“Siento el vértigo de exponerme en playas y piscinas, ¿cómo gestionar la vergüenza hacia el propio cuerpo?”
El calor comienza a apretar y el vértigo de exponerse en playas y piscinas se acerca, ¿cómo gestionamos la vergüenza hacia nuestros propios cuerpos?
Sois muy listas, muy precisas, las interlocutoras que tengo al otro lado. Siento cada pregunta hilada con las palabras adecuadas: vergüenza, propios, cuerpos.
No hablas de disgusto, asco, manía, descarte. Hablas de algo tan concreto como la vergüenza, esa sensación de exposición, ese pudor que se lleva por delante la dignidad y el orgullo, y nos deja ahí solas con esa sensación tan vulnerable de querer ocultarnos.
La vergüenza es la posibilidad de esconderse, y coqueteamos con ella tres veces al día, a lo bajo. Todas y cada una de nosotras somos capaces de leer la combinación de esas dos palabras que son vergüenza y cuerpo, y reconocer esa sensación desagradable que sube por la espalda, el dolor de estómago, el rubor, esa pena y desagrado con una misma que nace en las entrañas y llega hasta la punta de los pies. Un cuerpo necesita de vergüenza para existir, pero no así, no de esta forma inmovilizadora. Laura, sé de lo que me hablas porque me pillas en un año de flojera. Mientras escribo esto, este cuerpo que a veces no siento mío, estos codos, estos brazos que me desagradan, quieren escribir ¡dile la verdad! ¡confiésale toda la verdad! Hay pena y desagrado, pero también hay culpa. Ahora te cuento mejor, si me dejan estos codos, un momento por favor, ahora se lo cuento, os lo juro que se lo voy a decir.
Justo hace pocos días, Ainhoa Marzol, en su newsletter donde recomienda 10 cosas de Internet —y te juro por mi vida que en cada mail hay cosas remotas y sorprendentes—, hablaba de Valerie y la sensación “de sentirte que ser guapa, estar buena, es un prerrequisito para ser merecedora de una buena vida, de ser feliz”. Como todo lo bueno en Internet, es decir, un link que te lleva a otro link, acababé apuntando en mi libreta todo lo que dice Valerie en este texto titulado ¿Soy lo suficientemente sexy para una buena vida?
Todo lo que ha caído en mis manos sobre cuerpos, body neutral, normatividad, pensamiento crítico sobre la cultura de la dieta y mito de la belleza, lo he leído, devorado, ñam ñam, afirmativo, cuánta razón, la culpa es del patriarcado, ¡lo sabía!. Confort de inicio, esa sensación de sentirte arropada en la mierda de las otras, estamos todas fatal, no es culpa de este cuerpecito normativo y malcriado, hay una malvada opresión que planea encima de nosotras. “No es el deseo de ser bella lo que está mal, claro, sino la obligación de serlo— o tratar de serlo”, escribía ya Susan Sontag en 1975 en un ensayo para Vogue.
Qué bien poder repetir todas al unísono: qué horror haber crecido con esas portadas de revista retocadas con Photoshop, los explícitos posts de Ana y Mia en Tumblr, y todos esos cánones de belleza inalcanzables. Para proceder a ponernos las manos a la cabeza y susurrarnos unas a otras hemos llegado bastante enteras para lo que podría haber sido.
Pero esa satisfacción inicial duró el tiempo que tardaba en leerlo todo hasta descubrir que no queda nadie que esté bien de la cabeza.
Perfecto. ¿Y ahora qué?
Esta es Carmen, te la presento. Es una de las personas que más me gusta como escriben de Internet. Tiene un texto en el que habla de la relación que tiene con su cuerpo. Y me confirmó lo que temía: la violencia estética está en nuestra mirada. No hay peor enemiga que una misma.
Un cuerpo necesita de vergüenza para existir, pero no así, no de esta forma inmovilizadora. Laura, sé de lo que me hablas porque me pillas en un año de flojera. Mientras escribo esto, este cuerpo que a veces no siento mío, estos codos, estos brazos que me desagradan, quieren escribir '¡dile la verdad!
