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Opinión - Nos están destrozando la vida. Por Rosa María Artal

Las “dramáticas” inundaciones que sumergieron a Euskadi bajo el agua y el lodo, cuarenta años después

La avenida de Zumalakarregi de Llodio, tras las lluvias

Rubén Pereda

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Se quedaron sin luz ni agua ni teléfono. Fueron dos días de incomunicación absoluta en un Bermeo totalmente anegado por el agua caída con las torrenciales lluvias. En mitad de la incertidumbre, el alcalde de aquella localidad vizcaína se tuvo que valer de la emisora de un radioaficionado y de un barco fondeado en el puerto para hacer llegar mensajes de ayuda y solicitar comida, bebida y, sobre todo, medicamentos y vacunas contra la fiebre tifoidea y el tétanos. Este 26 de agosto se cumplen cuatro décadas de las inundaciones que sumergieron a Euskadi bajo el agua y el lodo y que dejaron treinta y cuatro fallecidos.

Una crónica del diario 'El País' publicada unos pocos días después de las inundaciones hablaba de un Bermeo sumido en un olor “pútrido”, con escombros arrastrados por la riada y esparcidos por las calles, con militares del Ejército repartiendo agua potable entre la población y con un temor más que fundado de las autoridades sanitarias a que se extendiera algún foco infeccioso. “La tromba de agua fue tan virulenta que provocó el hundimiento del viejo casino de estilo señorial situado a un lado del muelle, junto al parque. El agua se llevó cuadros de los clásicos pintores vascos Uranga y Zuloaga (entre ellos un autorretrato del pintor anterior a su estancia en París)”, señalaba Javier Angulo, autor del texto. Horas antes, y al verse sin otra alternativa para solicitar socorro, el alcalde de la localidad había tenido que enviar mensajes al Gobierno Civil de la provincia a través de la emisora de un radioaficionado.

Al otro lado, en el edificio del Gobierno Civil, estaba Carlos Garaikoetxea, lehendakari del primer Gobierno vasco tras la aprobación del Estatuto de Gernika, dirigiendo las operaciones desde aquel edificio porque era el único con electricidad disponible. “Aquellas horas fueron realmente dramáticas, porque hay que pensar que entonces no teníamos ni teléfonos móviles ni de los otros para saber qué estaba sucediendo a nuestro alrededor. Tuve que dirigir las operaciones casi a ciegas”, recuerda en una conversación telefónica con este periódico, y no olvida lo dramático de ver llegar a personas sumidas en la desesperación porque habían perdido a algún familiar y estaban tratando de reencontrarlo. La gravedad de las inundaciones dificultó las tareas de gestión y coordinación de las ayudas, hasta el punto de que algunas se tornaron rudimentarias. “Tuvimos que ir peregrinando para poder ver 'in situ' lo que estaba sucediendo. A algunos lugares era prácticamente imposible llegar”, rememora Garaikoetxea.

Llovió, llovió y llovió. Fueron muchas las localidades que quedaron incomunicadas y convertidas en río. Bilbao, Bermeo, Tolosa, Gernika, Galdakao, Barakaldo, Ondarroa... Llodio, que el 26 de agosto se encontraba en vísperas del día grande, del Día de las Morcillas, vio cómo había edificios que colapsaban, puentes que no daban más de sí y cómo el casco urbano quedaba arrasado. Tan solo en aquella localidad alavesa —aunque más cercana a Bilbao que a Vitoria— el agua se llevó seis vidas por delante. Cuatro de ellas eran las de unos guardiasciviles que, llegados desde Vitoria alertados por un SOS lanzado por radioaficionado, fallecieron luego en la operación de rescate de una joven que también falleció. Durante esos días, murieron en Euskadi treinta y cuatro personas —si bien la cifra no llegó a ser oficial en ningún momento— y hubo unas cuantas más que estuvieron desaparecidas durante horas.

“El colapso era total”

Bilbao también estaba sumida en la celebración de su Semana Grande. Los sucesos quedan lejanos en la memoria de Jesús Uribe, que por entonces estaba destinado en la unidad de Tráfico de la Ertzaintza —“ha llovido muchas veces más desde entonces”, dice—, pero rememorarlos todavía le pone la piel de gallina. El ímpetu del agua pudo con el antiguo puente del tranvía que conectaba Bolueta con La Peña y toda la zona quedó incomunicada y sin luz. El Nervión, que ya había aguado las celebraciones en Llodio, se desbordó también en lo que restaba de su trayecto hasta la desembocadura, unos veinte kilómetros, y provocó que en el Casco Viejo de Bilbao el agua alcanzara hasta tres metros de altura. Los estudios sobre inundabilidad estiman en más de quinientos años el periodo de retorno de unas lluvias como aquellas, que dejaron en la villa más de quinientos litros por metro cuadrado en una sola jornada.

