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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala
Sobre este blog

'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.

Soledad

Al menos 111 mujeres fueron asesinadas en Argentina en lo que va de año

Muchas veces me sentía como una isla en mi propia casa. La verdad es que con mi marido siempre me sentí de lado. Bueno, a lo mejor él era la isla. Volvía del trabajo, comía y, en­seguida, se marchaba a la calle y no regresaba hasta la noche. Las pocas veces que se quedaba en casa, se refugiaba en algu­na actividad de la que quedaba siempre excluida. En este es­cenario crié a mis tres hijos, todos varones. Sola, siempre sola.

Muchas veces pensé que mi marido consideraba que con entregarme el dinero que ganaba para que organizara el hogar, ya era suficiente, ya había realizado su obligatoria aportación al matrimonio. Como si un hogar fueran esas cuatro paredes llenas de muebles y de aparatos eléctricos que nos proporcio­nan cierto confort y nada más. Como si para convertir un sim­ple piso en un hogar no hiciera falta un calor especial.

Recuerdo que, al principio, cuando los niños eran peque­ños, muy de vez en cuando, Esteban se hacía cargo del mayor o de los mayores mientras yo lavaba o amamantaba al más pequeño. Pero es un recuerdo tan lejano y tan vago que he llegado a pensar que me lo he inventado, que tendría que ser así porque con alguien se tendrían que quedar, pero no lo re­cuerdo en el baño, ni en la sala con los pequeños. Quiero creer que fue así y que no me dejó sola del todo con los tres hijos.

Sin embargo, los recuerdos que son ciertos como que aho­ra estoy aquí escribiendo esto, son recuerdos en los que nunca estaba él. Recuerdo pasear con el carrito y los dos mayores, agarrados a él, caminando a lo largo de la alameda que bor­deaba la ría.

También recuerdo a mis niños jugando en la playa o los paseos dominicales por aquel monte al que íbamos con mi hermano Jesús o las celebraciones de la primera comunión de cada uno de ellos... Bueno, sí, hay una foto en la comunión de Natxo, el mayor, en la que sí aparece él. Sólo en una fotografía y sólo en una comunión.

Otros recuerdos son de profunda tristeza como cuando tuve que llevar a Carlos en taxi al hospital de Cruces porque se ahogaba. Estuvo dos días hospitalizado. A la angustia de no saber qué le pasaba a mi hijo, se le unió la de tener que dejar a los otros donde una vecina. Yo no me podía mover del hospital. Dos angustiosos días y sola. Esteban solo me llamó el segundo día para ver cuándo volvía. Ya, cuando le dieron el alta y vino a buscarnos.

- ¿Cómo se te ha ocurrido dejar la casa abandonada?

- Pero Esteban, Carlos estaba muy grave…

- Perdona, pero Carlos era el que estaba más atendido de todos. Estaba en el hospital y tenía médicos y enfermeras cui­dando su salud; mientras que yo y tus otros hijos hemos esta­do abandonados

No supe qué decir: aún estaba conmocionada por la enfer­medad del niño, preocupada por el resto de mis hijos, reven­tada de cansancio de dos días sin pegar ojo suspirando por la vida de Carlos y... lo había hecho todo mal, había sido un fracaso porque... ¿Por qué?... Por lo visto, porque tenía que haberme quedado en casa atendiendo a los pequeños sanos y a mi marido. Recuerdo que no dije nada durante el viaje de vuelta. Solo lloré. Procuré que no viera mis lágrimas, aunque tampoco tuve que disimular mucho. No me miró más.

Por desgracia, hubo episodios similares al de Carlos en el hospital y, por desgracia, yo seguí siempre sola. No sé si volví a errar y no cumplí con mi papel de madre y esposa, pero siem­pre procuré que a él no le faltara lo que demandaba de mí.

