“Palma de Mallorca, a 13 de octubre de 1962. Querido José Antonio, eres un informal; te escribo carta tras carta y ni te dignas a contestarme. Que ahora que se me ocurren, quedan tres cosas -al menos- por decidir en mi casa. Animaos Ramón y tú, y trabajad un poco, que para eso sois amigos”. Así leído, uno podría pensar que fue la gota que colmó el vaso. La carta que no sólo no debió tener respuesta, sino que puso fin a la relación entre los destinatarios -los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún- y el remitente, que no era otro que Camilo José Cela.
Pero en realidad, no ocurrió nada de eso. Para entonces, ambas partes llevaban carteándose dos años y aún les faltaban otros cuatro para zanjar el contrato que les unía. El motivo de la disputa era la casa que el premio Nobel de Literatura se estaba construyendo en el palmesano barrio de La Bonanova. Un artículo acaba de sacar a la luz la problemática, insistente y “picajosa” relación que el escritor estableció con los autores del proyecto, condensada en medio centenar de misivas.
Quizá pueda sorprender también saber que Cela y José Antonio ni siquiera tenían la relación de amistad que uno esperaría de ese tono. Tampoco con Ramón. “Tenían cierta confianza”, señala el arquitecto David García-Asenjo, coautor junto a Alberto Ruiz del artículo Cartas para un hogar. La casa de Camilo José Cela en Palma de Mallorca. Hacía unos años les había presentado el constructor Félix Huarte. El escritor había decidido mudarse a la isla para poder trabajar “sin las distracciones de la vida social de los círculos literarios madrileños”. Ya en Palma había comenzado a dirigir la revista Papeles de Son Armadams -“Que financiaba el propio Huarte”, explican-, pero los días del Nobel transcurrían en una casa que se le quedaba pequeña “ante la gran cantidad de objetos y libros que acumulaba”.
Después de un tiempo, Cela decidió hacerse una casa. Una vivienda que fuera no sólo el lugar tranquilo que necesitaba para escribir -para entonces ya había publicado algunas de sus grandes obras, como La familia de Pascual Duarte o La colmena-, sino también sede y oficina de su revista. “Huarte, del que sí era amigo, se ofreció a darle un préstamo para pagar el diseño y la construcción, pero también le sugirió y presentó a los dos arquitectos que estaban trabajando en una casa para él en Madrid”, explica García-Asenjo. Y que eran, justamente, Corrales y Vázquez Molezún. “Ya eran reconocidos, habían ganado el Premio Nacional de Arquitectura y habían diseñado el Pabellón de España en la Exposición Universal de Bruselas de 1958. Con el tiempo se acabarían convirtiendo en dos de los principales arquitectos españoles de la segunda mitad del siglo XX, y el Pabellón, en una de las obras más importantes no sólo de la arquitectura española, sino europea”, asegura el autor.
Cela decidió hacerse una casa en Palma para escribir y dirigir una revista. Contrató a José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezú, que habían ganado el Premio Nacional de Arquitectura, y con quienes el escritor tuvo más de un roce
Sin embargo, el proyecto que ahora tenían entre manos era diferente. Construir la casa de uno de los escritores más reputados del país que debía ser, al mismo tiempo, vivienda familiar -con zona de servicio y espacio para el chófer-, oficina y almacén de Papeles de Son Armadams y el lugar de trabajo del literato, donde ubicar además su “formidable biblioteca”. “Se puede romper una amistad por una casa, y si el cliente cambia constantemente de criterio y gustos, más”, apunta García-Asenjo.
Tampoco el terreno donde debía ubicarse era sencillo: un solar en el barrio de La Bonanova de Palma que tenía una importante pendiente de hasta seis metros de desnivel entre la entrada y la parte trasera. La solución planteada fue la de organizar el conjunto en una serie de volúmenes escalonados. “Los espacios destinados a la revista se situaban en la parte más pública, junto al garaje”, detallan. El despacho principal de Cela serviría como “centro” de todo y conectaría tanto con las dependencias privadas como con la zona de la revista.
Se puede romper una amistad por una casa, y si el cliente cambia constantemente de criterio y gustos, más
Sólo el diseño y la construcción de la llamada Casa Cela -con sus fachadas laterales de marés, la estructura de hormigón vista, los casetones reticulares- merecían que García-Asenjo y Ruiz se sumergieran en un análisis del proyecto. “Nos sorprendió ver lo poco estudiada que estaba”, reconocen. Pero en mitad de su proceso, les contactaron desde la Fundación Camilo José Cela de Iria Flavia: en su archivo guardaban, entre otras joyas, las cartas que el escritor había intercambiado durante años con Corrales y Vázquez Molezún. Y allí todo dio un vuelco. “La cosa ya no iba de la casa de unos arquitectos estupendos para un escritor estupendo, sino de la relación entre ambos. El ‘oye no venís’, ‘oye tengo humedades’”, recuerdan los autores. Los casi seis años que el Nobel ejerció de cliente “picajoso” frente a unos expertos que, además, ni siquiera estaban en Mallorca.
