resto del público. El enfado de un músico cuando es ignorado puede ser comprensible hasta cierto punto, aunque hay que mantener siempre la humildad y saber dónde estás tocando. Si aceptas participar en ciertos festivales convertidos en otra cosa, tienes que saber a lo que te arriesgas”, comenta Antonio Mata, cofundador y coorganizador del Canela Party.

Músicos como Pol Rodellar, del grupo barcelonés Mujeres, tampoco se han llegado a enfadar jamás con su público: “Nosotros hacemos una música bastante bailable y disfrutable sin ser vergonzosa, así que la gente, nos conozca o no, goza del directo y se deja llevar. Pero es parte de este trabajo sobrellevar ciertas situaciones incómodas y nos ha pasado: no todo son focos y éxito, a veces toca hacer un concierto incómodo en una boda, otras un evento de mierda de una marca o en una fiesta de empresa y otras tocar en un festival a primera hora con medio público cogiendo sitio para ver el cabeza de cartel. Son males muy menores comparados con el tedio de la oficina, la dureza de currar en una fábrica o el tener que aguantar el cretinismo de ciertos jefes”.

El crecimiento casi exponencial de la competencia hace que los festivales deban ofrecer más cosas aparte de la música para diferenciarse del resto

Joan Vich Montaner trabajador del FIB durante 25 años

Desde Melenas, otra banda acostumbrada a girar por festivales de toda Europa, coinciden: la culpa, si algo no va según lo previsto, nunca es del público. “Los festivales tienen mucho más aforo que una sala así que es normal que haya gente que vaya más por la experiencia social y festiva, y que con ver a dos o tres grupos les baste. Alguna vez nos hemos encontrado con una audiencia un poco más dispersa —recuerdan desde la banda de Pamplona—, que quizás no viene a verte a ti y está a otra cosa, pero siempre hay quien te está descubriendo en ese momento y disfruta; y es guay percibir eso y conectar con esas personas desde el escenario”.

Entonces, ¿de dónde puede venir esa sensación de que la música, entre foodtrucks y puestos de venta, cada vez importa menos? “El crecimiento casi exponencial de la competencia hace que los festivales deban ofrecer más cosas aparte de la música para diferenciarse del resto”, explica Joan Vich Montaner, con 25 años de experiencia en el FIB, en el que ha desempeñado todo tipo de labores (incluida la de director) y cuya crónica emocional del periplo narra en Aquí vivía yo (Libros del KO). “Es preferible eso a la lucha por las exclusivas de artistas —continúa—. Si mejora o no la experiencia es una sensación subjetiva, a mí personalmente me suele molestar todo lo que se escape de lo estrictamente musical, pero tampoco me gusta ver cinco conciertos seguidos sin tiempo a saborearlos, así que igual ir a un festival no es lo más apropiado si solo quieres ver música y nada más”.

Los malabarismos de los organizadores

Acceder hoy al recinto de un festival supone entrar en un espacio repleto de publicidad, donde cada centímetro cuadrado está cubierto por el logotipo de un patrocinador, como si cada panel junto a los escenarios fuera la carrocería de un Fórmula 1. Es algo que todavía genera recelo y suspicacias, pero que replica lo que también sucede afuera, como apunta Rodellar: “Casi todo a nuestro alrededor funciona así, la diferencia es que en los festivales la presencia de las marcas y los patrocinadores se evidencia mucho más y, qué diablos, siempre apetece criticar este noviazgo de la cosa cultural con la cosa capitalista”.

Los festivales tienen mucho más aforo que una sala así que es normal que haya gente que vaya más por la experiencia social y festiva, y que con ver a dos o tres grupos les baste

Melenas banda

“Para muchos festivales —sigue el bajista de Mujeres—, crecer (atraer a más público) ha supuesto recurrir a la contratación de grandes cabezas de cartel muy mainstream que les ha obligado a ampliar el espacio y recurrir a grandes marcas para poder pagar todo este desfase. Personalmente estoy totalmente en contra del crecimiento”. Vich coincide y apunta que muchas concesiones son necesarias para sacar adelante los proyectos más masivos: “Cuanto más crece un proyecto, más concesiones va a tener que hacer. La decisión está en crecer o no crecer. Y el volumen de ese crecimiento supongo que depende de la ambición de cada uno. Hoy en día me temo que las marcas son imprescindibles para poder mantener una cierta estabilidad en los proyectos y no depender únicamente de la venta de entradas, que puede ser muy volátil”.

