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Impuesto de sucesiones: ninguna desigualdad sin responsabilidad
El impuesto de sucesiones es un impuesto esencialmente justo. Sí, ha leído bien. Un tributo directo, de carácter progresivo, que grava la transmisión 'mortis causa'. Un impuesto que no penaliza la muerte, ni cosa parecida, como se dice en las tertulias desde las que a diario acusan al Estado de diversos y variopintos delitos patrimoniales, sino que sirve, simplemente, para que esa tan machaconamente repetida igualdad oportunidades tenga algo que ver, mínimamente, con su concreción real.
El impuesto de sucesiones es progresivo porque permite, lógicamente, mantener un mínimo exento por heredero que garantice que las clases trabajadoras no paguen un duro por lo que heredan. Admite, además, la previsión, como es también habitual, de reducciones por parentesco para cada heredero, bonificaciones por vivienda habitual y otras. No hay de hecho diseño del impuesto de sucesiones que no prevea dichos mínimos exentos y dichos beneficios fiscales. Uno de los grandes problemas del Impuesto de Sucesiones es la confusión generalizada a la que los próceres de ondas, redes y propaganda varia nos someten cuando de dicho tributo se trata de analizar.
No hay doble imposición por algo tan sumamente sencillo como que quien tributó en su día por los bienes que el heredero recibe con ocasión de la citada transmisión 'mortis causa' no es obviamente el heredero sino el causante
No hay doble imposición porque, entre otras cosas, el hecho causante es distinto a aquel que dio lugar a la adquisición de los bienes que ahora se heredan. Cuando tu padre, madre o tío pagó por una vivienda, esa transmisión 'inter vivos' nada tiene que ver con la siguiente transmisión, la que se produce con ocasión del fallecimiento del 'causante'. Suponer que uno y otro son hechos imponibles iguales es tanto como equivaler la transmisión de un inmueble cuando lo compras a la inmobiliaria -pagando IVA- y luego lo vendes años después a un particular -nueva transmisión por la que dicho particular abonará el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales-. ¿Hay doble imposición aquí? Nadie en su sano juicio sostendría tal cosa.
No hay doble imposición por algo tan sumamente sencillo como que quien tributó en su día por los bienes que el heredero recibe con ocasión de la citada transmisión 'mortis causa' no es obviamente el heredero sino el causante. Mi padre, madre o tía no son la misma persona que yo, a no ser que creamos en hechicerías o reencarnaciones. El sujeto pasivo del Impuesto de Sucesiones es el heredero; el sujeto pasivo de aquellos otros impuestos -ya fueran IVA, ITP o IRPF- fue el causante, quien ahora fallece. Siendo distinto, obviamente distinto, el sujeto pasivo, hablar de doble imposición solo puede responder a un galopante desconocimiento o a un torticero afán por engañar.
Sostener que existe doble imposición porque ese supuesto bien ha pasado por el circuito de nuestro sistema tributario supone dar una patada a cualquier noción esencial y conduciría al absurdo de sostener que el dinero que percibo en nómina, que tributa por IRPF, al estar también sujeto a IVA cuando pago un menú del día en el bar de la esquina o compro un libro en aquella librería, sería igualmente 'víctima' de una supuesta doble imposición. Estas dos últimas transmisiones están sujetas a IVA; sin embargo el dinero que utilizo para realizarlas ya ha tributado previamente en renta. Como los hechos imponibles son diferentes, sostener que hay doble imposición sería dantesco. Pero siguiendo el prejuicioso e ideológico razonamiento...
El problema del impuesto de sucesiones es su mala fama. El sentido común imperante ha adquirido unos peligrosos resabios antiestatistas. De igual forma que en el proceso de emprendimiento se excluye la acción y financiación estatales, la propiedad parece flotar en el vacío sin importar que el Estado la determine y garantice, a través de las leyes, los impuestos y los tribunales de justicia -financiados precisamente con los ingresos tributarios-. Llama la atención que las andanadas individualistas agredan especialmente a un tributo tan liberal como el impuesto de sucesiones. Claro que hace tiempo que el liberalismo 'stuartmilliano' o 'ralwsiano' -aquel con un corte mínimamente igualitario- fue sustituido por las homilías de la mañana en las que 'El Estado nos roba, Papá Estado es omnipresente y el comunismo está a las puertas de tu casa'.
El impuesto de sucesiones puede y debe configurarse garantizando su progresividad y subrayando su justicia. Se estima imperativo recuperar su capacidad normativa por el Estado central y armonizarlo para garantizar un mínimo exento compartido en todo el territorio nacional, poniendo así fin al dantesco espectáculo de agravios comparativos, competencias regionales, y carrera fiscal a la baja que ha terminado operando un vaciamiento de recursos tributarios para el Estado, merma de sus ingresos, con el terrible hándicap que ello comporta para la financiación de nuestro maltrecho Estado del Bienestar.
He ahí otra clave, netamente ideológica: quienes suelen arremeter contra el impuesto de sucesiones desprecian a sabiendas las más elementales nociones de justicia redistributiva. Hablar de sociedad meritocrática, en la que prime el esfuerzo y el trabajo individual, mientras se estigmatiza la posibilidad de que un heredero que recibe bienes valorados en torno al millón de euros, o más allá, tenga que tributar es toda una chanza. Más que meritocrática, parece que la sociedad que se pretende blindar y perpetuar es aristocrática. La de la estirpe, la que en El Quijote refería Sancho Panza al hablar del 'linaje de tener': “Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se atenía”.
Además, la cacería ideológica contra este impuesto, y otros progresivos, bajo el grueso mantra del adelgazamiento del Estado, mientras se recortan servicios sociales y se llevan a cabo ajustes con subidas indiscriminadas de impuestos indirectos - proporcionales y con efectos esencialmente regresivos -, cristaliza en la caracterización generalizada de los impuestos como un robo, en las burdas prescripciones a favor de una rebaja generalizada de impuestos, que ni concreta cuáles, ni cuándo ni cuánto, ni sobre todo los efectos normalmente antisociales de esas rebajas. La culminación de tales andanadas suele rubricarse con la manida fórmula de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente. Se olvida a conveniencia explicar a la población en qué concretos bolsillos queda ese dinero, conjugado el mantra canónico tributario con las políticas de moderación salarial -eufemismo para justificar salarios de miseria generalizados-, y los supuestos incentivos al ahorro privado. Quienes participan de tamaña propaganda son, empero, plenamente conscientes de que el proceso de mermar la capacidad tributaria del Estado mientras se siguen resquebrajando los servicios sociales es una política genuinamente reaccionaria que perjudica especialmente a las clases trabajadoras y a unas clases medias crecientemente depauperadas.
Que sea razonable alargar los plazos de cumplimiento de las obligaciones fiscales, reforzar los ya existentes mecanismos de fraccionamiento o aplazamiento, o incorporar prórrogas sin recargos para la liquidación de este impuesto, no significa que esté mínimamente justificado eliminarlo, si creemos en una mínima noción de justicia, de redistribución. Aquella que nos permite matizar, aunque sea parcialmente, una clara fuente de injusticias: las herencias. La perpetuación de los linajes de tener, ajenos a cualquier criterio de esfuerzo o trabajo personal. Fuente de desigualdades seculares.
Como no creo en una sociedad de linajes y estirpes inamovibles, como sigo pensando en la vigencia de la máxima socialista “ninguna desigualdad sin responsabilidad”, soy un firme defensor del Impuesto de Sucesiones.
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