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Cuando el pecado estaba en la playa: así obligó la moral católica a que hombres y mujeres se bañaran separados

Laura Jurado

Mallorca —
23 de agosto de 2023 22:27 h

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Joan Ferrer aún recuerda cómo era fer un capfico (en castellano, darse un chapuzón) en la Mallorca de su infancia. El camino a pie desde Valldemossa hasta el mar duraba una hora entre atajos y rocas para acortar el sendero. Entonces, hace más de setenta años, “nadie hablaba de Port de Valldemossa, sino de Sa Marina”, aclara. En verano, describe, había “tres o cuatro familias” que tenían una casita “y un pescador o dos”. Pero lo que más recuerda es la figura de aquel hombre que caminaba arriba y abajo todo el tiempo que él y su grupo de amigos –que apenas pasaban de los doce años– estaban allí. “Era el padre de una de las niñas del pueblo que también bajaba a darse un chapuzón con sus amigas, pero no las vigilaba a ellas, sino a nosotros para que no pasáramos a la zona de las mujeres”, explica.

Mucho antes de la masificación y de que se convirtieran en el destino favorito de los turistas, las calas y playas de Balears se consideraban lugares casi de perversión. “La religión había penetrado tanto que condicionó la visión del cuerpo y algo como ir a la playa se convirtió en problemático. La sociedad de la República ya era muy católica, pero la situación se acrecentó durante el franquismo”, asegura el historiador y autor de L’illa desvestida, Tomeu Canyelles. Algo tan aparentemente inocente como tomar el sol o zambullirse en el mar podía convertirse en un “pecado grave”, calificaba un artículo del semanario mallorquín El Luchador.

En junio de 1938 el delegado de Seguridad Interior y Orden Público de Baleares publicó el bando La moralidad en la playa. El reglamento ordenaba que se habilitaran casetas para desvestirse en las playas –quedando prohibido hacerlo en cualquier otro lugar–, que el traje de baño cubriera la espalda, el pecho y los costados; y que los bañistas llevaran albornoz siempre que estuvieran en la arena aunque su intención fuera lo que entonces se conocía como “tomar baños de sol”. 

En 1938 el delegado de Seguridad Interior y Orden Público de Baleares publicó el bando 'La moralidad en la playa', que ordenaba, entre otras medidas, que el traje de baño cubriera la espalda, el pecho y los costados y que los bañistas llevaran albornoz

Sin embargo, el punto más radical de aquel edicto era que hombres y mujeres debían “quedar convenientemente separados tanto en las playas como en el mar”. Para facilitar esta separación, detallaba, se podría marcar la división de las zonas tanto con cuerdas como con marcadores o cualquier otra forma en la que fuera visible. El paso de una a otra, lógicamente, quedaba prohibido. 

La “nueva moral” que impuso la dictadura estaba “fundamentada en la negación, la rectitud y la castidad que, exageradas durante la postguerra, degeneraron en la más absoluta represión sexual”, escribe Canyelles en su ensayo. Una moralidad que, además de quedar patente en las nuevas normas, se promovía y divulgaba a través del “gran sistema de propaganda” de la Iglesia y de ciertos medios de comunicación. Sin esa segregación, insistían desde El Luchador, “no hay que extrañar que hombres y mujeres sean mutuamente objeto de tentación y peligro para la limpieza de las almas”. 

La nueva orden levantó muros visibles e invisibles en playas, calas y en cualquier zona de baño. Uno de los ejemplos más conocidos fue la barrera que se instaló ya en la posguerra en la dársena de Can Barbarà (Palma): primero, hecha de tela de saco y luego convertida en una valla metálica. En otros lugares se aprovechó la propia orografía del terreno o incluso se adjudicaron playas distintas según el género. Diario de Ibiza recogía en 1940 la nueva ordenanza municipal de Eivissa ciudad que establecía como áreas de baño exclusivas para hombres la Punta de la Ratjada, la Punta del Arany y Baix des Molins. Para las mujeres quedaban la Playa del Arany Petit y la segunda playa de Figueretes, entre otras. “Los agentes municipales ejercerán la debida vigilancia para el consiguiente cumplimiento de estas disposiciones y aplicación del oportuno correctivo en caso de transgresión”, se avisaba.

En la dársena de Can Barbarà (Palma) se instaló una barrera hecha de tela de saco y luego convertida en una valla metálica. En otros lugares se aprovechó la propia orografía del terreno o incluso se adjudicaron playas distintas según el género

El miedo al turista

La separación por sexos se extendió a otras muchas playas de España. De hecho, en 1951 se celebró en Valencia el 'Primer Congreso Nacional de Moralidad en playas, piscinas y márgenes de ríos' organizado por la Comisión Episcopal de Moralidad y Ortodoxia. En el programa se incluían debates y charlas sobre la playa y los baños como “preocupación angustiosa” e incluso la posible creación de una Confederación de Obras Pro–Moralidad en playas y piscinas.

