Ochenta horas a la semana por el precio de cuarenta. La pasada semana este diario recogía lo que le había sucedido a Manuel -nombre figurado-, un hombre que llegó a Galicia desde El Salvador y encontró trabajo como conserje en la casa sacerdotal de Ourense, residencia de curas ancianos dependiente del obispado. El trabajador “sabía muy poco” de la legislación laboral española y, por eso, estuvo durante más de cuatro años realizando jornadas laborales de alrededor de catorce horas diarias, unas ochenta a la semana. Cuando desde su entorno le advirtieron de que estaba siendo víctima de una injusticia comenzaron las hostilidades con sus patrones hasta que, finalmente, fue despedido por, asegura, exigir derechos laborales. Pero, ¿en qué consistía ese trabajo?
Según acaba de mostrar la CIG, central sindical que está apoyando a Manuel en su proceso judicial contra el obispado, esta maratoniana jornada laboral comenzaba cada día poco después de las siete y media de la mañana, momento en que, como ya le había relatado a este diario, tenía que “recoger el pan, partirlo y servirlo en el comedor”, además de “ventilar” el salón. Acto seguido era el momento de “recoger los contenedores, buscar los periódicos y ordenar el salón. A las nueve ya tenía que estar ”fijo en la portería, para abrirles a los que llegan“.
Una hora más tarde, a las 10, la labor de Manuel consistía en “limpiar la portería, distribuir el correo, buscar medicinas...”, todo esto mientras permanecía “pendiente de la portería y del teléfono”. “No dejar la portería en ningún momento sin encargársela a alguien”, especificaba el documento. El trabajador podía realizar estos cometidos hasta las dos de la tarde con excepción de los martes, cuando desde las once y media tenía que “limpiar el comedor, reponer vinagre y aceite” y “poner las mesas”.
A pesar de ser oficialmente un conserje, las labores hosteleras tampoco le eran ajenas. A las dos y cuarto le correspondía “abrir las botellas y ayudar a servir y recoger” el almuerzo y a las 3, “atender la cafetería”. Tras un breve “descanso”, a las cuatro y media tenía que volver al trabajo para centrarse en labores de limpieza: los lunes, “pasillos y escalera; los martes, ”limpieza general del salón“; los miércoles, la capilla; los jueves, de nuevo ”pasillos y escalera“ y los viernes, ”cristales del pasillo del contenedor y salida al patio“. Esto sucedía hasta las nueve, cuando tenía que ”sacar contenedores y poner medicamentos“ y a las nueve y media, ”servir la cena y poner las cosas para el desayuno del día siguiente“. A las diez y media aun había que ”poner el comedor“.
Esta detallada tabla de tareas especificaba además cuándo el trabajador podía desayunar, almorzar y cenar, y advertía de que era también su responsabilidad “estar pendiente” de uno de los residentes cuando “no está” su cuidador habitual, además de “estar disponible para los servicios y atenciones que precisen los residentes”. Sobre él pesaban, al tiempo, las prohibiciones de “estar en la cocina”, “chatear en las horas de trabalo” y tener “visitas espirituales”. Durante esa media década Manuel asegura que se sintió “como un esclavo”. Cuando fue despedido los responsables de la casa le indicaron que “si hizo” semejante cantidad de horas “fue porque quiso”, asegura.