El salto al campo de los 'sin tierra': “Si no heredas de tu familia, es muy complicado empezar”
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Los últimos rayos de sol caen en diagonal frente a Pere. Unos metros más abajo, la carretera apenas se distingue como un hilo plateado que cruza el campo mientras a la izquierda el atardecer acaba de pintar de naranja la fachada de la capilla de Son Mesquida Vell. Detrás, pacen y rumian una veintena de vacas. “Yo digo que en India son sagradas porque nada da más tranquilidad que la imagen de una vaca rumiando”, dice. Podría decirse que en este rincón de Mallorca ni siquiera se oyen los aviones. Tampoco los echa de menos. Antes de esto, Pere pasó más de veinte años trabajando como mecánico en el aeropuerto de Palma hasta que el 11-S lo cambió todo. También su vida. “Compara el aeropuerto, lleno de máquinas y gasolina, con esta vista”.
Lo cierto es que el cambio no fue fácil. Ni siquiera del todo voluntario. Cuenta que en 2001, con los atentados de las Torres Gemelas, la empresa para la que trabajaba cambió todo el sistema que gestionaba las maletas y lo centralizó. El personal empezó a sobrarles, así que echó a una parte de los técnicos y a otros los destinó al mantenimiento de los fingers. Él fue uno de ésos, pero cuando llegó el ERE no consiguió volver a salvarse y acabó despedido. “Tenía 45 años, mi mujer acababa de suspender las oposiciones a profesora y a mi hijo tenían que operarle del corazón en Barcelona. Recuerdo que me despertaba de repente a las 4 de la mañana y daba vueltas pensando: '¿Qué voy a hacer, qué voy a hacer?”, recuerda.
Casi como de la nada surgió la primera llamada de la tierra: había una finca en Manacor en la que la propietaria no estaba contenta con el payés y estaba a punto de quedarse disponible. Después de una vida entre cintas de equipaje y pistas de despegue, para cualquier otro aquello ni siquiera habría sido una tentación. “Pero yo nací en foravila -fuera de la ciudad de Palma-, mi padre era pastor de ovejas y he visto el paso de la agricultura de animales a la de las máquinas”, reivindica. Y se lanzó. Con la indemnización del despido compró cinco vacas y empezó su nueva vida como ganadero.
Aquella transformación llegó, además, acompañada de una gesta. “Quería dedicarme a la raza de vaca mallorquina, que habían recuperado un par de nostálgicos. Produce poco porque es más pequeña, pero también necesita menos comida y come cualquier cosa. Incluso en zonas de garriga pueden servir como desbrozadoras”, explica. Pronto su rebaño empezó a crecer y, cuando acabó el contrato de aquella primera finca, se trasladó a la de Son Mesquida Vell. Pero, dentro de su idea de conseguir una ganadería 100% ecológica, necesitaba un espacio en el que poder cultivar pastos y cereales también de esa forma. Y ahí entró el Banc de Terres.
Una plataforma contra la tierra en desuso
Al otro lado de aquella búsqueda apareció Nina Furgol. En 2012 había comenzado también en Manacor un modesto proyecto para transformar parcelas públicas abandonadas en huertos urbanos. “Mi padre era un hortelano fantástico. Lo recuerdo siempre en el huerto y de ese huerto comíamos, comprábamos lo mínimo. Pero la arquitectura de las ciudades y los pueblos, además del precio de la vivienda, a veces no favorece que podamos experimentar eso. De ahí surgió la idea”, rememora. La respuesta fue tal que, en menos de un año, la iniciativa acabó por expandirse a toda Mallorca. Y, de aquella reivindicación de la soberanía alimentaria en miniatura de los huertos, pasó a encabezar una suerte de revolución en la ruralía de la isla.
