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21 de julio de 2020 22:31 h

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Pocas decisiones individuales y aparentemente poco trascendentes han tenido tantas consecuencias. El ser humano es lo que come, decía el filósofo Ludwig Feuerbach. Y es incluso más que eso. Nuestra alimentación no es solo uno de los factores que más afecta a nuestra salud, a nuestra esperanza de vida, a nuestro bienestar. Es también el vector clave en la evolución de todas las civilizaciones, de nuestro linaje genético y del planeta que habitamos. Sin los cambios en la alimentación no se entiende nuestro pasado. Tampoco el futuro que nos espera.

Cultura viene de agricultura: de cultivo. Porque en el cómo nos alimentamos se explica gran parte de la historia. No es posible entender lo ocurrido en el último millón de años en la Tierra sin comprender los cambios provocados por el instinto más primario de cualquier ser humano: saciar el hambre. Comer ha sido, en última instancia, el verdadero motor de la historia. Fue el hambre la que nos bajó de los árboles. Fue también el hambre la que probablemente nos expulsó del paraíso de los cazadores recolectores y condenó a la inmensa mayoría de nuestra especie a una vida peor: a ganarse el pan con el sudor de la frente.

No está claro si fue el hombre el que domesticó el trigo o el trigo el que domesticó al hombre, como defiende el historiador Yuval Noah Harari. Con la llegada de la agricultura, el abandono del nomadismo, la población humana se disparó y también la evolución tecnológica. No habríamos alcanzado la Luna sin ese cambio. Pero en el camino pagamos un precio altísimo: nuestra esperanza de vida se desplomó y miles de generaciones sufrieron después una vida paupérrima, la de un simio diseñado por la evolución para trepar por los árboles que fue esclavizado por el cultivo del cereal, obligado a trabajar de sol a sol y a romperse la espalda con una azada por los siglos de los siglos. Fue, en palabras del antropólogo Jared Diamond, “el peor error de la historia de la humanidad”.

De la agricultura y la ganadería también surgieron varios de los grandes males de la historia. Las enfermedades más mortales, herederas directas de la ganadería, de donde salen la mayor parte de los gérmenes. La dominación de unos sobre otros, porque las clases sociales son la consecuencia indirecta de la especialización en el trabajo que llegó con la explosión de la agricultura. Ahí nacen también los imperios, la servidumbre, la esclavitud, las peores guerras.

La forma en la que nos alimentamos continúa transformando el planeta. Hoy la Tierra está llegando a su límite y en la emergencia climática nuestra alimentación también tiene una importante cuota de culpa. Consumimos emisiones contaminantes cuando compramos alimentos perecederos producidos a miles de kilómetros de distancia –las piñas frescas traídas por avión desde América a Europa son, probablemente, el ejemplo más claro–. También la carne está en cuestión, por su responsabilidad en las emisiones de gases de efecto invernadero.

Este nuevo monográfico de elDiario.es intenta dar respuesta al laberinto de la alimentación, a las principales preguntas sobre uno de los temas clave para nuestro futuro. Porque somos lo que comemos, pero también seremos lo que comamos.

Pocas decisiones individuales y aparentemente poco trascendentes han tenido tantas consecuencias. El ser humano es lo que come, decía el filósofo Ludwig Feuerbach. Y es incluso más que eso. Nuestra alimentación no es solo uno de los factores que más afecta a nuestra salud, a nuestra esperanza de vida, a nuestro bienestar. Es también el vector clave en la evolución de todas las civilizaciones, de nuestro linaje genético y del planeta que habitamos. Sin los cambios en la alimentación no se entiende nuestro pasado. Tampoco el futuro que nos espera.

Cultura viene de agricultura: de cultivo. Porque en el cómo nos alimentamos se explica gran parte de la historia. No es posible entender lo ocurrido en el último millón de años en la Tierra sin comprender los cambios provocados por el instinto más primario de cualquier ser humano: saciar el hambre. Comer ha sido, en última instancia, el verdadero motor de la historia. Fue el hambre la que nos bajó de los árboles. Fue también el hambre la que probablemente nos expulsó del paraíso de los cazadores recolectores y condenó a la inmensa mayoría de nuestra especie a una vida peor: a ganarse el pan con el sudor de la frente.