Siempre pensé que mis hijos necesitaban un padre. Y tam­bién, durante muchos años esperé que resurgiera aquel hom­bre con el que me había casado, al que había unido mi vida para siempre, pero pasaban los años y parecía estar esposada a un fantasma. Nunca te acostumbras a tanta soledad, sobre todo cuando parecen esforzarse para que la evidencies tanto. El único momento de acercamiento de mi marido hacia mí era cuando volvía a la noche a casa, muchas veces borracho, y se acostaba. Es difícil defender que practicar el sexo con Este­ban fuese ‘hacer el amor’ porque aquello no se parecía nada ni al amor, ni al cariño, ni a un simple afecto. Ni una pala­bra, ni una caricia, ni una sonrisa... Sólo su desahogo que a él lo dejaba agotado y enseguida dormido y a mí con la sen­sación de haber cumplido con el deber de esposa, uno de los más ingratos de los que tenía que llevar adelante. Así dispone Dios las cosas. Precisamente, esas obligaciones maritales me llevaron al ginecólogo quien me recetó cuantos medicamentos hicieron falta para tratar de combatir la enfermedad venérea que me había contagiado. Volví a casa de la consulta con un disgusto tremendo y, también, rabiosa. ¿Con qué hombre me había casado yo? Además de borracho, ni siquiera tenía el más mínimo cuidado de con quién andaba y las consecuencias que pudiera tener para mí o para nuestra vida en común. La en­fermedad tardó en curarse y estuve mucho tiempo muy fasti­diada, pero lo que más me dolió fue lo que suponía que él me hubiera contagiado. No tuvo ni una palabra de disculpa, ni el más mínimo gesto. La vida continuó como si nada hubiera ocurrido, salvo para mí.

Los niños crecieron y empezaron a estudiar en la Univer­sidad. Pronto, empezaron a buscarse la vida fuera de aquellas paredes con muebles y aparatos dentro. Yo, ya sin unos niños que cuidar, procuré buscarme una inquietud con la que llenar mi vida. Durante algún tiempo, la Iglesia y Cáritas fueron las causas que abracé con más entusiasmo. Luego empezó mi mi­litancia pacifista a la que me entregué de todo corazón a pesar de los malos tragos que tuve que soportar. Esa tensa situación y la jubilación de Esteban me llevó a plantear a mi marido la posibilidad de marcharnos a un pueblecito de La Rioja donde teníamos una casita desde hacía unos años. No sé si fue una idea acertada, pero entonces pensé que podría ser un cambio positivo en nuestras vidas.

La apuesta era grande: nos marchábamos del lugar donde siempre habíamos vivido y nos íbamos Esteban y yo solos a ese pequeño pueblecito. Sería difícil que las cosas entre noso­tros se pudieran recomponer a estas alturas, pero había que intentarlo. Esteban enseguida se aclimató a la nueva vida, per­dón, al nuevo pueblo. Su vida, siguió siendo la misma.

Yo me había resignado a la soledad en la pareja, pero no podía morirme encerrada entre cuatro paredes. Busqué un hueco en el que rehacer mi vida social. Solía ir a nadar y en el polideportivo enseguida hice amigas y la tranquilidad del pueblo me devolvió una cierta paz.

Sin embargo, la casa empezó a convertirse en un infierno. Esteban llegaba prácticamente todos los días borracho. Nor­malmente, era capaz de sentarse a la mesa a cenar, pero otras veces llegaba… En esas ocasiones, tenía que limpiarle de arri­ba a abajo en la ducha, porque se había hecho sus ‘necesida­des’ encima.

Yo no esperaba una palabra de agradecimiento. No espe­raba que me manifestara afecto. Solo quería que Esteban me permitiera mantener una vida digna en los años que me que­daban. La convivencia con él me estaba volviendo loca. Ya no podía más. Es verdad que nunca me pegó, pero hay otras for­mas de hacer la vida de una persona insoportable y esa era mi vida: insoportable. A la soledad y el desprecio que había senti­do toda mi vida, se le sumó el que su rutina por el alcohol me convirtiera en su esclava cuidadora a unos niveles difíciles de soportar, especialmente cuando no hay ni una gota de cariño.

Cuatro años después, tomé la decisión de marcharme de casa. Fue una decisión difícil. Yo misma me pregunto cómo pude hacerlo después de todo lo que había aguantado. Sin embargo, sentí la imperiosa necesidad de dejarle para poder vivir. Mis hijos conocieron, desde el primer momento, las ra­zones por las que yo me separaba de su padre. Me dijeron que lo entendían, aunque con el tiempo, me he dado cuenta de que no era así.