Para entonces el peligro no era solo la supuesta moral relajada de los locales, sino las costumbres extranjeras que comenzaban a llegar a nuestro país de la mano del boom turístico. “De repente llegaba toda una población extranjera que venía buscando la Arcadia soleada y que ponía en jaque a una sociedad a partir de ciertas conductas morales que no estaban preparados o dispuestos a aceptar”, afirma Canyelles. 

De repente llegaba toda una población extranjera que venía buscando la Arcadia soleada y que ponía en jaque a una sociedad a partir de ciertas conductas morales que no estaban preparados o dispuestos a aceptar

Pese al empeño y las advertencias, la práctica no fue siempre tan férrea como prometía la teoría. Según algunos investigadores, porque la creciente entrada de divisas que suponía el turismo hizo que la dictadura abriera la mano en el intento de presentar un país más moderno de lo que realmente era. En Balears, los testimonios de la época afirman que en más de una playa las casetas de las mujeres estaban llenas de agujeros a través de los que espiar. Algunas de las imágenes cedidas por Fotos Antiguas de Mallorca muestran también cómo algunos hombres se acodaban directa y descaradamente sobre la valla de las zonas de baño para ver el otro lado. Quizá había agentes municipales e incluso multas, pero en muchos lugares la vigilancia era más inexistente que laxa. “Sin ese padre que nos vigilaba, ninguna niña de Valldemossa habría bajado a bañarse”, subraya Joan Ferrer a sus 89 años. 

Pese al empeño de la dictadura, la práctica de separar las playas por sexos no fue siempre férrea. La creciente entrada de divisas que suponía el turismo hizo que el régimen abriera la mano en el intento de presentar un país más moderno de lo que era

Parece que la laxitud con la que, aparentemente, se aplicaba la segregación en el archipiélago balear llegó incluso a Madrid. Y, según sostiene el historiador Onofre Vaquer, acabó por afectar a la reputación de José Pardo de Santayana, gobernador civil de las Islas entre 1945 y 1951. “Él había pagado los sepulcros de los reyes de Mallorca, Jaume II y Jaume III, en buena parte gracias a las comisiones ilegales que cobraba del estraperlo y de permitir ciertos juegos prohibidos en el Círculo Mallorquín, y esperaba ser recompensado con una medalla pontificia”, explica Vaquer. Sin embargo, el proceso parecía eternizarse y Pardo de Santayana viajó a la capital a preguntar por su reconocimiento. “El nuncio buscó el expediente y le contestó que no se lo podían otorgar porque no vigilaba que los hombres y las mujeres estuvieran separados en las playas”, asegura. 

Los pioneros del XIX

Quienes se mostraban contrarios a esta separación la tachaban de ser una “medida arcaica” y no les faltaba razón. El Archivo Histórico de Eivissa y Formentera conserva bandos que imponían la segregación de sexos en las playas para los mayores de ocho años ya a finales del siglo XIX, “deseando que en ellas haya el orden conveniente”. El edicto no se limitaba a separar a bañistas y a quienes tomaran el sol, sino también a los que navegaran por la zona: “Las lanchas, barcas y falúas no podrán aproximarse a los sitios señalados para bañarse las señoras”. En todos los casos, la multa por incumplimiento sería de cinco pesetas. “Una cantidad importante para la época”, señala la directora del Archivo, Fanny Tur.

“El bando se repitió con idénticas palabras hasta 1901 con tres alcaldes distintos. Si se publicaba y se continuaba prohibiendo era porque seguramente aún había casos en que se incumplía”, apunta Tur. Faltaban aún muchas décadas para que darse un chapuzón se convirtiera en algo habitual, pero según la archivera no era una “práctica elitista” e incluso había fiestas populares como la del día de Sant Cristòfol en las que la costumbre era lanzarse al mar para los habitantes de los barrios de Sa Penya o La Marina.

La segregación se mantuvo en Balears con idas y venidas durante algo más de medio siglo. Para cuando Joan Ferrer cumplió los 17 ya podía bajar a Cala Deià a bañarse con sus hermanas sin incumplir ninguna norma. “Sin embargo, la impronta de aquella separación fue tal que quedó presente en la toponimia de las Islas”, destaca Canyelles. En Sa Marina de Valldemossa donde se bañaba Joan hace más de setenta años Es Nedador de ses Dones era el área asignada a las mujeres y los niños pequeños. De hecho, la expresión en catalán “Encara neda al Nedador de Ses Dones” (“Todavía nada en el Nadador de las Mujeres” en castellano) llegó a convertirse en un modo de burla para subrayar que alguien era demasiado joven. Además, en Camp de Mar (Andratx) continúa presente el topónimo de la Platja de Ses Dones, como también el Caló de Ses Dones tanto en Felanitx como en Santanyí, o la Cova de Ses Dones en Eivissa ciudad.