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Los indios tenían razón

Las fotografías de uno mismo, hechas por otros o mediante esa moda entre el narcisismo y la tontuna que es el ‘selfie’ (los que van por la calle con el dichoso palo extensible adosado a la cámara me recuerdan al bobo galgo de carreras tras la inalcanzable liebre señuelo), dicen bastante de la persona fotografiada y por lo general poco bueno. Lo pensaba el otro día mientras me sacaban una foto de cuerpo entero (de cuerpo presente, habría dicho mi abuela Julia) para una campaña de reciclaje de vidrio con fines altruistas, esos parches bienintencionados contra la desigualdad social que proliferan en Navidad. En la foto en cuestión tenía que fingir una cara de afable campechanía mientras mostraba a la cámara un contenedor verde de juguete que parecía un iglú en miniatura para esquimales enanos poseídos por LSD.

Las fotos no me hacen justicia: suelo salir bastante mejor de lo que merezco; he conseguido fijar en mi careto una especie de sonrisa congelada, de dudosa credibilidad, que tiene más o menos un pase. Por mi oficio de escritor y por dirigir el Festival Ja! Bilbao aparezco en bastantes fotos. Las del festival me agradan porque estoy al lado de artistas que respeto. Mi favorita es una en la que John Cleese, que me saca la cabeza, me estrangula con una presa de cuello, pone una graciosa cara de loco furioso y yo me parto de risa. Otra que me gusta es la del estupor de Robert Crumb cuando le doy la contundente escultura de hierro (30 kilos) que era entonces el símbolo del premio del festival. Ese mismo peligroso hierro lo levantó, mientras estaba sentado, Tom Sharpe sobre su cabeza y yo estoy detrás, al quite, por si le fallaba el brazo (concurría un conseguido pedo de agua de fuego) y se abría el cráneo.

Las fotos de escritor me molan menos. Tenía que estar bien la época en la que a los lectores les daba igual la pinta de un escritor y no aparecía en fotos ni en las solapas de los libros. Pero desde hace muchos años, hay que acompañar con la imagen la promoción del título de turno. En numerosas ocasiones me han pedido poses ‘graciosas’ a las que me he negado menos veces de las que debía. Por ejemplo, me hicieron meterme entre la cuidada floresta de un parque público por no sé qué abstrusa idea y los policías municipales me pegaron la bronca. Pero otras, yo mismo he puesto el medio para hacer el ridículo. Para mi ‘Tratado sobre la resaca’, de 2003, se me ocurrió que lo oportuno era que mi foto en la solapa del volumen fuera con una resaca real, de reglamento, y así lo perpetré: una foto en blanco y negro con albornoz, despeinado, con gafotas, la cara hinchada como un pez globo y unos ojos de haber visto el horror innombrable. Mi madre, que tiene un sentido del humor aún más ácido y lapidario que el mío, me llamó por teléfono para espetarme: “Qué vergüenza, hijo. Ya tienes 43 años. ¿Cuándo vas a dejar de hacer el mamarracho?”.

Los indios tenían razón: las fotos te comen el alma.

Las fotografías de uno mismo, hechas por otros o mediante esa moda entre el narcisismo y la tontuna que es el ‘selfie’ (los que van por la calle con el dichoso palo extensible adosado a la cámara me recuerdan al bobo galgo de carreras tras la inalcanzable liebre señuelo), dicen bastante de la persona fotografiada y por lo general poco bueno. Lo pensaba el otro día mientras me sacaban una foto de cuerpo entero (de cuerpo presente, habría dicho mi abuela Julia) para una campaña de reciclaje de vidrio con fines altruistas, esos parches bienintencionados contra la desigualdad social que proliferan en Navidad. En la foto en cuestión tenía que fingir una cara de afable campechanía mientras mostraba a la cámara un contenedor verde de juguete que parecía un iglú en miniatura para esquimales enanos poseídos por LSD.

Las fotos no me hacen justicia: suelo salir bastante mejor de lo que merezco; he conseguido fijar en mi careto una especie de sonrisa congelada, de dudosa credibilidad, que tiene más o menos un pase. Por mi oficio de escritor y por dirigir el Festival Ja! Bilbao aparezco en bastantes fotos. Las del festival me agradan porque estoy al lado de artistas que respeto. Mi favorita es una en la que John Cleese, que me saca la cabeza, me estrangula con una presa de cuello, pone una graciosa cara de loco furioso y yo me parto de risa. Otra que me gusta es la del estupor de Robert Crumb cuando le doy la contundente escultura de hierro (30 kilos) que era entonces el símbolo del premio del festival. Ese mismo peligroso hierro lo levantó, mientras estaba sentado, Tom Sharpe sobre su cabeza y yo estoy detrás, al quite, por si le fallaba el brazo (concurría un conseguido pedo de agua de fuego) y se abría el cráneo.