Las mujeres antifascistas violadas, chantajeadas por la Iglesia y obligadas a ingerir aceite de ricino
En la España del siglo XX (con la excepción del periodo que empieza con la transición española y épocas más luminosas como la II República) las mujeres fueron sujetos sin derechos políticos. Su papel en lo social estuvo relegado al ámbito familiar: ser buenas hijas primero y buenas madres y esposas después, de acuerdo con los cánones morales del catolicismo sostenidos por la institución que más peso tenía en la vida social: la Iglesia Católica.
“La situación política que se generó en la posguerra (...) se puede considerar el colofón trágico y, a la vez, la prueba irrefutable de la aceleración del tiempo histórico que había causado la propia contienda respecto de las relaciones de género”, describe el doctor en Historia David Ginard en Dona, Guerra Civil i franquisme, un libro en el que, junto a cinco autoras –Anna Aguado, Ángela Cenarro, Carme Molinero, Mary Nash i Susanna Tavera–, analiza el papel de las mujeres durante el periodo republicano desde una perspectiva de género, así como los roles que ejercieron las mujeres antifascistas en la España en guerra y los modelos socioculturales que impuso la Iglesia Católica y la Sección femenina de la Falange con el triunfo de los sublevados y el inicio del régimen franquista.
En el caso específico de Illes Balears, destacaron figuras como Aurora Picornell –conocida como la “Pasionaria de Mallorca”, asesinada por los falangistas por comunista, feminista y republicana y cuyos restos han sido recientemente identificados–, Matilde Landa –extremeña que tuvo un papel fundamental en la resistencia antifascista durante su ingreso en la prisión de Can Salas, prisión central de mujeres de Mallorca, donde se terminó suicidando debido a la presión religiosa– o la feminista y espiritista Maria Vaquer, militante socialista que había sido presidenta de la Agrupación Socialista femenina de Capdepera durante la II República y que se exilió en Argelia en el año 1948, en plena posguerra después de la implantación de la dictadura franquista.
Respecto a las actividades relacionadas con la resistencia antifranquista de posguerra, Ginard alude al caso de Maria Pellico Remis, administrativa madrileña que fue encarcelada en Can Salas entre 1940 y 1943 y quien al salir en libertad se incorporó a la organización clandestina del PCE en Mallorca, donde intentó estructurar una sección de mujeres. Junto a Gabriela Deyà Gelabert, Margalida Andreu Marimon y Francesca Tous Ramis fue iniciadora de un proceso de incorporación de las mujeres en la lucha contra la dictadura, que ya en las postrimerías del régimen logró un alcance considerable, incluyendo figuras tan relevantes como la de Francesca Bosch y Bauzá, máxima responsable del Partido Comunista en la clandestinidad desde 1972.
El chantaje de las instituciones religiosas
Las instituciones religiosas ejercieron, además, un papel fundamental en las prisiones femeninas de la posguerra. Como apunta Ginard, las mujeres constituyeron un colectivo clave desde el punto de vista de la recatolización de España tras la experiencia laicista de la II República, lo que llevó a las mujeres a ser obligadas a bautizarse, como sucedió en el caso de Matilde Landa, y llevaran a cabo prácticas religiosas. Asimismo, las mujeres eran chantajeadas a practicar el catolicismo a cambio de recibir agua caliente para poder limpiar los “parches” que usaban para limpiarse durante la menstruación.
Las mujeres eran chantajeadas a practicar el catolicismo a cambio de recibir agua caliente para poder limpiar los “parches” que usaban para limpiarse durante la menstruación
En este contexto apela Ginard a entender la recuperación de las funciones atribuidas tradicionalmente a las monjas dentro de los centros de reclutamiento femenino de la posguerra, inspiradas en las tradicionales casas correccionales que tuvieron una notable presencia durante la Restauración borbónica.
Como apunta el historiador en su libro, la represión constituye un ejemplo paradigmático del “sempiterno problema” de la invisibilidad de la mujer como sujeto histórico. “Se trata de un fenómeno en que las formas específicas de violencia física y moral que afectaron de manera más singular a las mujeres fueron precisamente las que dejaron menos vestigios documentales aptos para ser usados por los historiadores”, incide.
Avances feministas entre finales del siglo XIX y principios del XX
Con todo, explica que los avances del feminismo fueron pocos en España durante el periodo que comprendió la proclamación de las Cortes de Cádiz y la dictadura de Primo de Rivera –a diferencia de otros países como el Reino Unido donde las reivindicaciones de las sufragistas conquistaron el voto femenino con anterioridad–, etapa durante la que se pueden destacar movimientos como el cantonalista del levantamiento federal de 1873 y el sufragista de los años veinte, progresos que en ningún caso caso tuvieron la relevancia política que aquellos que se produjeron durante la II República o los episodios que protagonizaron durante la guerra.