Aunque Uribe no trabajaba ese día, al ver el cariz que iba tomando la situación a lo largo de la jornada, se acercó a la sede de Tráfico, entonces sita en la bilbaína calle de María Díaz de Haro, para echar una mano en lo que fuera posible. “Luché durante toda la noche por tratar de ayudar en aquellos puntos desde los que nos solicitaban ayuda. Las llamadas eran innumerables, el colapso era total y las líneas de teléfono se iban cayendo”, recuerda, y asegura que la comunicación tuvo que reducirse al final a las radios de los policías locales. “Recuerdo toda la noche: fue tratar de ayudar y de ayudar y de ayudar durante las primeras horas y de controlar y estabilizar la situación del tráfico”, añade.

La Ertzaintza era por entonces apenas una recién nacida, con una primera promoción de agentes de Tráfico que se había echado a las carreteras por primera vez el 14 de febrero de 1982. Los esfuerzos de Uribe en las horas posteriores a las inundaciones se circunscribieron, sobre todo, al traslado de personas a las que se requería en ciertos lugares. “No me tocó entrar de pico y pala, sino que nos encomendaron labores de traslado de personal que estaba cualificado para tomar medidas y decisiones donde estaban incomunicados”, abunda. Y así, entre otros traslados, llevó a un diputado hasta Bermeo para que desde allá pudiera coordinarse con las autoridades locales y también a varios médicos a un sanatorio psiquiátrico al que no había podido acceder nadie durante días. En un momento en el que no circulaban ni los trenes, en el que los principales nudos de comunicación habían quedado anegados, Uribe recalca la importancia que tenía trasladar a la gente adonde hacía falta y adonde había que tomar decisiones. “Las comunicaciones terrestres eran con todoterreno. Había que hacer esfuerzos para poder acercarse a las localidades donde se preveía que se necesitaba asistencia”, subraya.

Solidaridad, “desde el minuto cero”

La solidaridad, tal y como recuerda Uribe, se palpó “desde el minuto cero”. “La gente, con lo que tenía a mano y los medios con los que contaba, intentaba ayudar al resto. Aportando comida, ropa, herramientas, palas... Todo el mundo se remangó, todo el mundo se puso las botas de goma. La capacidad de reacción ante la catástrofe fue asombrosa”, asegura, y recuerda, entre otros episodios, cómo la gente aplaudía y expresaba alegría cuando con el coche patrulla arrancaba algo que permitía liberar un tramo de carretera. “La gente no descansaba, comía un bocadillo y seguía levantando lodo. Por todos los sitios se veía capacidad para reconstruir, y había la sensación de que todos estábamos trabajando por una causa y que el desastre no había afectado en lo anímico”, rememora. A través de las cadenas de radio se hizo un llamamiento solicitando voluntarios y la respuesta ciudadana fue tal que, según Uribe, hubo que organizar para que toda la gente que había dispuesta a ayudar no se agolpara para retirar el lodo y el barro de las calles.

El lehendakari también percibió y agradeció la ola de solidaridad. “Los aspectos más positivos que pudimos experimentar fueron la generosidad y el espíritu de trabajo extenuante de muchas personas, de muchos jóvenes en particular. Con la responsabilidad y el riesgo de sus propias vidas, pues estuvieron en circunstancias a veces temerarias, con ríos que lo arrastraban todo y puentes que no lograban salvar el agua”, destaca Garaikoetxea, haciendo hincapié en la dedicación de los jóvenes. Como respuesta a las inundaciones, desde el Gobierno vasco se decidió aplicar un recargo al impuesto sobre la renta para acometer la reconstrucción. “Gracias a las expectativas de solidaridad, decidimos poner un impuesto solidario que paliara los tremendos quebrantos económicos que se produjeron. Eran tiendas, negocios que quedaron virtualmente destrozados y por supuesto obras que había que restaurar, y todo aquellos exigía una aportación que fue aceptada sin ningún tipo de objeción”, explica sobre un recargo en torno al que se estableció un control estricto, de tal manera que ningún dinero fuera pasto acciones de pillaje. Meses después, por Navidad, la lotería dejó un segundo premio de 7.000 millones de pesetas en Bilbao.

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