Su mundo es inmediatamente reconocible. Marítimo, mitológico, onírico, repleto de cetáceos y tentáculos, de barcos y nubes, de arquitecturas imposibles y gabinetes de curiosidades marinas, folclórico y surrealista. Urbano Lugrís lo pintó en tablas y en lienzos, en iglesias y en sanatorios, en casas del mar y en tabernas. En una de estas últimas, convertida en local de la franquicia 100 Montaditos, en el corazón histórico de Santiago de Compostela y hoy zona cero del turismo, sobrevive escondido uno de sus impresionantes murales. Olvidado por las administraciones y desconocido para buena parte de la población, la obra ha corrido, sin embargo, mejor suerte que otras intervenciones del artista en la ciudad, ya desaparecidas. Colectivos culturales preparan una acción reivindicativa para el 10 de junio. “Queremos que se dignifique”, señala el editor Quique Alvarellos, uno de los impulsores de la iniciativa.
En la década de los 50, Urbano Lugrís (A Coruña, 1908 – Vigo, 1973) no atravesaba su peor momento económico. Republicano incluso antes de la Segunda República –llegó a estar en prisión en 1930, militaba con su amigo y paisano Santiago Casares Quiroga–, hombre de las Misiones Pedagógicas, el miedo lo empujó a enrolarse en el bando nacional durante la Guerra Civil. La posguerra fue dura, entre la bohemia, sus primeras exposiciones y la recuperación de sus lazos con el galleguismo y la cultura anterior a 1936. Rubén Ventureira, periodista y comisario artístico, relata a elDiario.es que en 1954 la situación de Lugrís era algo más desahogada. “Trabajaba para la revista Atlántida, que él mismo había fundado, y para Vida Gallega, en la que le pagaban bien”, explica, “y en abril de ese año sabemos, por un noticia de prensa, que está trabajando en Santiago de Compostela”. Es la época más brillante de los trabajos públicos del pintor, del “Lugrís decorador”, en palabras de Ventureira, autor de Lugrís. Paredes soñadas (Abanca, 2017).
No resultaba extraño que el artista trabajase entonces en paredes de bares y restaurantes a cambio de un mes o dos de pago en especie, es decir, de comida y bebida. Fue el caso, según Quique Alvarellos, del mural del 100 Montaditos. Que en 1954 se llamaba Restaurante América y estaba en el mismo bajo en el que continúa, el del número 56 de la rúa do Franco, conocida por sus docenas de establecimientos hoteleros, hoy muy mayoritariamente enfocados al visitante. Urbano Lugrís pintó allí todo su universo. Hay una serpiente marina y su tan característica ballena. Hay esas construcciones que remiten a Giorgio de Chirico o a Magritte y hay una Torre de Hércules en su versión primitiva. Hay un volcán y navíos de vela con varios mástiles. Dividido en ocho partes, Rubén Ventureira aventura que, tal vez, intentó “dotar a Santiago de mar”. Lo que no hay son sus característicos tonos azules –lo apunta Alvarellos: domina el ámbar, lo ocre, los humos y un fuego apagado.
Rebautizado como Nova Galicia
En algún momento de la segunda mitad del siglo XX, el América fue rebautizado como Nova Galicia. El mural resistió pequeñas reformas y el ajetreo tabernario en una ciudad universitaria y con cierta tendencia, a pesar de la impronta eclesiástica (o quizás por ella), al zascandileo nocturno. Ángel Panero, arquitecto del Consorcio de Santiago de Compostela –ente interadministrativo que vela por la conservación de su casco histórico–, recuerda cómo en los 90 quisieron convencer al entonces propietario de que aquella pintura era importante. “Le propusimos cambiarle el nombre al bar, hacer unos manteles alusivos al arte de Lugrís, elaborar un folleto explicativo para los clientes”, dice, “la respuesta fue '¿y quién lo paga?'. Nuestra idea fracasó”.
Su siguiente dueño, el anterior a que la cadena 100 Montaditos se hiciera con el lugar y lo protegiese con un metacrilato, lo vio de otra manera. En 2001 sufragó su hasta ahora última restauración. El acto programado para el 10 de junio por la asociación In Nave Civitas (dedicada a la preservación de la obra del pintor, ahora muy activa en el caso de los frescos del restaurante Fornos en A Coruña) y la editorial Alvarellos reclama atención para su estado, la colocación de una placa indicativa en el exterior del edificio y una valoración técnica. Sobre el mural no existe ninguna protección legal. Solo una de las intervenciones de Lugrís está sujeta a la figura de Ben de Interese Cultural de la Xunta de Galicia, la Vista da Coruña 1669. Lo pintó en 1952 para la oficina del Banco Hispano Suízo de la rúa Real de A Coruña, mucho más tarde Café Vecchio, y ahora se conserva en la sede central de Abanca, también en A Coruña.
Este periódico ha intentando ponerse en contacto vía teléfono y correo electrónico con el Grupo Restalia, propietario de 100 Montaditos, pero no ha obtenido respuesta.
Otros Lugrises en Santiago
Pero la del 100 Montaditos no es la única huella de Urbano Lugrís en el tejido urbano de Santiago. La Xunta de Galicia ha recuperado recientemente una parte de su trabajo en el desaparecido Sanatorio Álvarez, ubicado en la calle Doutor Teixeiro. Se trata de una Traslación do corpo do Apóstolo a Santiago, de 350 kilos de peso y 167 por 216 centímetros, datada en 1957 y que también había pasado por un bar. Ahora se puede visitar en la Cidade da Cultura. “La del Sanatorio Álvarez fue una intervención espectacular, que está documentada con fotos, con muchas más piezas que la rescatada por el Gobierno gallego. Se vendió por partes y algunas se perdieron”, expone Ventureira. De otros murales de Lugrís no queda más que un tenue rastro bibliográfico. Es el caso de los de dos bares hoy desaparecidos, el Lugo –en la rúa da Raíña, paralela a la de O Franco– y el Compostela, en los bajos del hotel del mismo nombre en la Praza de Galicia
Pasados los primeros sesenta, Urbano Lugrís dejó de prodigarse en formato mural. El decorador se había cansado. En 1961 murió su esposa Paula Vadillo, lo que acentuó su carácter depresivo. Y en esa época aceptó un encargo que, según explicó Méndez Ferrín en un documental que menciona Ventureira –Urbano Lugrís. A través do océano (2016), de Iván Patiño–, lo sumió en cierta tristeza: el yate Azor, de Francisco Franco. No abandonó, eso sí, los pinceles ni sus mundos soñados, surrealistas, oceánicos. “Una estética que sublima y condensa las operaciones psíquicas que suceden en el fluir del sueño”, los definió una vez otro pintor, Antón Patiño.