Pero existe un vínculo todavía más escabroso entre el circuito de festivales y el del gran capital que aquel que puedan establecer con determinadas marcas en forma de patrocinio (una práctica casi inofensiva para asistentes y trabajadores): los fondos de inversión han entrado de lleno en el negocio y cualquier bajada en los números amenaza la personalidad o la supervivencia de cada uno de los festivales que han comprado. “El hecho de que acaparen un porcentaje cada vez mayor de los eventos a celebrar y que compitan con otros grandes grupos empresariales por quedarse con su parte del pastel provoca una concentración de medios y que los costes de producción, incluidos los cachés de los artistas, se inflen de forma artificial. Por otro lado, la política de imponer exclusividad en determinados artistas impide que el público los pueda disfrutar en salas de conciertos, reduciendo el circuito”, explica Mata.

“Los patrocinios y las ayudas públicas ayudan a salir adelante y reducen esa brecha, pero en nuestra opinión no todo vale. Esos colaboradores no deben contradecir los principios de los organizadores y, por ende, del festival. No digo que sea fácil sortear el mar de contradicciones en el que vivimos, pero sí que hay que tratar de hacerlo”, concluye Mata, para quien la organización del Canela Party no es su actividad profesional principal.

¿Y los grupos, dónde quedan? ¿Prevalecen todavía los criterios artísticos o mandan las agencias de management? ¿Están adaptando sus propuestas para encajar más en los grandes escenarios?

“Está claro que hay artistas 'de festival' —contesta Vich—, que se pueden disfrutar o por lo menos comprender en ese contexto pero que me cuesta imaginar escuchando cómodamente en tu casa. Hay un formato que funciona y muchos, muchísimos grupos que aspiran a eso (quizá porque lo que quieren realmente es formar parte de la farándula, no expresarse a través del arte). En cuanto a las agencias, son más dañinas las exclusividades que sus condiciones. España es uno de los países más estrictos con las exclusividades para los artistas, comparado con otros países de nuestro entorno, en algunos casos llegan a ser de más de doce meses”. Una exclusividad tan larga, por ejemplo, impediría que un grupo mediano que ha tocado en un festival en determinada ciudad en mayo, pudiera regresar en diciembre de ese mismo año a una sala en la misma ciudad, perjudicando tanto a la banda como a la escena local.

Está claro que hay artistas 'de festival', que se pueden disfrutar o por lo menos comprender en ese contexto pero que me cuesta imaginar escuchando cómodamente en tu casa. Hay un formato que funciona y muchos, muchísimos grupos que aspiran a eso

Joan Vich Montanera autor de 'Aquí vivía yo' (Libros del KO)

Iban oscuros bajo la noche 

En su texto Raving (Caja Negra), la académica y escritora McKenzie Wark compara las primeras raves con las “situaciones construidas” que idearon los situacionistas, es decir, con espacios y formas de relación que permitirían, mientras están desarrollándose, “atisbar cómo podría ser la vida tras la abolición del espectáculo y el capitalismo”, prefigurando la utopía. Sumergidos de lleno en las dinámicas del espectáculo y el capitalismo, los grandes festivales tienen poco o nada de “situación construida”, pero siguen siendo lugares excepcionales donde las reglas se diluyen o cambian, sujetos a su propia lógica y donde se manifiestan con especial viveza las contradicciones de las sociedades que los celebran.

Así que, como las cárceles y otros sistemas cerrados, los festivales se ajustan a la perfección a la definición de heterotopía que dio Michel Foucault. “Hace décadas se hablaba de estas ideas o de la construcción de ciudades efímeras, de construir un espacio hecho para las personas donde no había nada. Se levantan todas estas estructuras y todos esos equipamientos para emular una ciudad real. Al final estas ciudades efímeras llenas de potencialidad y posibilidades han terminado cogiendo lo peor de las ciudades: convertir el espacio transitable en un espacio vendible, acentuar la diferencia de clases, apostar por la turistificación y convertir al ciudadano en un consumidor”, comenta Rodellar.

Estas ciudades efímeras llenas de potencialidad y posibilidades han terminado cogiendo lo peor de las ciudades: convertir el espacio transitable en un espacio vendible, acentuar la diferencia de clases, apostar por la turistificación y convertir al ciudadano en un consumidor

Pol Rodellar bajista de Mujeres

Con todo, aunque buena parte de su potencial político haya sido derrochado o desactivado y sea difícil que un festival comercial resulte tan significativo para sus asistentes como el Ruido Solar lo fue para las protagonistas de la novela de Ojeda, en los festivales siguen ocurriendo muchas cosas que no siempre tienen que ver con el consumo. Son lugares donde se baila con desconocidos, se convive en la zona de acampada, se siente la vibración del aire cuando el batería pisa su pedal o se pierde a los amigos y se deambula de madrugada entre focos y altavoces como Eneas y la Sibila en los versos de Virgilio (“iban oscuros bajo la noche sola entre las sombras”). El tiempo nocturno tan distinto del tiempo productivo, el reencuentro con los amigos perdidos o los nuevos amigos hechos durante el proceso, siempre merecen la pena. Y es que, como concluye Joan Vich: “El festival ha sustituido a la fiesta mayor para mucha gente”. 

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