Empiezan las confesiones. Agárrate porque vienen frases que negaré haber dicho alguna vez. Laura, todo esto es entre tú y yo. Hay días, que no son pocos, en los que salgo de casa pensando ¿soy lo suficientemente bella para merecer a mis amigas? ¿Encajará hoy este cuerpo entre ellas? ¿Saldré en su photo dump o seré solo un descarte más? Los peores momentos los siento rodeada de amigas, en entornos de confianza, ahí donde relajamos neuronas y lengua, donde nos olvidamos del sistema, de lo leído, del medio ambiente, donde soltamos aquello que no diríamos ante una audiencia mayor.
Debería ser placentero y relajante poder hablar de aquello que no es escrutado. Y lo es, durante unos minutos. Ese bolso rojo que una se muere por comprar, la falda blanca por la que nos tendremos que escribir antes para no coincidir, el 10% de descuento en una tienda online de cremas carísimas, pincharse el culo, estirarse la cara, hay unas clases nuevas que haces bici y música muy alta, dicen que nadar a mar abierto es lo mejor, tengo un amigo que se ha puesto su propio plasma en la cara está fenomenal, estos pantalones solo te pueden quedar bien a ti, te hidrata mucho los labios es solo un pinchacito no se nota, me he comprado este rodillo para la celulitis, ya os diré si funciona. Ellas no te juzgan por tener la belleza como destino, ellas como tú y como yo, no están cómodas ante un espejo y están luchando contra ello, cada una a su manera, mientras en mi cabeza repiquetea un no os hace falta nada de todo esto, jodidas perfectas.
Y sales de ahí contenta por estar un poco todas igual (de mal), de estar en la mierda, pero bien acompañada. No te juzgan, pero dentro de ti sabes que algo no está bien, que no es coherente que tus conversaciones más naturales sean alrededor de una supuesta perfección para llegar a casa y recordar que eso está mal. Que ahí está el puto libro de Naomi Wolf y bell hooks (recordando a este cuerpo blanco, normativo, sin rastro de violencia ni discriminación, que no hay motivo de queja) y Liv Strömquist, ¿te acuerdas que lo subrayaste entero? ¿Te acuerdas que has tenido la desfachatez de recomendárselo a todo el mundo? Tú tan leída e informada sabes que el cuerpo no es el centro, y que a la próxima dirás algo, de verdad que lo dirás. Espero que el rodillo para la celulitis no lo hayas comprado por Amazon, dirás.
Cállate, hipócrita de mierda.
¿Con qué cara te recomiendo yo ahora la novela gráfica La sala de los espejos de Liv Strömquist? Pero de verdad que hay una muy buena reflexión sobre los cánones de belleza y las distorsiones que vivimos por culpa de lo que encontramos detrás de la pantalla del móvil.
Hay un cuerpo que no es mío. Que cuando estoy contenta, cuando estoy a punto de salir a bailar, cuando he tenido un buen día, cuando salgo dando saltitos de casa, ese cuerpo ya no es mío, me olvido, no hay brazos ni piernas ni goma de las bragas que apriete el muslo. Hay un cuerpo que no es mío, que me olvido. Un cuerpo que no es mi persona ni mis palabras ni lo que pienso. Hay un cuerpo que descubro en los reflejos de las tiendas, cuando ando y me pregunto quién es esa que me acompaña. Este cuerpo que no es mío y que disocio, y que cuando no duele siento que vamos cada uno por su lado, es simplemente algo que me sostiene, unas piernas que me llevan a sitios, un hombro donde reposo el bolso, un trasero sobre el que descanso. Hay un cuerpo que no es mío, al que cuando veo en cualquier reflejo solo quiero preguntarle ¿y tú desde cuándo estás aquí?
Esto es algo que ya he contado pero te lo explico, Laura, porque me ayuda a coger perspectiva. Durante la pandemia perdí de vista el mundo. Conseguí superar la adolescencia con algún intento de vómito sin éxito para llegar al confinamiento y perder la cabeza. Mientras veía por televisión las noticias sobre cómo la gente hacía pan y galletas y pasteles en casa, me cerré en banda y pasé a alimentarme de bloody mary. Alcohol, tomate y un trozo de apio, por decir algo.
Trabajaba, trabajaba, trabajaba, hacía un vídeo de Patry Jordán, volvía a trabajar, hacía más ejercicios, más sentadillas y más abdominales, y al día siguiente vuelta a empezar. No he hecho ejercicio de esta manera en mi vida. Lo dicho, perdí el mundo de vista, perdí conciencia de mi cuerpo, cada día me miraba al espejo sin tener referencia de otros cuerpos, no tenía las medidas tomadas, mi cuerpo era un coche nuevo entrando en un parking y chocando con todas las columnas, no sabía cuánto tenía que ocupar ni medir, solo me tenía a mí frente a un espejo y muchas chicas en Instagram. Malditas chicas de Instagram.
