Trasladar el cadáver de Francisco Franco desde el mausoleo que se hizo construir, con un enorme esfuerzo humano y económico y un considerable menosprecio de los que combatieron en aquella guerra incivil en el lado de la legalidad, me parece muy positivo e incluso oportuno, por más que haya elecciones en curso. La triste dinámica en la que han entrado ciertos líderes políticos españoles parece llevar a que los momentos electorales se hayan vuelto algo permanente, por no decir “crónico” en el sentido en que lo son algunas enfermedades, que ojalá remitan pronto, con el tratamiento adecuado. De modo que no es excusa, porque siempre habrá elecciones y siempre un asunto de la carga política que arrastra aún el franquismo en España.
De alguna manera el franquismo (esa forma particular de “caudillismo”) está incardinado en la idiosincrasia española, porque esa fue la gran habilidad del dictador: ser capaz de presentarse como el defensor de muchos de nuestros valores culturales, a la vez que conseguir con su propaganda y luego con el terror, hacer que la República fuera vista como la anti-España, un esfuerzo en el que el papel de la Iglesia católica fue clave para su éxito y no en balde esa enorme cruz de granito corona el previsto, e indigno, mausoleo.
Porque los valores de España estaban establecidos desde mucho antes y son mucho más grandes, en todos los sentidos, que los que estrechamente ese militar rebelde representó. El fue simplemente uno (el último) de la veintena de “espadones” que el convulso siglo XIX nos trajo, con la diferencia de que distintos avatares hicieron que en vez de una “algarada” o levantamiento, Franco estuviera la friolera de 40 años ostentando la Jefatura del Estado, congelando de hecho el desarrollo social y político de la nación.
Así las cosas, con esta exhumación se cortan lazos que, como restos de sudarios, penderán mucho tiempo aún en una historia, la nuestra, tan peculiar. Podríamos recordar aquí que estar 40 años sin democracia no ha sido la norma entre las naciones europeas. El caso portugués, tan similar, se inició y terminó en forma bien distinta, y la fractura civil que se produjo en España no es comparable a lo que ocurriera en Portugal, cuyo ejército nunca disparó contra su pueblo. De cómo acabaron las dictaduras fascista y nazi en Italia o Alemania surge clara la idea de un triunfo de la democracia que en España se negó y se produjo al fin, en la transición, como “pidiendo perdón” aquellos que fueron vencidos en la atroz guerra y anulados en la Dictadura. Los años que van desde la muerte de Franco hasta la Constitución de 1978 fueron de plomo... E incluso el 23-F de 1981 demostraría las tensiones mal resueltas que la dictadura de 40 años provocó. No es gratis en la vida de las gentes una experiencia como esa: cuarenta años de gobierno absoluto “por la gracia de Dios”, en pleno siglo XX. Dejó algo más que secuelas en la sociedad española.
Ahora, 37 años después de la victoria aplastante del PSOE en 1982 (auténtico “fin de la transición”, por cierto) seguir acusando al Estado que se ha desarrollado a partir de la Constitución de 1978 de ser “heredero del franquismo” es una simpleza que no aguanta un mínimo rigor histórico ni político. La Constitución que refrendamos cerca de un 80% de la población (y a la que se opusieron precisamente los franquistas) establece de forma nítida en su mismo frontis, la soberanía del pueblo español, lo cual más allá de cualquier mediación formal existente es un principio radicalmente democrático que constituye en sí mismo una pulsión hacia la democracia plena.
Ahora, después del “caso Matas” (que muchos llaman, impropiamente, “caso Urdangarín”) y sobre todo desde esta exhumación del último dictador y su devolución a un plano familiar, tachar al Estado actual de “heredero” solamente pueden hacerlo los que quisieran sin más destruir el Estado español que, por su propia naturaleza de “Estado” se corresponde con una realidad nacional y cultural dada, y que tiene que tener necesariamente una continuidad (el horror vacuii en política es insuperable) si no se quiere caer en un interregno de anarquía y violencia que sería lo previsible en ausencia o inoperancia de las leyes.
Los que quieran romper el Estado (y los hay) bien para crear su propio y exclusivo “reino”, bien para desatar una revolución en nombre de unas clases o pueblos que ellos mismos definirían, serían los que achacarían al Estado español un “déficit democrático” porque proviene de... Recaredo, por no ir más lejos. Los que queremos un Estado social y democrático de derecho en España, sea cual sea la forma específica que le demos a nuestras instituciones, nunca aceptaremos que se rompa el odre donde esos derechos y deberes anidan y nos nutren. El odre es España y el contenido nuestras leyes con sus garantías, y nuestra historia con sus contradicciones.
Si se rompe el cántaro, nadie podrá evitar que las aguas se dispersen y se las apropie algún “señor de la guerra” de los que siempre esperan su oportunidad. De modo que cortando lazos de miserias y privilegios pasados, nuestra democracia avanza en el plano de las realidades y de los símbolos. El monumental templo a una victoria, con granito cuyas “manchas” denotan acaso otro expolio y con una cruz que al pensar en su construcción ya sobrecoge, debe convertirse en recuerdo perenne de la grandeza del pueblo español, incluso en sus tragedias. Acabo. Viva España entera y la Constitución que votó el soberano pueblo español, cuando recuperó la conciencia de sí mismo, que esperemos que nunca nadie vuelva a arrebatarle.