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Aguirre no sabía nada y los niños vienen de París

Esperanza Aguirre anuncia su dimisión como concejal del Ayuntamiento de Madrid, el 24 de abril de 2017.

Ignacio Escolar

Esperanza Aguirre dimite por tercera vez, la definitiva. Se despide para siempre, acorralada por la corrupción, con su imagen quemada, con su número dos y su número tres en prisión, con todo su entorno político imputado o temeroso de una imputación. Su Gobierno al frente de la Comunidad de Madrid va camino de ser recordado como el del GIL en Marbella, como el de Pujol en Cataluña, como otro ejemplo histórico de una era de latrocinio e impunidad. Llegaron con el tamayazo, se van detenidos por la Guardia Civil.

Vistos los sumarios que investiga la Audiencia Nacional, en el Gobierno de Esperanza Aguirre solo había dos tipos de políticos: los que robaban y los que callaban. La lideresa también pertenece a una de estas dos clasificaciones porque no parece que hubiese ninguna más. No hay prueba alguna de que Aguirre robara –aunque su cara esté en todos los carteles electorales que se pagaron con fondos en B–, pero es imposible creer que nunca viese nada en los muchos años que compartió junto a Ignacio González o Francisco Granados. Porque es increíble que alguien con un dedo de frente y mínima información no supiese lo que hoy todos ya sabemos, lo que muchos ya sabíamos, sobre Granados, sobre González, sobre el Canal o sobre Fundescam.

Esperanza Aguirre, hipócrita hasta el final, dice ahora que ha sido “engañada y traicionada” por su delfín. La líderesa siempre mintió así, con esa mezcla entre desparpajo y populismo, con esa falsa inconsciencia que la ha llevado hasta aquí. Solo alguien como ella es capaz de dimitir tres veces en cinco años. Solo la caricatura en la que se ha convertido, víctima de sus propios excesos, de años de poder absoluto y de la adulación de los demás, es capaz de seguir manteniendo hasta hoy que su problema con González es que ella “no vigiló”.

Aguirre miente, como es habitual. No hacía falta que vigilase nada, bastaba con haber escuchado todas las veces que le avisaron de que su número dos apestaba a corrupción. El expediente de Ignacio González es tan largo como conocido –al menos para los lectores de eldiario.es–. El campo de Golf del Canal, el pelotazo de Martinsa, el testaferro compartido con Enrique Cerezo, el ático de Estepona, el casoplón de Madrid, las mamandurrias de su familia, los negocietes con arte de su mujer, la Ciudad de la Justicia, los hospitales privatizados, el tren de Navalcarnero, su viaje a Sudáfrica pagado en efectivo, la gestapillo de Madrid… Hay tantos y tan variados agujeros en la gestión de esos años de la Comunidad de Madrid que la duda es si hubo algún concurso, algún contrato, alguna adjudicación, que no tuviese un porcentaje para González, para Granados, para López Viejo o para algún otro comisionista de los muchos que prosperaron por allí.

Ahora se entiende mejor la obsesión de Ignacio González por la seguridad, por la privacidad de las comunicaciones, por los espías y por los móviles seguros. Pocas cosas teme más un corrupto que los pinchazos telefónicos. Durante una temporada, los consejeros de la Comunidad de Madrid y sus principales altos cargos utilizaron unos teléfonos con tarjeta prepago que se cambiaban cada quince días para evitar rastreos, con un método más propio del cártel de Medellín. La iniciativa fue de González, el mismo González que después pagó más de cien mil euros a Indra para que les preparase unos móviles encriptados y seguros, capaces de garantizar las comunicaciones sin el temor a una intervención.

Por supuesto, esa factura para proteger de pinchazos a la banda de González la pagamos entre todos, con el dinero de la Comunidad de Madrid; igual que los espías de la gestapillo; igual que los dosieres de sus rivales políticos; igual que los detectives a sueldo del Canal; igual que el enorme presupuesto de publicidad institucional con el que compraba medios afines; igual que los abogados con los que González intimidaba a los periodistas que nos atrevíamos a denunciar.

Aguirre protegía a González y González peloteaba a Aguirre, fue una simbiosis eficaz. “Para sobrevivir en política lo importante es cuidar al elector… al que te elige en las listas”, decía en privado Ignacio González en uno de sus chistes preferidos. Eran los años en los que amenazaba a la oposición con dosieres –inventados y reales– si levantaban mucho la voz o no cedían a sus pretensiones. “¿Ves esta carpeta? Es sobre ti”, decía a sus rivales en su despacho. Solía grabar cada conversación.

A veces la amenaza funcionaba. El mapa del poder del aguirrismo se extendía hasta parte del terreno de la oposición, partícipe de silencios y mamandurrias, como el botín de las Black y Caja Madrid. Cuando Aguirre intentó colocar a González al frente de esta caja, lo hizo cerrando un pacto con los sindicatos y los partidos rivales. Todos ellos, al menos sus principales líderes en Madrid, sabían perfectamente que en ese local se jugaba. También quién era el mayor tahúr.

Tras la primera dimisión de Aguirre, el aguirrismo se rompió en dos y sus huestes tuvieron que elegir entre papá y mamá. Ambos eran conscientes de que solo podía quedar uno: que Rajoy optaría por ella o por él para las elecciones municipales y autonómicas de 2015, pero que los dos en el mismo ticket no podrí ser. Finalmente ganó Aguirre y González no se pudo presentar. Desde el mismo momento en que perdió la presidencia sabía que algún día llegaría su detención. Siempre caén así, cuando pierden el escudo que les da el poder.

Pero durante esos últimos meses, hasta que aquella guerra interna se cerró, la propia lideresa temió ser espiada por su propia criatura. “González está obsesionado con la seguridad”, decía Aguirre. Ella sabía perfectamente los métodos y maneras de esa obsesión, que tantas veces y con tan buen resultado aplicó. Sus víctimas le acusan de colocar cámaras en los portales para grabar a políticos infieles cuando iban a casa de su amante, de rebuscar expedientes en clínicas abortistas, de contratar a comisarios para elaborar informes… Todo valía para atacar a sus enemigos y sacarlos de la vida pública.

Cincuenta millones de euros, cien millones de euros, doscientos millones de euros… Los cálculos que hacen los investigadores de esta trama de corrupción sobre su patrimonio escondido son tan escandalosos como probablemente fundados. Solo sus dos casas conocidas valían más que lo que González ganó en tres décadas en política. Aguirre conocía ambas propiedades, y gran parte de los demás asuntos en los que intervenía su clan, del Canal al campo de golf de Chamberí.

Aguirre sabía del tren de vida que llevaba su pupilo. También sabe sumar dos más dos. No dijo nada. No denunció nada. Puso la mano en el fuego por él y le defendió públicamente en todas y cada una de las ocasiones en las que alguien preguntó. Aguirre siempre le amparó porque era muy consciente, como así ha sido, de que la caída de González también sería su fin.

Para Aguirre, la dimisión no es lo peor que le puede ocurrir. Las últimas palabras del hoy encarcelado han sido una advertencia nada sutil. “Este marrón no me lo como yo solo”, dicen que dijo González cuando fue detenido por la Guardia Civil. Porque el marrón, de gran tamaño, aún está por repartir. 

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