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Autómatas del Siglo de las Luces: así eran los fascinantes abuelos de los robots

El perfeccionamiento de los mecanismos de relojería a finales dle siglo XVII impulsó la fabricación de autómatas

Lucía Caballero

El cuerpo del ‘Pato con aparato digestivo’, fabricado por el inventor y artista francés Jacques de Vaucanson, estaba fabricado en metal. El animal mecánico era, supuestamente, capaz de tragar y digerir la comida: la tomaba de la mano de su creador y desaparecía dentro de su artificial organismo para después ser excretada. Vaucanson había ideado todo un sistema de tubos que conducían el grano al supuesto estómago, donde aseguraba haber instalado una especie de laboratorio químico en miniatura para descomponer el alimento.

Este artilugio con pico y alas constituía el tercero de los autómatas creados por el galo y se considera su obra maestra. En 1738, exhibía al pájaro, junto con un flautista que podía tocar doce canciones y un tamborilero, ante aristócratas y miembros de la monarquía intrigados por aquellos bizarros juguetes mecánicos. No había chips ni inteligencia artificial, pero Vaucanson y otros inventores del Siglo de las Luces tenían sus propias herramientas para hacer funcionar sus primitivos robots. Gracias a ellos, el siglo XVIII se convirtió en la época dorada de los autómatas.

Su enorme auge se debia, sobre todo, a dos motivos. Por un lado, “la mejora en la precisión de los mecanismos de relojería, que se habían desarrollado muchísimo a finales del siglo XVII, propiciando un aumento en el número y precisión de los relojes de engranajes”, explica a HojaDeRouter.com el investigador Simon SchafferSimon Schaffer, experto en historia de la ciencia de la Universidad de Cambridge. Porque las figuras metálicas, habitualmente de bronce, escondían sofisticadas series de ruedas que impulsaban su movimiento. “Exhibir estas piezas era una estrategia para enseñar lo que los relojeros eran capaces de hacer”, describe el británico.

Por otra parte, el concepto de autómata tenía que ver con una corriente de pensamiento sobre la naturaleza surgida en la época. “Planteaba que el cuerpo de los humanos y otros seres vivos era como una máquina”, indica Schaffer, de ahí que los imaginativos creadores de los primigenios robots se atrevieran a construir artilugios para imitar el comportamiento de personas y animales.

El fin último de estos aparatos era imitar mecánicamente ciertas acciones, un objetivo que cumplían brillantemente algunos de los más sofisticados y caros, como los de Vaucanson y los construidos por la familia suiza Jaquet-Droz entre 1768 y 1774. Había un flautista, un dibujante y una mujer que tocaba el órgano. “Estas actividades estaban mecanizadas para simular lo que los humanos hacen cuando tocan un instrumento y dibujan. Por eso solo estaba mecanizado el cuerpo, nunca los elementos que lo acompañaban”, recalca el investigador británico.

En realidad “no sabemos exactamente cómo funcionaban porque estos inventos han desaparecido”, admite el historiador. Pero sí se conocen algunos de sus secretos. Por ejemplo, el intérprete de flauta guardaba en su interior una serie de bombas que empujaban el aire a través de los labios de la figura metálica, mientras que un mecanismo de relojería controlaba sus dedos. “La máquina soplaba a través de la boquilla de la flauta y movía las manos”, detalla Schaffer.

Como los relojes tradicionales, todo el mecanismo se sustentaba en una red de engranajes con ruedas dentadas impulsado por una leva, “un objeto circular de metal o madera que gira en torno a un eje y cuyo borde está cortado con extrema precisión”, explica el investigador. Sobre el margen se desliza lo que se conoce como seguidor de leva, una pieza que transmite el movimiento a las partes articuladas, como los dedos del dibujante y los músicos.

“La fuente de alimentación del sistema era totalmente mecánica”, continúa Schaffer. La energía que propulsaba el movimiento procedía de un resorte motor, un muelle en espiral que la almacena al enrollarse y la libera al expandirse, que se cargaba con una llave (se le daba cuerda). “Cuando el muelle se estira mueve la leva, que rotaría, mientras que el seguidor de leva dirige el movimiento hacia los componentes de la máquina”, detalla el británico.