Por aquellos días hice ese vídeo —estábamos demasiado aburridas, perdón— de lo que veía en Instagram, tenía ciertas sospechas, supongo.
¿Por qué me cuesta tanto asimilar, entender, impregnar todas mis partes del cuerpo con ese escepticismo alrededor de la belleza, dieta, perfección? Por qué narices no hago el clic. Por qué me da flojera cuando tengo que comprarme un bikini, cuando me veo en movimiento en un vídeo
Volví(mos) a la realidad, mi cuerpo volvió a ocupar el espacio que le correspondía, vi otros cuerpos por la calle, otras formas, y nunca más he vuelto a saber nada de Patry Jordán ¿Estará bien? Espero que no.
Y de verdad que estoy bien, de cara a la galería fenomenal. Como diría un ex: por redes se te ve genial. Pero ¡ay, nuestras cabecitas!
Pero este año, este año, este año no sé qué ha pasado, Laura. Tengo los textos de Norah Ephron que me calman, tengo referentes por todos lados, quiero comprarme online un bikini y la modelo tiene celulitis, leo newsletters sobre cómo la rutina de skin care es otro engaño más y leo a Marta reivindicarse sobre ser mujer con barba.
Encima de los escenarios, en las películas, en las tramas de las series, hay diversidad de cuerpos y bellezas complejas, y las niñas están creciendo con referentes... Y cuando siento que deberíamos estar todas de la mano deslizándonos por un tobogán hecho de arcoíris y purpurina con unos unicornios que gritan ¡todos los cuerpos son válidos! ¡Todas sois perfectas!, me descubro dentro de un probador diminuto con el rímel medio corrido y la mirada asustada de quien se ve por primera vez en un espejo iluminada a 2.000 lúmenes, con el pelo aplastado y las puntas abiertas, la cara roja y grasienta, ese sujetador que llevas diez años diciendo que tirarás y unos tejanos que no es que la talla 38 apriete el coño, es que ¡este no es mi cuerpo! ¡Quién es esta persona que ha entrado conmigo a probarse ropa!
Y entonces llega la culpa. La culpa de ser la tonta de la clase. ¿Dónde está todo ese pensamiento crítico cuando se le necesita? ¿No puede Liv Strömquist acompañarme a comprar tejanos? ¿Por qué me cuesta tanto asimilar, entender, impregnar todas mis partes del cuerpo con todo ese escepticismo alrededor de la belleza, dieta, perfección? Por qué narices no hago el clic. Por qué me da flojera cuando tengo que comprarme un bikini, cuando me veo en movimiento en un vídeo, cuando me subo unos pantalones, cuando me dicen que pose para una foto.
Me saqué el teórico a la primera, y no fue hasta la quinta vez y con mucha paciencia del profesor que conseguí sacarme el carnet de conducir. ¿Significa esto que llevamos la teoría bien, Laura, pero que necesitamos unos cuantos intentos más para superar la práctica? ¿De la mano de quién?
Y esa culpa de ser la última de la clase, rápidamente se convierte en rabia. Lo voy a decir rápido, Laura, y que quede entre tú y yo, porque me avergüenzo en lo más profundo. No sé ni cómo explicarlo, mi cabeza está intentando rebajarlo a la hora de formularlo, pero no hay manera de embellecerlo, es feo y crudo y burdo, ahí va: me alegré de ver cómo el cuerpo de una conocida se transformaba. Sí, como oyes, Laura. Como la mala de la película que dice come, come tú esto, que te sentará mejor a ti que a mí. Me duele la tripa al descubrir tanta maldad en mí. Porque aquí ya no es la vergüenza, el disgusto con una misma, sino que para no ahogarme en mi desagrado quiero hundir otros cuerpos conmigo.
Ese pensamiento cruzó tan rápido y de forma tan áspera mi mente como el pensamiento de vuelta: esa conocida está más feliz que nunca, todo le va bien, la vida le sonríe. Y punto.
Peor que la vergüenza es el disgusto con los pensamientos de una. ¿Quién nos sacará de aquí, Laura?
Siempre tuya,
Andrea
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