Cerca de un año más tarde, Esteban cayó enfermo. Le diag­nosticaron cáncer de hígado. Si mi vida había sido hasta en­tonces más bien triste, a partir de ese momento, se convirtió en pura amargura. Mis hijos, a pesar de saber lo que yo había sufrido junto a su padre, me pidieron que volviera a casa para cuidar de él. Mi negativa fue radical. Estaba harta de haber entregado mi vida a quien no apreciaba ni valoraba absoluta­mente nada de mí, a quien me humilló sin pudor, a quien me abandonó desde el primer momento en la crianza de mis hijos y, en cualquier otro orden de cosas de mi vida, a quien no qui­so compartir conmigo absolutamente nada... No podía y así se lo dije. A partir de ese mismo instante, empecé a comprobar que los valores en los que yo había vivido toda mi vida y que de alguna manera trasmití a mis hijos se volvían contra mí. Ellos entendían que yo tenía que seguir cuidando, tenía que seguir manteniendo los mínimos que aseguraran el bienestar de ese hombre, que era mi responsabilidad, que ese era mi deber.

No fue así y Natxo, Carlos y Andoni, a su manera, tuvieron que atender a su padre. Según iba complicándose el panora­ma, empezaron a mostrarse cada vez más hostiles hacia mí. Se encontraron en una situación no prevista y no eran capaces de asumir que ellos eran responsables del cuidado de su padre.

A partir de ese momento, el sufrimiento que yo había sopor­tado todos aquellos años, ya no les importaba y me llegaron a recriminar que si había estado tan mal, por qué no me ha­bía marchado antes de casa. ¿Ya habían olvidado todo por lo que yo había pasado? Entonces empecé a perderlos. Durante aquellos meses que duró la enfermedad de Esteban, me hicie­ron la vida imposible. Me responsabilizaron de su desgracia, la de tener que atender a su padre, y comenzaron a martirizar­me por ello. Incluso mi nuera fue criticando a mis espaldas lo que yo había hecho: ‘abandonar a un pobre hombre enfermo’.

Esteban murió hace dos años y medio. Ahora, muchas de las amigas que hice al llegar al pueblo giran la cara cuando pasan a mi lado. Este es un pueblo pequeño y es difícil librarse de los rumores y de las lenguas viperinas. Hace mucho tiem­po, más de un año, que mis hijos me impiden ver a mis nietos. Ellos tampoco me visitan, ni siquiera me llaman en Navidad. Es la manera que tienen de mortificarme. Sería absurdo ocul­tar el dolor tan grande que me causan. La tristeza más infinita que siento cuando me privan de mis nietos, de la alegría del mundo... Y de nuevo sola. En Navidad suelo apuntarme a al­gún viaje para mayores organizado donde encontrar un refu­gio a esta soledad, a este abandono tan inmenso.

No sé si algún día se darán cuenta de la vida que yo tuve, de lo infeliz que fui, de que lo di todo hasta que ya no pude más... de que fui su madre y su padre a la vez de la mejor ma­nera que pude hacerlo... Ahora tengo 80 años y, de otra mane­ra, pero estoy más sola si cabe. Esta vez, ni siquiera tengo hijos o nietos a los que cuidar, mimar, sonreír... y que me sonrían. Mi psiquiatra me ha dicho que me busque vías de escape. Lo intento. Todos los días me propongo no dejarme llevar por la tristeza, pero me cuesta mucho. Desde hace unos meses, los martes voy a visitar a una anciana que no tiene a nadie. Le voy a hacer compañía y sé que ella me lo agradece. Lo que no sabe es que con ella yo recibo más de lo que doy.

Sé que tengo que seguir hacia delante, que soy valiente, que he luchado mucho y que no puedo tirar la toalla. Sé que lo conseguiré.

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'Voces para ver. Testimonios de violencia contra la mujeres, una injusticia normalizada' es un libro que recoge las historias comunes de dolor de las mujeres víctimas de malos tratos. El libro ha sido editado por el Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad de la Diputación de Bizkaia.

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