La interminable y agitada peripecia de las columnas románicas del altar del Apóstol Santiago
La Exposición Regional Gallega de 1909 fue todo un acontecimiento. La visitaron 50.000 personas, el doble de la población de la ciudad que la acogió, Santiago de Compostela. La inauguró Alfonso XIII, último rey antes de la II República, y resultó un gran escaparate para la riqueza arqueológica y artística de Galicia. Tan escaparate que marchantes más o menos desaprensivos tomaron buena nota del género expuesto. Fue en ese momento cuando comenzó la interminable odisea de tres de las cuatro columnas románicas del altar del Apóstol Santiago entonces conservadas. El investigador Francisco Prado-Vilar ha reconstruido su agitada peripecia y los documentos que ha aportado han servido al BNG para argumentar la reclamación política de su restitución a Galicia.
El Códice Calixtino, manuscrito iluminado del siglo XII que recoge himnos, sermones y relatos vinculados al Apóstol Santiago, ya menciona el altar. “Y sobre el sepulcro hay un pequeño altar que, según se dice, hicieron sus mismos discípulos y que, por amor del Apóstol y de sus discípulos, nadie ha querido demoler después”, dice la cita con la que Prado-Vilar inicia su artículo académico sobre esta historia, Sortes Apostolorum: la odisea de las columnas de Antealtares. Dos piedras romanas que, según la tradición, habían llegado al lugar que hoy ocupa Compostela junto con el cuerpo de Santiago Zebedeo y formaban el ara que soportaban las columnas, esculpidas en mármol. El conjunto lo albergaba el monasterio de San Paio de Antealtares, cuya enorme fachada trasera da a la misma Praza da Quintana que la Porta Santa de la catedral. Hasta el siglo XV lo custodiaron monjes bendictinos, después monjas de clausura de la misma orden.
Fueron estas las que, a raíz de la Exposición Regional Gallega y agobiadas por una mala situación económica, decidieron aliviarla deshaciéndose de su propio patrimonio. En septiembre de aquel 1909 cerraron el trato con Fernando García Peso, relata Prado-Villar: tres columnas románicas por 4.500 pesetas. La cuarta ya no se encontraba bajo sus dominios. Según las informaciones recabadas por el historiador, había desparecido en algún momento entre 1610 y 1768. Se trataba de la que incluía la imagen del propio Santiago, “la más importante simbólicamente del conjunto”. ¿Qué sucedió? Prado-Villar aventura un par de hipótesis, tal vez quedó oculta en algún lugar después de la construcción de la iglesia barroca del monasterio, tal vez las monjas “se vieron obligadas” a regalarla a alguna autoridad. En las otras figuran los apóstoles: Pedro, Andrés y Pablo; Bartolomeo, Mateo y Santiago el Menor; y Matías, Simón y Judas.
El caso es que la operación de las benedictinas en 1909 provocó cierto escándalo. Eruditos locales, periodistas y autoridades eclesiásticas participaron en la discusión pública. El patrimonio a la intemperie, la propiedad privada de la cultura, el poder de la Iglesia en la ciudad. Dos años después, el comprador García Peso las puso de nuevo a la venta y la abadesa de Antealtares las recuperó. No descansarían, ni mucho menos, en paz.
El Estado las adquiere
En los años 20, la consideración crítica -y mercantil- sobre el arte románico cambió, explica Prado-Vilar a elDiario.es. Se revaloriza. Y eso agita a los marchantes, que revolotean por Galicia a la procura de mercancías. La economía de las benedictinas compostelanas no remonta, la ocasión la pintan calva. El anticuario palentino Arcadio Torres entra en contacto epistolar con la abadesa -que ya no es la Socorro Salgado de 1909, sino Matilde Reigada- y llega a un acuerdo: tres columnas románicas por 60.000 pesetas de la época. Es el 6 de septiembre de 1929 y España está sometida a los estertores de la dictadura de Primo de Rivera. La monja quiere esta vez esquivar controversias y pide permiso a todos los implicados: el cabildo de la catedral, el Vaticano y, a través del gobernador civil de A Coruña, el Estado. La dilación desesperó a Torres y la transacción tampoco se consumó.
