Presentaba ‘El ventre del mar’ en su Mallorca natal –faltaban aún algunos meses para que confesara que un cáncer de pulmón le acechaba- cuando Agustí Villaronga pronunció una frase que podría resumir su filmografía al completo: “Quería entender qué pasa con aquellos que sobreviven, porque quedan marcados”. En aquel momento hablaba del austero y dramático paralelismo que había trazado entre el naufragio de la fragata La Medusa en 1816 y los supervivientes de una balsa que, en realidad, podría ser cualquiera de las pateras que logra atravesar el Mediterráneo que hoy se define como el mayor cementerio del mundo. Pero iba más allá. El cine de Villaronga ha hablado siempre de supervivencia. No una supervivencia en el sentido estricto, sino emocional. Una resistencia –o un arrastrar- de heridas que hablan de la culpa, del dolor, de la guerra, del mal.
El cine de Villaronga es perturbador, a veces siniestro, siempre oscuro. Sus obituarios recuerdan hoy que heredó la pasión de su padre: un cartero en la Mallorca de posguerra que soñaba con ser director de cine. Repasan aquella carta que, con solo catorce años, escribió a Rossellini para formarse junto a él en la Universidad de Roma. El propio cineasta calificó su infancia de tranquila y feliz para, según la doctora en Historia y profesora Pilar Pedraza –autora del principal estudio sobre la obra del cineasta- “alejar la tentación de que se considere su cine fruto de una catástrofe o un melodrama tempranos”. Lo cierto es que aquellos primeros años en la Palma de los años 60 dejaron una huella casi indeleble no sólo en él sino, podríamos atrevernos a apuntar, en su cine.
Con aquellos mismos catorce años, Agustí asistió a un cursillo de cine en Montesión, el colegio jesuita en el que estudiaba. Un taller impartido por el religioso Norberto Alcover que despertó en él las ganas de ponerse detrás de la cámara. “Hasta entonces yo había visto cine vulgar y corriente, y con el curso descubrí las películas de autor y un nuevo instrumento de comunicación”, reconoció en una entrevista a Diario de Mallorca. Una bocanada de aire fresco en unos años de los que no parecía guardar buen recuerdo. Hablaba de castigos, de “tortas tremendas”, de no sentirse “aceptado” por sus compañeros. Un tiempo ya oscuro que le hizo reconocer su “sensibilidad distinta” y que sirvió de germen para ‘La mala educación’ de Almodóvar. Villaronga –según algunos en solitario, según otros, a cuatro manos con el director manchego- escribió el primer borrador de un guion que llegó a plantearse dirigir. Durante un tiempo aquella versión llevó por título ‘Las visitas’ antes de que quedara aparcada en un cajón y Almodóvar rescatara la idea años después como la película que finalmente se estrenó.
Quizá Agustí rehusó hablar en primera persona, pero aquella mirada infantil entre el asombro y el espanto acabó por colarse en muchas de sus películas. En los ojos de Manuel y Andreu en ‘El Mar’ –adaptación de la novela homónima del mallorquín Blai Bonet- ante el horror del fusilamiento del padre de uno de sus amigos en plena guerra. Los ojos desconcertados de Núria y Andreu ante los secretos de una familia que se desmorona por instantes en la archipremiada ‘Pa Negre’. La venganza agazapada en las pupilas de Ángelo en ‘Tras el cristal’ al reencontrarse con su torturador. Todo un universo de personajes infantiles que, además, le permitieron hablar del descubrimiento de la sexualidad. O, sobre todo, de la homosexualidad. Un tema constante en su filmografía pero que, según Pedraza, la crítica española acostumbró a “pasar por alto” hasta el punto de crear “análisis y explicaciones ininteligibles o pusilánimes” de sus películas.
Antes de convertirse en director, Villaronga pasó por la Universitat de Barcelona y por el Institut del Teatre. Recorrió España de la mano de la compañía de Núria Espert interpretando un personaje de ‘Yerma’ y siguió como actor en la gran pantalla con pequeños papeles en títulos como ‘El último guateque’ o ‘Perros callejeros’. Ya había filmado sus primeros cortometrajes –‘Anta Mujer’, ‘Al Mayurqa’- cuando el productor Pepón Corominas le propuso ser el vestuarista de ‘La plaza del diamante’. Aquello le brindó la oportunidad de profundizar en el mundo de los rodajes y de decidirse a dar el gran salto.
En 1987 su opera prima ‘Tras el cristal’ fue un golpe sobre la mesa en el panorama del cine español. El despertar de un creador auténtico, de un autor en mayúsculas. El inicio del recorrido de un cine “siniestro”, “no en el sentido peyorativo de macabro, sino en el freudiano que se refiere a la inquietante extrañeza, al retorno de lo reprimido”, define Pedraza. De ese primer título –según recoge la profesora- el cineasta estadounidense John Waters llegó a decir que era “una gran película”, pero que le asustaba “demasiado para enseñársela a mis amigos”.
El film narra el perverso reencuentro entre el Doctor Klaus -un exoficial nazi que había trabajado como médico en los campos de concentración donde experimentaba, torturaba y abusaba de niños- con una de sus víctimas: el joven Ángelo. Su historia aparece escondida: se presenta como servicial enfermero antes de hacerse con el control y comenzar a martirizar al doctor entre la venganza y la emulación.
