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Esquivar guiris ocupa la mayor parte de mi tiempo libre

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Este artículo comienza así: cierra un negocio en el casco viejo. O no, olviden eso, no cierra. Prefiero que nadie me reproche sentimentalismo. Mejor: un local que siempre estuvo cerrado en el casco viejo de una ciudad cualquiera -patrimonio de la humanidad, eso sí- aparece un día con los cristales cubiertos por papel marrón de estraza. Hay algo cociéndose dentro. De repente, la vecindad de esa ciudad alberga en el fondo de su corazón la esperanza de que eso vaya a ser un negocio independiente útil para las que viven allí. Quieren creer que no será un bar nuevo, un puesto de comida para llevar -de estos que además siempre son de especialidades locales: bocadillos de jamón serrano, empanadas argentinas, bocadillos de calamares-, una tienda de recuerdos y camisetas o una lavandería autoservicio. La esperanza, por supuesto, dura poco, porque a la visión de los cristales velados por la reforma le sigue casi siempre un comentario sarcástico y desesperanzador que, semanas más tarde, se confirma con un nuevo negocio para turistas.

Pero tranquilxs, este no es un artículo más sobre el tourist go home. En absoluto, este artículo, muy contrariamente, viene a constatar que, al menos en mi caso, llevo ya tantos años seguidos sintiendo que la ciudad en la que vivo es de los turistas, que acabé por creer que el equivocado soy yo. Que la ilusión de que en el casco histórico de una ciudad como Compostela -pueden insertar aquí el nombre de cualquier otra- vaya a abrir una tienda de ultramarinos, una ferretería, una panadería con horno tradicional, una mercería o un negocio de ropa, esa ilusión, digo, es en realidad injusta por mi parte. Los datos están claros, supimos hace unos días por este periódico que en Compostela hay unas 150 viviendas disponibles para alquiler frente a las 850 viviendas vacacionales (de las registradas) y que sufrimos una de las presiones turísticas más altas del Estado. Pero entonces, ¿por qué me frustro? Supongo que parte de este malestar, además del sentimiento de expulsión, parte de la sensación de que sucesivos gobiernos de partidos denominados progresistas, tanto en el Ayuntamiento como en la administración estatal, no fueron capaces de ponerle freno a este modelo y se limitan, en el caso de Compostela, a culpar al Xacobeo y a la Xunta de Galicia. Como si dos no fuesen más que tres, como si estuviesen unos y otros atados de manos. Pero yo qué sé, no soy político, ni lo quise ser nunca: hay que estar dispuesto a estudiar demasiadas ciencias ocultas. Y, en parte, tampoco los culpo a ellos porque, asumámoslo ya, esta rueda de hámster en la que corremos todos gira a demasiada velocidad como para detenerla sin violencia.

En estas ciudades que les pertenecen ya a los turistas, hay quien dijo que se seguía el modelo del donut: con un centro vacío de servicios convertido en parque temático. Yo diría que ahora mismo se trata más bien de un agujero negro capitalista y salvaje. Así, por ejemplo, el anillo inmediatamente posterior a la almendra de oro suele estar ocupado por las residencias de las clases privilegiadas y, en una menor concentración, por apartamentos turísticos. Ahora sí, esos privilegiados no se organizan para defender a las vecinas de clase obrera con las que pudiesen haber convivido antes de la llegada de la gentrificación, sino que lo hacen, normalmente, solo para proteger sus servicios: centro de salud, espacios socioculturales y supermercados. Los Airbnb amenazan, pero no a la población con pedigree. Suficiente. El siguiente anillo, si la ciudad es pequeña, caso de Compostela, lo ocupan en su mayoría personas que compraron apartamentos baratos hace mucho tiempo porque habitaban zonas otrora poco deseables y son, hoy en día, los barrios en alza, aquellos que se gentrificarán gracias a las capas altas de la clase asalariada -casi siempre funcionarios, nunca solos, sino en pareja- que sean capaces de sobrevivir a la escalada de los precios y la presión. En cuanto al resto de la gente, será expulsada a la ciudad dormitorio que mejor se ajuste a su salario, compartirá apartamentos con mal mantenimiento o cambiará de ciudad. En fin, pienso que no es necesario explicar por qué cada vez más esto parecen los juegos del hambre.