“Las mujeres ejercieron un rol político determinante en la zona republicana entre 1936 y 1939. A pesar de sus sombras, la movilización femenina en defensa de la causa de la democracia republicana española, incluida la de miles de mujeres que no habían tenido ningún tipo de politización previa, constituyó un punto histórico de ruptura que ya no tenía marcha atrás”, destaca Ginard.
Las mujeres ejercieron un rol político determinante en la zona republicana entre 1936 y 1939. A pesar de sus sombras, la movilización femenina (...) constituyó un punto histórico de ruptura que ya no tenía marcha atrás
Pese al papel fundamental que desempeñaron, las republicanas –y las mujeres en general– eran vistas por los golpistas como incapaces de liderar movimientos políticos u organizaciones sindicales por el hecho de ser mujeres. “Desde el punto de vista de la mentalidad franquista, se considera que las mujeres que habían entrado dentro de una dinámica de participación en organizaciones políticas de izquierdas lo habían hecho influenciadas de forma perversa por sus compañeros, hermanos, maridos o padres”, explica Ginard.
Esta mentalidad franquista, basada en tratar a las mujeres como si de menores de edad se trataran, explicaría el tipo de castigo específico dirigido hacia ellas, una represión “moral” o “simbólica” materializada, entre otras prácticas, mediante su rapado; obligándolas a ingerir aceite de ricino en una forma de purgar las “malas” ideas y expulsarlas y forzándolas a participar en actos religiosos y a ejercer tareas de limpieza de iglesias y de casetas de la Guardia Civil y de la Falange, además de ser violadas y presionadas para obtener información sobre sus familiares perseguidos.
Represión en los barrios obreros
Esta represión tuvo una relevancia importante en barrios populares como La Soledat (Palma), con una tradición obrerista y de izquierdas muy marcada. A través del testimonio de una vecina anarquista del barrio, Julia Palazón, se conoce que la represión hacia las mujeres en La Soledat tuvo, sobre todo, esa dimensión: había listas de mujeres “rojas” a las que les rapaban la cabeza, las sacaban a “pasear” por el barrio y les hacían beber aceite de ricino en la antigua Casa del Pueblo de Palma, reconvertida posteriormente en un local de la Falange.
Por otro lado –y por los mismos motivos, a saber, por esta conducta patriarcal–, era poco frecuente que les aplicaran la tipología de delitos más graves –con sus consiguientes penas máximas–, como rebelión militar: se las condenaba, en cambio, por penas tipo “auxilio” o “seducción” a la rebelión. “Es esta consideración de la mujer como menor de edad, como una persona incapaz de tener una mínima solvencia ideológica”, afirma Ginard.
En el caso específico de las mujeres “rojas” represaliadas durante la Guerra Civil en Mallorca, fueron acusadas, entre otros motivos, por haber gritado o protestado cuando se producía una detención, por haber escondido a algún compañero que estaba siendo perseguido por la policía, por haber facilitado el paso hacia la zona republicana de alguna persona que estaba siendo perseguida por razones ideológicas o por no haber facilitado que algún compañero que había sido llamado a filas por parte de los golpistas se incorporara. En el caso de aquellas que fueron presas después de la Guerra Civil, hubo casos en los que fueron acusadas por haber participado en actos de violencia anticlerical que habían tenido lugar en la España republicana.
“Normalmente eran acusadas de haber protagonizado una posición no de liderazgo, sino subordinada”, matiza Ginard. “De esta manera se dio paso a un fenómeno completamente nuevo porque las mujeres nunca habían sido destinatarias de una violencia política física y moral de dimensiones mínimamente comparables a la que conocieron a partir de 1936 allá donde triunfó el golpe de Estado y, desde 1939, al conjunto del territorio español”, especifica el historiador.
Las mujeres nunca habían sido destinatarias de una violencia política física y moral de dimensiones mínimamente comparables a la que conocieron a partir de 1936 allá donde triunfó el golpe de Estado
Esta violencia se saldó con al menos una docena de mujeres asesinadas en Mallorca y dos en Eivissa (ninguna en Menorca y Formentera), sin contar los casos de aquellas que murieron dentro de la prisión por enfermedad o suicidio. Los más conocidos fueron el de Aurora Picornell y sus compañeras conocidas como las “roges del Molinar” (una madre y dos hijas: Catalina Flaquer y Antònia y Maria Pascual y la joven palentina Berlamina González Rodríguez), asesinadas después de ser sacadas de la cárcel de Can Salas la noche del 5 al 6 de enero de 1937. Dentro del marco de esta represión descontrolada que asoló la isla entre el verano de 1936 y la primavera de 1937, también fueron abatidas la dirigente socialista Pilar Sánchez, las manacorenses Francesca Llull Font y Francesca Salas Llull (madre e hija y militantes de Izquierda Republicana Balear) y Margalida Jaume Vanrell, sin ninguna militancia política.