Las mentes detrás de las máquinas

“No había nada que se llamase científico en el siglo XVIII, no existía ni la palabra ni la profesión”, aclara el investigador de la Universidad de Cambridge. Quienes construían los autómatas en el Siglo de las Luces podrían considerarse ingenieros, al menos en cierto sentido. El francés Vaucanson estudió ingeniería de la relojería en París, además de medicina, principalmente anatomía. Por eso combinó ambas disciplinas para diseñar lo que él llamó “anatomías en movimiento”, es decir, “máquinas que imitaban el aspecto anatómico y las funciones fisiológicas del ser humano”, explica Schaffer.

Los tres autómatas del galo no solo le hicieron famoso entre la clase alta de la época, sino que le sirvieron para ganar mucho dinero. Su popularidad sirvió para que el rey de Francia lo eligiera en la década de 1730 para gestionar una serie de fábricas, entre las que se incluía la de hilos de seda, para las que diseño diferentes máquinas automatizadas y telares.

Otro amante de las aves acuáticas, el belga John-Joseph Merlin, creador de un bonito cisne recubierto de plata que pesca con su duro pico metálico, también era ingeniero. Por su parte, el suizo Pierre Jaquet-Droz, que construyó junto con su hijo a 'El escritor', 'El músico' y 'El dibujante' −de 600, 2.500 y 2.000 piezas respectivamente− era relojero. “Podríamos considerarlo ingeniero, pero lo cierto es que se ganaba la vida fabricando relojes”, dice el historiador.

Schaffer considera que los autómatas del siglo XVIII forman parte de la historia industrial y tecnológica de Europa y no deberían entenderse como “meros juguetes u objetos de entretenimiento”. Sus creadores los construían para experimentar con la anatomía e incluso tenían tintes filosóficos, ya que muchos estudiosos se planteaban entonces si el cuerpo humano era simplemente una máquina.

En cuanto a su parecido con los robots, el historiador señala que mientras que los autómatas del Siglo de las Luces simulaban el comportamiento, aspecto y hábitos humanos, la mayoría de robots actuales “no se parecen a las personas ni tampoco es el objetivo de sus creadores”, a excepción de los androides. Sin embargo, “estos artilugios tuvieron un efecto muy importante en el desarrollo del diseño industrial europeo”, destaca Schaffer. Muchas de estas figuras mecanizadas inspiraron la construcción de algunas máquinas como los telares del sector textil. Así, “hay una relación directa entre el desarrollo de estos autómatas y la automatización de la producción industrial”, afirma el investigador.

Los farsantes del clan

Junto con los verdaderos, aparecieron también falsos autómatas, como el famoso turco que jugaba al ajedrez, una figura humana diseñada y construida por el ingeniero eslovaco Wolfgang von Kempelen en 1769. Mientras que un autómata podría considerarse una máquina que imita a un humano, el turco “era en realidad un humano fingiendo ser una máquina que fingía ser un humano”, explica Schaffer. En el interior de lo que externamente parecía una figura artificial había una persona que manejaba las piezas sobre el tablero.

Tras las exhibiciones del falso jugador, la gente tenía que averiguar cómo funcionaba el invento. Su importancia, según el historiador, radica en las cuestiones que planteaba: “Durante su 'tour' europeo en la década de 1780 inspiró un intenso debate sobre si una máquina podía o no jugar al ajedrez” señala el experto. “Incluso aunque la gente se diera cuenta de que se trataba de un humano, la pregunta seguía ahí: ¿podía construirse una máquina que jugara de verdad?”.  

Lamentablemente, el modelo orignial del turco no ha perdurado hasta nuestros días, como tampoco lo han hecho los autómatas de Jaquet-Droz ni los de Vaucanson, aunque sí existen réplicas de algunos de ellos. El cantante de The Who, Roger Daltrey, ha subastado recientemente siete modelos del siglo XIX que guardaba en una colección privada de la que formaban parte desde una señorita oriental que toma el té y abre su paraguas hasta un molino acompañado de un barco.

El cisne de Merlin se encuentra en el Museo Bowes, al norte de Gran Bretaña. Es una de las pocas muestras originales que se conservan de la época dorada de unas máquinas que, por muy simples que parezcan, escondían complejos mecanismos en sus entrañas metálicas. Constituían, además, una prueba de la imaginación de sus creadores. El pato de Vaucanson ingería el alimento, sí, pero los excrementos que liberaba después eran artificiales. 

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Las imágenes de este artículo son propiedad, por orden de aparición, de Bruno Cordioli (1, 2) y Library Company of Philadelphia

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