Si embargo, no vengo aquí a reclamar que defendamos el modelo de ciudad por el que sentimos nostalgia -una nostalgia casi nunca 100% real, más bien algo inventada-, sino a constatar que la ciudad muere y nos arrastra a muchxs consigo. Hablo de esas consumidoras de este parque de atracciones que, sin saber muy bien por qué, somos adictas a un decorado que no merecemos habitar. “¿Qué necesidad tienes de pagar un alquiler tan alto?”, se preguntan mis padres. Y mi respuesta es siempre absolutamente irracional, parte de una emoción sincera, de un asombro anterior a las tiendas de recuerdos y a los puestos de ridícula comida para llevar, pero es, en definitiva, una resistencia inexplicable.

En un poema genial titulado “Esquivar guiris ocupa la mayor parte de mi tiempo libre”, el alicantino Adrián Fauro escribe: “A veces sueño que / empieza a llover o nevar / y se sienten como en casa / y se van”. Y yo me imagino de repente que vivo atrapado en una de esas bolas con nieve artificial, con la catedral de Santiago en el centro, de las que se venden todo el año por todas partes. Pero no estoy solo allí, en esa recreación mínima del Obradoiro, sino que me imagino rodeado de turistas, asfixiado por los peregrinos, mientras la burguesía compostelana -de todo signo político- me mira incómoda desde las ventanas.

Todo esto, para contar que empiezo a creer que ya es demasiado tarde, que la ciudad les pertenece y que, por más que los habitantes censados votemos lo contrario, caemos montaña rusa abajo cada vez con más barullo. La democracia lleva varias legislaturas escupiéndonos en la cara que Compostela no es nuestra. Y, aun así, repito, siento esperanza. Tonto como soy, me sigo ilusionando ante los escaparates cegados con papel marrón y por eso este artículo constata que buscarle una solución a todo esto ya no pasa por intentar regenerar lo que no se puede regenerar, que no queda demasiado que salvar o proteger, es decir, que la salida tiene que ser romper ese cristal -caiga quien caiga- o seguir dejando que la corriente nos arrastre fuera. Mientras tanto, seguiré esquivando guiris mientras finjo que esta puede ser también mi casa.

Este artículo comienza así: cierra un negocio en el casco viejo. O no, olviden eso, no cierra. Prefiero que nadie me reproche sentimentalismo. Mejor: un local que siempre estuvo cerrado en el casco viejo de una ciudad cualquiera -patrimonio de la humanidad, eso sí- aparece un día con los cristales cubiertos por papel marrón de estraza. Hay algo cociéndose dentro. De repente, la vecindad de esa ciudad alberga en el fondo de su corazón la esperanza de que eso vaya a ser un negocio independiente útil para las que viven allí. Quieren creer que no será un bar nuevo, un puesto de comida para llevar -de estos que además siempre son de especialidades locales: bocadillos de jamón serrano, empanadas argentinas, bocadillos de calamares-, una tienda de recuerdos y camisetas o una lavandería autoservicio. La esperanza, por supuesto, dura poco, porque a la visión de los cristales velados por la reforma le sigue casi siempre un comentario sarcástico y desesperanzador que, semanas más tarde, se confirma con un nuevo negocio para turistas.

Pero tranquilxs, este no es un artículo más sobre el tourist go home. En absoluto, este artículo, muy contrariamente, viene a constatar que, al menos en mi caso, llevo ya tantos años seguidos sintiendo que la ciudad en la que vivo es de los turistas, que acabé por creer que el equivocado soy yo. Que la ilusión de que en el casco histórico de una ciudad como Compostela -pueden insertar aquí el nombre de cualquier otra- vaya a abrir una tienda de ultramarinos, una ferretería, una panadería con horno tradicional, una mercería o un negocio de ropa, esa ilusión, digo, es en realidad injusta por mi parte. Los datos están claros, supimos hace unos días por este periódico que en Compostela hay unas 150 viviendas disponibles para alquiler frente a las 850 viviendas vacacionales (de las registradas) y que sufrimos una de las presiones turísticas más altas del Estado. Pero entonces, ¿por qué me frustro? Supongo que parte de este malestar, además del sentimiento de expulsión, parte de la sensación de que sucesivos gobiernos de partidos denominados progresistas, tanto en el Ayuntamiento como en la administración estatal, no fueron capaces de ponerle freno a este modelo y se limitan, en el caso de Compostela, a culpar al Xacobeo y a la Xunta de Galicia. Como si dos no fuesen más que tres, como si estuviesen unos y otros atados de manos. Pero yo qué sé, no soy político, ni lo quise ser nunca: hay que estar dispuesto a estudiar demasiadas ciencias ocultas. Y, en parte, tampoco los culpo a ellos porque, asumámoslo ya, esta rueda de hámster en la que corremos todos gira a demasiada velocidad como para detenerla sin violencia.