La fachada de los edificios de la calle San Prudencio, antes de que esta se dé de bruces con la de Eduardo Dato o con Fueros, cobija tras de sí uno de los secretos de Vitoria. Víctimas de la mella del tiempo y el abandono, todavía se atisba allí el esqueleto de lo que en su día fueron las piscinas. Los icónicos pingüinos que desde la década de los sesenta otean desde las paredes han presenciado en los últimos años cómo las excavadoras se abrían paso para demolerlo todo, a la espera de que se materialice el proyecto comercial que la sociedad Urteim tiene pergeñado para el centro de la ciudad. Aun así, durante cerca de tres lustros, la piscina de esta calle, ahora apenas una sombra de lo que fue, engrosó la oferta acuática de una ciudad en expansión que no cejaba en su empeño por explorar nuevas formas de ocio. En las aguas de San Prudencio no solo se entrenaron las promesas vitorianas de la natación, sino que también aprendieron a quitarle el instintivo miedo al agua las nuevas generaciones y hasta se coqueteó con otras disciplinas acuáticas más exóticas, como el waterpolo.
La piscina de San Prudencio es hija del clima. En la década de los sesenta, con la clausura de la piscina que desde 1935 había trazado la esquina de la calle Olaguíbel con Los Herrán, el Club de Natación Judizmendi, decano de la ciudad, quedó desahuciado para el invierno. En ‘La natación en Álava’, Santiago Arcediano escribe que con el mercurio se desplomaban también, y de manera generalizada, las marcas. “A las iniciales inquietudes climatológicas debemos añadir los tiempos de crisis que se auguraban en los años que precedieron a la apertura de la nueva piscina. Ya en 1955 los cronistas locales señalaban la falta de nuevas promesas que produjeran el relevo generacional sin que las marcas y récords logrados en años pasados se resintieran”, apunta también en el libro.
Estas dificultades condujeron a los responsables del club a deslizar a los dueños de las instalaciones del Estadio -piscinas de verano, pero las únicas que les quedaban- la posibilidad de adquirir unos locales que la Peña Vitoriana tenía precisamente en San Prudencio, en el número 25. Corría el año 1962. Para 1963, tras las oportunas remodelaciones y aclimataciones, la piscina ya estaba lista. “Pasaron de entrenar dos meses al año a completar su formación durante la temporada invernal. Las últimas campañas fueron muy duras para este club, que había perdido su hegemonía en la natación alavesa en favor del C. N. Vitoria, mejor entrenado gracias al uso que hacían durante todo el año de la piscina cubierta de Landázuri. De hecho, en la década de los sesenta este club obtuvo renombrados éxitos en el deporte de la natación, aunque con la apertura de la piscina de la calle San Prudencio, las marcas se nivelaron”, relata Arcediano.
El esbozo de los planos y el diseño de las instalaciones corrió a cargo de los arquitectos Jesús Guinea y Emilio Apraiz, de renombre en la ciudad. Juntos, crearon un estudio con el que trabajaron para la diócesis y también para la Vitoriana de Espectáculos (VESA), propietaria de los cines sitos en la misma calle. Para este proyecto, colaboraron mano a mano con Luis María Sánchez Iñigo, que hizo las veces de aparejador. La inauguración de las piscinas tuvo lugar el 19 de junio de 1963. “Las instalaciones se componían de una piscina de 25 metros climatizada con calefacción de aire caliente, vestuarios, botiquín y aseos”, según describe Arcediano. Y añade: “La mayor novedad del conjunto [la] constituía el nuevo gimnasio con amplias dotaciones de material para la práctica de las diferentes disciplinas deportivas”. En las instantáneas que tomó el fotógrafo Fernando Torres, que se coló entre las ruinas de la piscina hace apenas dos años para inmortalizarlas, todavía se ven unas anillas que cuelgan del techo. También se acierta a vislumbrar lo que en su día fue la barra del bar, con un constante trasiego de clientes, que iban y venían en busca de un refrigerio con el que refrescarse tras zambullirse en el agua. De una tabla todavía cuelga una pizarra -publicidad de la ‘bitter’ de Cinzano, número de teléfono sin el prefijo, como era costumbre antaño-, recuerdo de lo que fue y ya no.
