Periodista de formación, publicista de remuneración. Bilbaíno de paraguas y zapatos de cordones. Aficionado a pasear con los ojos abiertos pero mirando al frente y no al suelo, de ahí esta obsesión con las baldosas.
Pitar es divertido
Los himnos son símbolos muy exigentes. Así como las banderas y los escudos únicamente precisan “estar ahí” a la vista de todos, del conmovido, del desafecto o del adversario, los himnos requieren una actitud más proactiva. No hay más que ver a los deportistas de otros países cantándolos con fervor, algunos con la mano en el corazón.
En España (y en Euskadi) el fervor lo reservamos para la tribu propia, no para la nación así que nunca ha cuajado mucho eso de los himnos. Hay que reconocer que el hecho de que ni el himno vasco ni el español tengan letra y, por tanto, solo pueda uno participar escuchando la melodía, no ha ayudado a hacerlos populares, pero a cambio ambos tienen la enorme ventaja de ahorrarnos el bochorno de vernos cantar a voz en grito inquietantes estrofas como las alabanzas “a nuestros brazos vengadores”, que hacen en Francia con La Marsellesa, o al “estruendo de bombas y resplandor de cohetes” de los americanos, ni apelar al “corazón quemado de Austria”, como los italianos, ni tampoco invocando “a las mujeres, la lealtad, el vino y las canciones alemanas”. Todo esto sea dicho desde el mayor respeto a los sentimientos y tradiciones de nuestros vecinos.
En el tiempo en que el fútbol era un deporte de caballeros despreciar un himno nacional se hubiese considerado una “deplorable falta de estilo”, pero lo mismo ocurría entonces con las faltas intencionadas, con las pérdidas de tiempo, con los hachazos a la rodilla del delantero que se escapa, con las patadas en el suelo…con todas esas cosas que hoy se consideran lances normales de juego.
Ya nadie se extraña, y menos aún se escandaliza, de que los partidos de máxima rivalidad sean clasificados como de “alto riesgo”, como si se tratase de fenómenos meteorológicos, y nos parece lo más normal del mundo que en esos casos las hinchadas de los equipos sean pastoreadas por fuerzas antidisturbios que se ocupan de que accedan y abandonen el campo sin mezclarse jamás.
El fútbol se ha convertido en el espacio físico en el que, armados de testosterona y parapetados en el anonimato de la masa, damos rienda suelta a nuestro yo gamberro. Nada que ver con el Fair play, que tuvo en otros tiempos. El fútbol es hoy un campo reseco para la educación y la cortesía, pero sus gradas son un vergel en el que resulta muy fácil conseguir que prosperen la bronca, el desprecio y el insulto, que son cosas reprobables, pero muy divertidas.
Yo, que no soy de himnos, de ninguno, creo que la pitada es un desahogo más de los muchos de los que el fútbol es ahora escenario principal. Y ni de lejos el peor de tales desahogos. Pero no ignoro que muchos de quienes la han promovido y la acogieron con indisimulada satisfacción no son en absoluto tan descreídos respecto a los símbolos patrios como yo. Todo lo contrario; aunque reivindiquen ahora el derecho a la libertad de expresión y la soberanía de los graderíos, jamás aceptarán que esa misma libertad y ese derecho de la muchedumbre se utilizase para insultar a sus propias banderas, sus himnos ni ninguna de sus fuertes convicciones nacionalistas que desprecian en los demás pero que reivindican, orgullosos, para sí.
Afortunadamente el Lehendakari no está entre ellos y su expresión: “lo que no quiero para mí no lo quiero para los demás” es un punto de cordura muy apreciable que le honra porque demuestra que no se ha querido dejar llevar por la marea.
Porque en esto y en el rascar, dicen que todo es empezar. Una vez descubierto lo divertido que es pitar aquello que se supone que otros estiman, y si encima tan cosa es ennoblecida como supuesto acto de libertad y no de gamberrismo, no es nada improbable que de ahora en adelante en otros campos se animen a manifestaciones parecidas y, como pasó con las insoportables pero estupendas vuvucelas, pitar y despreciar himnos pueda ser la nueva moda de los estadios.
A mí me dará igual, no soy ni de fútbol ni de himnos, pero a muchos de los que repartían silbatos a la entrada del Camp Nou no les va a hacer ninguna gracia y sospecho que mañana, de producirse, considerarán desprecio intolerable esa manifestación que hoy califican de irreprochable acto de libertad de expresión. Puede que el himno de España sea únicamente el primero de todos al que se le pitó de forma tan bien organizada. Veremos.
Los himnos son símbolos muy exigentes. Así como las banderas y los escudos únicamente precisan “estar ahí” a la vista de todos, del conmovido, del desafecto o del adversario, los himnos requieren una actitud más proactiva. No hay más que ver a los deportistas de otros países cantándolos con fervor, algunos con la mano en el corazón.
En España (y en Euskadi) el fervor lo reservamos para la tribu propia, no para la nación así que nunca ha cuajado mucho eso de los himnos. Hay que reconocer que el hecho de que ni el himno vasco ni el español tengan letra y, por tanto, solo pueda uno participar escuchando la melodía, no ha ayudado a hacerlos populares, pero a cambio ambos tienen la enorme ventaja de ahorrarnos el bochorno de vernos cantar a voz en grito inquietantes estrofas como las alabanzas “a nuestros brazos vengadores”, que hacen en Francia con La Marsellesa, o al “estruendo de bombas y resplandor de cohetes” de los americanos, ni apelar al “corazón quemado de Austria”, como los italianos, ni tampoco invocando “a las mujeres, la lealtad, el vino y las canciones alemanas”. Todo esto sea dicho desde el mayor respeto a los sentimientos y tradiciones de nuestros vecinos.