‘Tras el cristal’ sentó las bases de un cine en el que la guerra o el horror de ciertos episodios históricos han estado muy presentes. “Secuelas del nazismo, desastres de la Guerra Civil española, la miseria económica y moral de la posguerra, la guerrilla de Guatemala, la invasión soviética de Hungría…”, enumera Pedraza. En realidad, asegura, a Villaronga no le interesaba hablar de la guerra. A veces sí “del juego del verdugo y la víctima”. Pero el cineasta mallorquín encontraba en aquellos momentos el contexto perfecto del que extraer a unos personajes que, de nuevo, hablaban de cicatrices y supervivencia, de culpa, de remordimientos, de dolor. De oscuridad. Una inmersión en las heridas del alma y en los vericuetos de la psique humana. Nadie se extrañó cuando en 2002 presentó ‘Aro Tolbukhin: en la mente del asesino’ para bucear en los porqués, los traumas y el día a día de un vendedor húngaro condenado a muerte por quemar vivas a siete personas en la enfermería de la Misión del Divino Redentor de Guatemala. La religión, también, palpitando siempre de fondo.
Quizá Agustí Villaronga renegara de esa definición que agrupó tres de sus grandes películas como la trilogía de la Guerra Civil, pero fue precisamente el film central, ‘Pa Negre’, el que le encumbró definitivamente al estrellato. Para entonces, el mallorquín ya había pasado por los festivales de Cannes, Berlín y San Sebastián pero posiblemente nunca se sintió tan cerca del público como entonces. Superó el millón de euros en taquilla, ganó nueve premios Goya –entre ellos el de Mejor Película y Mejor Dirección- y fue seleccionada para representar a España en los Oscar. Poco después, él recibía el Premio Nacional de Cinematografía. Quizá dejaría de ser, decía, un “bicho raro”.
Bajo aquella nueva lupa, Villaronga cerró la trilogía con Incerta glòria, dirigió una miniserie para Televisión Española sobre la visita a España de Eva Perón en 1947 con Carta a Eva y saltó a Cuba para rodar El Rey de La Habana: la vida al límite de un joven, Reinaldo, después de escaparse de un correccional. Miseria, hambre, sexo y, de nuevo, la supervivencia.
En el verano de 2020 fue la imperiosa necesidad del cineasta de seguir adelante la que consiguió levantar y parir ‘El ventre del mar’. Esta vez el drama de la inmigración africana le permitía actualizar una historia de supervivientes de un naufragio basándose en un texto de Alessandro Baricco. Una película que surgía, confesó entonces, “casi como un gesto de rebeldía” en plena pandemia de la Covid 19. Fue como un regreso a los orígenes. Al cine pequeño, casi minúsculo. A Mallorca. Una historia claustrofóbica, tan física como artística, rodada entre los depósitos abandonados de la antigua bodega de Es Sindicat de Felanitx que se alzó con seis biznagas –entre ellas la de Mejor Película Española- en el Festival de Málaga.
La muerte ha atrapado a Agustí Villaronga en el que podría definirse como un nuevo giro en su carrera. Además de adentrarse en la comedia, después de décadas de una mayoría de personajes masculinos –en una entrevista con Shangay reconocía que, al meno,s la frecuencia de sus desnudos se explicaba por lo presente que estaba la temática gay en sus películas-, colocaba a una mujer en el centro de su universo. Loli Tormenta es la historia de una abuela moderna, caótica y con un avanzado estado de Alzheimer que se hace cargo de sus nietos tras la muerte de su hija. El cineasta terminó el rodaje el pasado mes de agosto pero se encontraba en plena postproducción.
La Acadèmia del Cinema Català ha anunciado que convertirá su gala de los Premis Gaudí de este domingo en un homenaje al director mallorquín. “Su talento, su sensibilidad, su enorme capacidad de amar todo lo que tocaba y sus películas quedarán para siempre”, aseguraba en un breve comunicado en el que informaban de su fallecimiento. Hace poco más de un mes el cineasta recogía en Tenerife la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Galardón que se le otorgaba por ser “uno de los directores españoles de cine más personales y reconocidos”.
La obra y el legado que deja Agustí Villaronga –en el que Loli Tormenta se estrenará como película póstuma- también pasan por piezas teatrales en las que recuperó personajes femeninos históricos para reescribirlos. Si Blanca Portillo fue la Virgen en El testamento de María atormentada por el odio y la persecución contra Jesús, Núria Prims sirvió para redimir al personaje de Clitemnestra en una obra del mismo título en la que explicaba los motivos de su tragedia y su venganza más allá de la leyenda.
Su filmografía también deja títulos como Nacido Rey, una película que reconoció de encargo, producida por Arabia Saudí y con un presupuesto cercano a los 20 millones de euros en la que recuperaba la historia del rey Faisal. En el cajón de sus obsesiones quedaron las películas que no consiguieron ser. Dicen que durante años persiguió adaptar ‘La mort i la primavera’ de Mercè Rodoreda. Tampoco su guion de ‘La giganta’ consiguió ver nunca la luz, como tampoco ‘Bárbaros de Occidente’ en la que rescataba la vida y obra del escritor y pintor francés François Augiéras.