El Estado entró en la partida. Como si atendiese a los ruegos de eruditos locales, Prado-Vilar señala al cura y arqueólogo y miembro del malogrado Seminario de Estudios Galegos -lo clausuró el fascismo en 1936- Xesús Carro, adquirió las columnas por 54.000 pesetas. Así figura en una Real Orden del 10 de agosto de 1930 y así fue como las piezas se fueron a Madrid, embaladas por el mismo Carro, al Museo Arqueológico Nacional. “Otro documento histórico que emigra”, tituló el diario La Voz de Galicia. El museo las conserva en la actualidad. Pero no las tres, solo dos. La tercera se encuentra en el Museo Fogg de la Universidad de Harvard, en Estados Unidos.
El románico gallego y el Guernica de Picasso
“El Estado no tuvo más remedio que comprarlas, se iban para el extranjero, y allí están, en el Museo Arqueológico Nacional, sintiendo saudades”, escribía Xesús Carro poco después. Prado-Vilar cuenta a este periódico que en realidad ni siquiera. “El ministro Elías Tormo [responsable de Instrucción Pública y Bellas Artes durante la breve dictablanda de Berenguer] engañó a los eruditos gallegos que se preocupaban por el destino de las columnas”, dice. El historiador ha dado la vuelta al conocimiento del proceso que llevó a una de las columnas a un museo estadounidense. Nueva documentación, consultada en los archivos de Harvard y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) desmonta la versión hasta ahora aceptada, la de que los gobiernos de la República habían entregado la pieza al Museo Fogg “al final de una ardua negociación”.
Tormo usó la columna gallega para conseguir la repatriación de la lauda sepulcral de Alfonso Ansúrez, que procedía originalmente de Sahagún (León), y había ido a parar a Estados Unidos. Y negoció con ella antes de que Xesús Carro empaquetase a las tres en dirección al Museo Arqueológico Nacional de Madrid convencido, escribe Prado-Vilar en un artículo publicado la semana pasada en La Voz de Galicia, “de que quedaba asegurada su inalienabilidad al pasar a formar parte del patrimonio público”. No fue así. Con la mediación del “infame” marchante estadounidense Arthur Byne y actuaciones en los frentes diplomático y académico y varias interrupciones, en realidad el gobierno republicano, con Fernando de los Ríos como ministro de Instrucción Pública, remató un proceso iniciado muchos años antes y bajo un régimen no democrático. La lauda de Ansúrez regresó a España a cambió de una columna románica en mármol que había sujetado el altar de Santiago Apóstol y una serie de otras piezas menores. Hubo incluso una modificación legislativa ad hoc para sortear las trabas a la exportación del “tesoro artístico nacional”. Era 1932.
Nueve años más tarde, derrocada la República española por un golpe fascista, la columna acabaría expuesta junto a otro símbolo del expolio, pero un expolio distinto, el Guernica de Picasso. Ambas obras, separadas por 800 años, compartieron sala en el Museo Fogg de Harvard en 1941. Con esa imagen comienza el ensayo científico de Prado-Vilar que ha reescrito la historia del altar del Apóstol Santiago de San Paio de Antealtares.
El BNG reclama ahora “todas las actuaciones necesarias para resarcir a la sociedad gallega del espolio de su patrimonio histórico”. Prado-Vilar comparte el espíritu de la reivindicación, aunque entiende que no existen bases legales para recuperar la columna depositada en Estados Unidos. “Pero sí para abrir el debate de por qué todas las obras que compra el Estado acaban en Madrid”, dice, “creo que el ministro [Ernesto] Urtasun, que es partidario de la descentralización de los museos, puede comprenderlo”. Para el investigador, existe una solución inmediata y sencilla: que una de las dos columnas del Museo Arqueológico Nacional sea cedida a Santiago de Compostela.
1