Las ideas peregrinas de Cela
Los roces comenzaron a verse en el mismo diseño. “Cela pensaba en la casa como un instrumento de trabajo, que además se llenaría de libros, obras de arte y objetos que el escritor acumulaba”, resumen en el artículo. Lo que ya desde un principio parecía complejo, acabó siendo un dolor de cabeza. Por un lado, porque el literato se empeñaba en convertir algunas de sus antigüedades en nuevos elementos para la vivienda. Como la puerta de clavos que fue transformada en un tablero de mesa para la bodega. Por otro, porque cuantas más vueltas le daba, más “ideas peregrinas” sugería a los arquitectos: ahora un gallinero, luego una cuadra o una caseta para los perros. “También tuvieron que encontrar el espacio para plasmar en un mural exterior el dibujo que Pablo Picasso le había hecho en un mechero”, explica García-Asenjo. Hoy, curiosamente, uno de los elementos más destacados de la casa.
Lo que ya desde un principio parecía complejo, acabó siendo un dolor de cabeza. Cuantas más vueltas le daba, más 'ideas peregrinas' sugería Cela a los arquitectos: ahora un gallinero, luego una cuadra o una caseta para los perros
“Cela introducía modificaciones constantes”, aseguran. Otra de sus obsesiones era la falta de espacio -especialmente para su biblioteca- que había tenido en la casa anterior. Por ello pasó a proyectar un armario para cada dependencia. “Como estaba en Palma, iba a visitar primero el terreno y luego las obras casi cada día. Sin embargo, los arquitectos estaban en Madrid. Por eso comenzó a escribirles con sus propuestas y cambios”, señalan. Una relación que se fraguó en más de medio centenar de cartas que dirigió tanto a los propios arquitectos como a Huarte cuando sentía que éstos no le hacían caso o había que solventar temas de pagos.
Cuando en 1961 Corrales y Vázquez Molezún entregaron los planos, pensaron que las sugerencias se habrían terminado. Nada más lejos de la realidad. Las cartas pasaron a centrarse en detalles como el diseño de las estanterías, su preocupación por la humedad de Mallorca o las quejas por el presupuesto del sistema de refrigeración. “Mientras queden pay-pays con los que abanicarse la entrepierna, yo no me gasto 900.000 pesetas ni 200 litros de agua en la refrigeración”, llegó a escribirles, subrayan los autores, con tono “socarrón”.
Cela llegó a decir a los arquitectos: 'Mientras queden pay-pays con los que abanicarse la entrepierna, yo no me gasto 900.000 pesetas ni 200 litros de agua en la refrigeración
Sólo respondían una de cada cuatro cartas
La distancia que les separaba tampoco jugó a favor de la relación. A pie de obra, Cela asistía en directo a la construcción de los cimientos, a la falta de materiales, a los parones… “Son constantes las quejas en sus cartas por la poca atención que recibe de los arquitectos y por las escasas visitas a la obra”, resumen en el artículo. Fue ese 13 de octubre de 1962 cuando, entre el desespero y el desamparo, directamente le escribió a José Antonio Corrales que era un “informal” y le invitó a que trabajara “un poco” junto a su colega.
“Los arquitectos eran conscientes de que al estar en Madrid eso afectaba mucho al seguimiento de las obras y de que, seguramente, le estaban dedicando a la casa el tiempo justo”, asume García-Asenjo. Pero también que ellos tenían una oficina con cuatro personas, proyectos en media España y otro trabajo como profesores; mientras que Cela “tenía una secretaria que tomaba nota de todas sus cartas”. El resultado, como bien decía el literato, era que por cada cuatro misivas con suerte llegaban a responderle una.
Al final, Cela tenía razón
Lo cierto es que algunos de los temores del escritor acabaron por confirmarse. Quizá por culpa del descuido de los responsables o del bucle de sugerencias en el que habían entrado. Primero, unas estanterías acabaron por exceder la carga de la estructura y fue necesario reforzarla. La cosa fue más seria cuando, en febrero de 1967, ya instalado en la nueva vivienda, volvió a escribirles. “Anoche llovió y hoy, después de haber pseudoarreglado las terrazas por enésima vez, ha vuelto a entrar el agua a chorros, destrozándome la biblioteca, el humor y la mínima paz que necesito para trabajar”.
Pese a la autocrítica y la paciencia del tándem de arquitectos, la tensión era cada vez más patente. Cuál no habría sido su respuesta para que Cela hubiera intentado suavizar la situación en el mismo texto en el que les relataba sus humedades. “Si vuestra carta es un ultimátum, nada me importa y retiro cuanto de ofensivo hayáis podido encontrar en ella, ya que no fue mi ánimo ofenderos”, reconoció.
De aquel folletín epistolar la que salió mejor parada fue la casa. Se publicaron reseñas alabando el proyecto en revistas como Arquitectura y Quaderns. Corrales y Vázquez Molezún decidieron que evitarían este tipo de encargos para ahorrarse “más de un quebradero de cabeza”. Huarte, por su parte, informó a Cela de que el consejo de dirección de la constructora había prohibido que volvieran a construirse o financiarse viviendas unifamiliares que, además, solían ser “encargos de compromiso”.
Para García-Asenjo y Ruiz, la lectura y el descubrimiento de la correspondencia supone acabar con la “mitificación acrítica” de una obra. “Muestra una faceta incómoda, aunque necesaria. Es fácil imaginar esta versión mundana del proceso de proyecto y construcción de muchas obras. No estropea nuestra visión de los proyectos, pero debería ayudar a ponerlos en perspectiva”, resumen. Y al consuelo de que hasta un Nobel de Literatura tuvo problemas con una obra.