Ya en 1955 los cronistas locales señalaban la falta de nuevas promesas que produjeran el relevo generacional sin que las marcas y récords logrados en años pasados se resintieran
Uno de los nadadores que se curtió en las aguas de San Prudencio, bajo la atenta mirada de los pingüinos, es José Mari Polo, rostro conocido de entre los que han compuesto la nómina del Club de Natación Judizmendi a lo largo de su historia. En un documental grabado por el club con motivo de la celebración del septuagésimo quinto aniversario, Polo recuerda ‘in situ’, con “un poco de pena” por el deterioro, los inviernos de entrenamientos. “Aquí hemos entrenado en la época invernal, desde el año 63 hasta el 76, un grupo bastante numeroso de nadadores. El entrenamiento de verano ya lo hacíamos en el Estadio, pero en invierno veníamos aquí”, rememora. Si bien las dimensiones de la piscina eran las requeridas para la natación, la poca profundidad dificultaba la práctica de otros deportes. “Como curiosidad, aquí comenzó el waterpolo. Había un dato curioso: en el waterpolo no se puede apoyar el pie en el suelo, y en esta piscina hay algunas zonas en las que sí se apoya. Los árbitros tenían que estar muy atentos para pitar falta en cuanto esto ocurriera”, explica Polo.
La piscina fue también una clave de bóveda de la formación de los más jóvenes, siempre entre los objetivos del Judizmendi; desde aquellos que tan solo querían quitarle el miedo al agua y aprender a dar unas brazadas hasta los que estaban llamados a mejorar las marcas fijadas en los años anteriores en libres o en braza, en espalda, en mariposa o en estilos. Desde el club se señala que a lo largo de su historia han formado a más de medio centenar de miles de personas; de ellas, millares se mojaron por primera vez en San Prudencio.
¿Por qué unas instalaciones situadas tan a mano de los vitorianos resistieron apenas unos pocos años? “A finales de los años sesenta, sin haberse cumplido todavía una década desde que se inauguró la piscina cubierta, aparecieron las primeras muestras de insatisfacción provocadas por las limitaciones del complejo”, relata Arcediano. Las razones para este descontento del público eran varias y variadas. “Por ellas pasaban diariamente cerca del medio millar de personas para practicar la natación; sin embargo, la capacidad de sus vestuarios no daba para más de ciento cincuenta plazas”, abunda. Un documento que guarda la Fundación Sancho el Sabio refuerza estas afirmaciones: “En 1976, el alto coste de mantenimiento y la insuficiencia de espacio para absorber la demanda de usuarios aconsejaron su abandono”. La despedida se celebró por todo lo alto. En una jornada para la historia de la natación alavesa, desfilaron los nadadores que se habían entrenado en las aguas de San Prudencio, se sacaron los cronos para medir los tiempos en una prueba de relevos y más tarde, ya de noche, se dejaron caer por el restaurante Achuri para poner el broche de oro a la cita. “Lo traumático que resultó en anteriores ocasiones el cierre de otras piscinas, ahora no hace mella en la moral del colectivo del Judizmendi. Sabían que sus planes de futuro estaban a buen recaudo con la Caja Provincial a la espera de la apertura de las nuevas instalaciones”, zanja un Arcediano convencido de que los veinticinco metros de piscina de la calle San Prudencio habían dado de sí todo lo que tenían que dar.
Es 2021 y han transcurrido ya 45 años desde que se desaguaron las piscinas de San Prudencio. Desde las ventanas de las viviendas que dan al interior, todavía se aciertan a dibujar, a entrever, las calles de la piscina; las corcheras que las delimitan y los poyetes que las encabezan; los pingüinos y las porterías de waterpolo. Allí, en pleno centro de la ciudad, nadaron, no hace todavía ni medio siglo, cientos de vitorianos. Son unas piscinas que ahora han quedado relegadas a ser un secreto más, uno de los muchos que esconde la calle San Prudencio.