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Sobredosis de ficciones

Decía Antonio Rivera hace unos días en este mismo periódico, en un artículo rebosante de ideas —y de cuyo cinismo de fondo no creo que sea consciente ni él mismo— que es urgente elaborar nuevos relatos, mitos o “mentiras” fundacionales que nos cohesionen socialmente como comunidad en un momento en el que el mito de la democracia se resquebraja. Construida sobre la falacia de que pueden ser iguales en derechos quienes no lo son en recursos, la democracia liberal sigue soportando grandes niveles de desigualdad y corrupción y permite que determinados estamentos mangoneen. Sostiene Rivera que el sistema se mantiene porque la ciudadanía es capaz de asumir sus mentiras siempre que disfrute de beneficios económicos, pero que si estos desaparecen, las mentiras se vuelven insoportables. El resultado es la desafección, el desprecio a los representantes y la quiebra del sistema democrático.

Como dijo Blas de Otero en un hermoso poema en prosa, “esto no es triste porque es verdad”. Las sociedades humanas no son sino agrupaciones de beneficiarios que conviven en armonía mientras el beneficio se reparta, aunque sea de manera desigual, pero que se vuelven hostiles cuando, en lugar de recibir, toca aportar. Sólo la promesa de un futuro venturoso hace la espera soportable. Sin esperanza, las crisis estallan.

Lo que ocurre es que este panorama no es exclusivo de la democracia liberal. La igualdad de derechos sigue siendo un objetivo pendiente de cualquier asociación humana y las que más presumen de igualitarias suelen ser, precisamente, las que establecen los más férreos controles jerárquicos y disciplinarios para que esa igualdad sea tan sólo aparente y siempre al precio de la anulación de las libertades, de la crítica y del individuo. En cuanto a la otra igualdad, la de los recursos, sí que entra en el territorio del mito y la utopía, palabra que, como todo el mundo sabe, significa tanto “un buen lugar” como “en ningún lugar”.

Es precisamente la democracia liberal el único sistema que, hasta la fecha, regula sus métodos de regeneración de forma pública. El único que permite que la desafección hacia el propio régimen tenga cauces legales para manifestarse. El único que admite que los desafectos puedan llegar al poder por el procedimiento de ser mayoría y ganar unas elecciones.

Por eso es absolutamente normal y hasta previsible que quienes fingían aceptar la monarquía por su labor diplomática y vagamente decorativa, se vuelvan republicanos al descubrirse el choriceo o la afición del monarca por disparar a Dumbo o al oso Yogi.

Como también es normal, aunque triste, que los defensores de la responsabilidad social y de la distribución solidaria de la riqueza tengan que amputarse a machetazos una cooperativa no viable, como ha tenido que hacer la Corporación Mondragón con Fagor Electrodomésticos. ¿Quiere esto decir que el cooperativismo está en crisis? Claro, como siempre. Pero sobre todo nos dice que es capaz de afrontar sus problemas, ofrecer soluciones y activar sus mecanismos de solidaridad para saber estar a las duras y a las maduras sin renunciar a su modelo.

Es en las situaciones de crisis cuando las grandes ideas que han dado forma al pensamiento humanista —comunidad, solidaridad o, ejem, sanidad— se ponen a prueba y en donde aparece lo mejor y lo peor de la especie y de sus organizaciones.

Es precisamente en estos momentos cuando el nacionalismo, es decir, la ideología de los propietarios autóctonos remisos a socializar los beneficios, florece. En época de vacas gordas participa en el paripé, aunque poniendo de vez en cuando cara de asquito, como si le olieran los dineros que recauda en el negocio de urinarios. Pero cuando toca estar a las duras, es decir, cuando toca hacer efectiva la solidaridad real con los no autóctonos, renunciando al beneficio y participando en las pérdidas, es cuando los hechos diferenciales entran en erección, digo erupción, y todas las soluciones pasan por soltar lastre. Se hablará de problemas entre naciones y países, pero se trata siempre de dinero, de money, de pasta, de guita, de la pela; el resto es simulacro. Los independentistas catalanes, vascos o escoceses, o esos euroescépticos británicos que tanta gracia hacen cuando eruptan “verdades” como puñetazos —como hacía aquel Gil y Gil, tan simpático— podrán cantar todas las milongas que quieran, pero en ultima instancia sabemos que en su proyecto ombligocéntrico sobran todos menos ellos.

En fin, ni siquiera organizaciones presuntamente solidarias como los sindicatos se dan por aludidas en momentos de crisis por propuestas audaces como el reparto del trabajo: trabajar menos para que trabajen más personas. Cuando fingen aceptarlas lo hacen con condiciones surrealistas, «vale, pero sin bajar los sueldos», que es como una reedición del milagro de los panes y los peces pero con vacaciones pagadas y cesta de navidad.

¿Necesitamos realmente nuevas mentiras? ¿Nuevos mitos fundacionales para sostener la ilusión de la democracia como comunidad de intereses? Lo dudo mucho. Creo más bien que de lo que estamos hartos es de ficciones y simulacros. La vida política parece haberse vaciado de grandes proyectos y de ideas nobles para convertirse en una representación, en una especie de juego de machos en donde los aspavientos y la exhibición de cornamentas ocupan el lugar de los debates para alcanzar acuerdos. Y no hay alternativa a la búsqueda de acuerdos entre diferentes posiciones que no sea la lucha y, en última instancia, la guerra.

No soy tan ingenuo como para no darme cuenta de que el comportamiento humano, como el del resto de predadores, se basa en relaciones de dominio. Que formamos sociedades jerarquizadas y que tendemos a elaborar concepciones agónicas de la realidad; que nuestras fantasías, incluidas las artísticas, están repletas de batallas, luchas, triunfos y derrotas. Por eso me parece tan lírico y edificante el intento de un sistema de convivencia basado en el acuerdo, en la idea de que todo el mundo, buscando su propio beneficio y el de su grupo, contribuye al bien general. Tan sólo se trata de regularlo con eficacia, honestidad y transparencia para evitar los comportamientos destructivos y depredadores. Por mucho que lo intento no se me ocurre un sueño más razonable y posible. Ni más utópico.

Decía Antonio Rivera hace unos días en este mismo periódico, en un artículo rebosante de ideas —y de cuyo cinismo de fondo no creo que sea consciente ni él mismo— que es urgente elaborar nuevos relatos, mitos o “mentiras” fundacionales que nos cohesionen socialmente como comunidad en un momento en el que el mito de la democracia se resquebraja. Construida sobre la falacia de que pueden ser iguales en derechos quienes no lo son en recursos, la democracia liberal sigue soportando grandes niveles de desigualdad y corrupción y permite que determinados estamentos mangoneen. Sostiene Rivera que el sistema se mantiene porque la ciudadanía es capaz de asumir sus mentiras siempre que disfrute de beneficios económicos, pero que si estos desaparecen, las mentiras se vuelven insoportables. El resultado es la desafección, el desprecio a los representantes y la quiebra del sistema democrático.

Como dijo Blas de Otero en un hermoso poema en prosa, “esto no es triste porque es verdad”. Las sociedades humanas no son sino agrupaciones de beneficiarios que conviven en armonía mientras el beneficio se reparta, aunque sea de manera desigual, pero que se vuelven hostiles cuando, en lugar de recibir, toca aportar. Sólo la promesa de un futuro venturoso hace la espera soportable. Sin esperanza, las crisis estallan.