Cinco milicianas, violadas y torturadas tras un error de coordinación
Otro de los episodios más virulentos fue el de las cinco milicianas que participaron en el desembarco republicano del capitán Alberto Bayo para recuperar Mallorca, controlada por los falangistas. Debido a un error de coordinación, la noche del 3 al 4 de septiembre de 1936 quedaron en tierra tras la retirada de las expediciones. Todas ellas acabaron violadas y torturadas en la Escuela Graduada de Manacor y, finalmente, fusiladas por orden del conde Rossi. Como documenta Ginard, entre quienes participaron en las agresiones sexuales se encontraba el médico militar Vicente Sergio Orbaneja, camisa vieja, cuñado de José Antonio Primo de Rivera y futuro gobernador civil de Santa Cruz de Tenerife.
En Eivissa, Eulàlia Marí Torres y Bàrbara García Loreto, de Sant Joan de Labritja, fueron asesinadas el 2 de octubre de 1936 en el cementerio de la capital ibicenca. Como prácticamente todo el resto de las víctimas de la represión franquista de las Pitiüses, independientemente de su género, tenían escasa significación política.
Otras represaliadas fueron Maria Bauzà Mas, de Sineu (Mallorca), encarcelada tras introducirse clandestinamente, vestida de soldado, en la prisión de Can Mir con el objetivo de proporcionar una botella de aceite a su hermano recluso, o Pràxedes Terrassa Vicens, de Campos (Mallorca), quien introdujo un billete de cinco pesetas y una carta con calcetines cosidos dirigida a su marido, encerrado en un campo de concentración del puerto de Pollença. Mientras tanto, en Menorca, Sebastiana Sintes fue acusada de abofetear la imagen de Jesús de la parroquia de Sant Dídac (Maó).
Finalizado el conflicto bélico, el número de reclusas en la prisión de Can Salas se incrementó hasta las 500 durante el verano de 1940, procedentes principalmente de los centros penitenciarios de Menorca, Madrid, Girona, Ventas y Saturrarán.
“Meras comparsas” de los hombres
La ideología profundamente conservadora de los partidarios del régimen nacionalcatólico también se vio reflejada en las sentencias judiciales, promovida por los juristas de la España del siglo XIX, por la cual se utilizaban expresiones misóginas como “altanera” o “deslenguada”, muy poco habituales en el caso de las sentencias que afectaban a los hombres. “La mujer delincuente –por cuestiones políticas o comunes de delincuencia– era una ‘transgresora’ que se había alejado de su papel natural de madre y esposa para intentar equipararse al hombre, quedando así al margen del rol social que tenía asignado”, remarca Ginard.
Y al ser vistas como inferiores a los hombres, desde un punto de vista social, político e intelectual, las penas a las que eran sometidas eran, generalmente, también menores a las de los hombres. “Eran percibidas como seres sin capacidad de decisión, que como mucho actuaban como meras comparsas de los hombres”, subraya el historiador.
El historiador asevera, al hilo de lo anterior, que los testimonios orales y escritos procedentes de las víctimas y de su entorno social dejaron “muy escasa constancia” de la represión contra las mujeres. No en vano, la historiadora estadounidense Shirley Mangini señala que el bajo nivel de alfabetización entre las mujeres de las clases populares dificulta de manera particular que las represaliadas pudieran plasmar por escrito sus recuerdos y reflexiones.
Recluidas en el espacio doméstico
Por otro lado, Ginard abunda en que la tendencia de las antiguas represaliadas a recluirse dentro del espacio doméstico propició que a menudo resultara particularmente difícil acceder a sus testimonios. Incluso se daba el hecho de que, al ser interrogadas por los investigadores, centrasen su relato no en sus propias experiencias, sino en las de sus padres, maridos o hermanos. “A veces, este uso del testimonio oral femenino como instrumento para la recuperación exclusiva de la memoria de sus familiares masculinos, enmascarando su propio compromiso, se explica por el cuestionario elaborado por el historiador. Pero también es común que las propias mujeres menosprecien su experiencia, limitándola a una solidaridad basada únicamente en lazos familiares o afectivos o adoptando una retórica fundamentalmente defensiva en que sobredimensionan el rol de víctima sobre el de resistente”.
“Muchas de ellas, además, interiorizan en buena medida los argumentos de un régimen que pretendía, a toda costa, negar la faceta abiertamente política de la resistencia femenina, calificando sistemáticamente a las 'rojas' de mujeres 'fáciles y libertinas'”, remarca.
En consecuencia, las represaliadas de la dictadura consideraban, en una proporción mucho más elevada que los hombres, que los episodios violentos que habían sufrido constituían un motivo de vergüenza y no de alegría. “El olvido de la represión femenina afectó, incluso, a las organizaciones de la oposición antifranquista y a los organismos internacionales encargados de la salvaguarda de los derechos de los presos”, subraya Ginard en su obra. No en vano, en el informe sobre el sistema penitenciario español elaborado en 1953 por la Commission Internationale Contre le Régime Concentrationnaire (CICR), solo uno de los 37 relatos de presos políticos recopilados era femenino.
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