“No quiero abolir el Gobierno”, decía hace diez años Grover Norquist, uno de los políticos más influyentes en la Administración de George W. Bush. “Me conformo con reducirlo hasta un tamaño que nos permita ahogarlo en la bañera”. Aquel sueño húmedo de los neoliberales se está haciendo realidad. Sarcasmos de la gran depresión: ha sido el flagrante fracaso de sus mitos sobre la desregulación financiera y el Estado sumergible, ese mismo error que nos llevó a la crisis, lo que les ha dado su gran oportunidad.
En Portugal –ese país vecino que nos permite adivinar nuestro futuro cercano–, el Gobierno se ha rendido ya. Ayer su presidente, Pedro Passos Coelho, anunció una “ambiciosa reforma del Estado para hacerlo viable”, después del fracaso de su programa austeridad. Passos Coelho no ha dado detalles concretos de su propuesta, pero podemos temernos lo peor. Donde dice “reformas” lean recortes. Donde dice ambiciosa lean “violenta”. Donde pone “viable” en realidad quieren decir imposible de soportar. Traducido: hablamos de un nuevo presupuesto público jibarizado, de un Gobierno que probablemente se vea obligado a renunciar a parte de sus funciones y servicios porque va a ser simplemente incapaz de garantizar siquiera los mínimos de eso que una vez se llamó Estado del bienestar.
La diferencia entre España y Portugal es sencilla: un año de diferencia. En Portugal preparan el despido de decenas de miles de empleados públicos; en España algunos decretos allanan ese camino. El más preocupante de esta semana: el nuevo reglamento de despidos colectivos de la Administración. Bastará con que los ingresos de un departamento dentro del sector público caigan “un 5%” para que puedan echar a la calle a los trabajadores con los criterios más duros de la reforma laboral: 20 días por año trabajo con un máximo de 12 mensualidades.
El requisito del 5% es puramente ornamental: es el Gobierno el que decide cuántos ingresos tienen cada una de sus ramas al poner la cifra en los Presupuestos. En la práctica, equivale a decir que el Estado tendrá vía libre para despedir de forma procedente a sus trabajadores, amparándose en las rebajas de la reforma laboral. Hablamos de unos 840.000 trabajadores, entre personal laboral y empleados de empresas públicas, a los que desde hoy se podrá ahogar en la bañera con total impunidad.
“No quiero abolir el Gobierno”, decía hace diez años Grover Norquist, uno de los políticos más influyentes en la Administración de George W. Bush. “Me conformo con reducirlo hasta un tamaño que nos permita ahogarlo en la bañera”. Aquel sueño húmedo de los neoliberales se está haciendo realidad. Sarcasmos de la gran depresión: ha sido el flagrante fracaso de sus mitos sobre la desregulación financiera y el Estado sumergible, ese mismo error que nos llevó a la crisis, lo que les ha dado su gran oportunidad.
En Portugal –ese país vecino que nos permite adivinar nuestro futuro cercano–, el Gobierno se ha rendido ya. Ayer su presidente, Pedro Passos Coelho, anunció una “ambiciosa reforma del Estado para hacerlo viable”, después del fracaso de su programa austeridad. Passos Coelho no ha dado detalles concretos de su propuesta, pero podemos temernos lo peor. Donde dice “reformas” lean recortes. Donde dice ambiciosa lean “violenta”. Donde pone “viable” en realidad quieren decir imposible de soportar. Traducido: hablamos de un nuevo presupuesto público jibarizado, de un Gobierno que probablemente se vea obligado a renunciar a parte de sus funciones y servicios porque va a ser simplemente incapaz de garantizar siquiera los mínimos de eso que una vez se llamó Estado del bienestar.