Mi padre era un hortelano fantástico. Lo recuerdo siempre en el huerto y de ese huerto comíamos, comprábamos lo mínimo. Pero la arquitectura de las ciudades y los pueblos, además del precio de la vivienda, a veces no favorece que podamos experimentar eso
“El Banc de Terres pone en contacto a personas que buscan cultivar con propietarios que tienen tierras en desuso y ayuda a crear acuerdos entre ellos. No es sólo una cuestión de la alimentación y de impulsar el producto local, sino también de reivindicar la payesía, de la conservación del campo”, cuenta. Todo eso en una isla en la que, como describe la geógrafa Nora Müller, donde antes había tomates, ahora hay piscinas.
El problema, coincide Nina, es que el campo, el espacio de foravila, “ya no se destina al uso agrario”. “Muchas fincas que tenían una simple casita han pasado al alquiler turístico y el problema no es sólo que se dé prioridad a los turistas sobre una familia que podría vivir ahí, sino que también se pierde la superficie de cultivo para acoger esos alojamientos vacacionales o, lo último, placas solares. Es una aberración y creo que todos tendríamos que hacer una reflexión”, plantea. Los datos del Instituto Nacional de Estadística muestran que, entre 1999 y 2020, la Superficie Agraria Útil (SAU) en Balears se redujo un 24,6%: de las 222.118 hectáreas a las 167.531. En ese mismo periodo, además, desaparecieron más de un 48% de las explotaciones agrarias.
La especulación del campo
Hace tiempo que las instituciones son conscientes del problema. En 2022 el Ayuntamiento de Palma reconocía que en los últimos 60 años habían echado el cierre el 85% de las explotaciones del municipio. La masificación turística y el boom del alquiler vacacional en las zonas rurales del archipiélago han tenido múltiples consecuencias. Por un lado, el propio Govern señalaba en el Anuario para 2023 de la Fundación de Estudios Rurales que ha desembocado en una “competencia feroz” por el acceso al uso del agua. Por otro, mientras el precio medio de la tierra agrícola ha subido un 30% de media en España en las dos últimas décadas, en Balears lo ha hecho el doble: un 60%.
Pere Mayol gira sobre sí mismo mientras señala las fincas que le rodean y la nacionalidad de los últimos compradores: hay alemanes y franceses. “Todo se vende o está vendido. Y si no tienes tierra, ¿cómo lo combates?”, asegura. De hecho, un 60% de los terrenos agrícolas que se explotan en Balears están en régimen de propiedad, el arrendamiento apenas representa un 20%. Y fue ahí cuando Banc de Terres encontró aliados entre los ‘sin tierra’.
“La idea es que los acuerdos a los que se llegue escapen a esa especulación. Recuperar e impulsar la relación de confianza y de valores y ese intercambio que existía en el campo mallorquín desde hace siglos”, dice Nina Furgol. Siguiendo un sistema similar al de la aparcería o mitgeria –figura que en las Islas representa aún el 18%-, el propietario acuerda la cesión de su finca a cambio de un porcentaje de los beneficios que se obtengan de su explotación, al que a veces suma un pequeño alquiler.
Siguiendo un sistema similar al de la aparcería o mitgeria –figura que en las Islas representa aún el 18%-, el propietario acuerda la cesión de su finca a cambio de un porcentaje de los beneficios que se obtengan de su explotación, al que a veces suma un pequeño alquiler
“Yo no conocía a nadie que tuviera una finca sin usar”, señala Pere. Fue gracias al Banc de Terres que dio con el propietario de una en Petra que llevaba tiempo abandonada y al que convenció su proyecto. Sus tres hectáreas resultaban “perfectas” para sembrar el heno y el alimento extra que necesitan sus vacas. “Normalmente los propietarios que se apuntan a este sistema son personas que piensan más en el aprovechamiento, en otras formas de gestionar la tierra, de evitar que se eche a perder”, asegura. “Tienen más conciencia ecológica y saben que no sólo es una cuestión de recuperar tierras en desuso, sino también de permitir el cambio generacional”, dice Nina. De hecho, cuentan con el apoyo de la Asociación de Producción Agraria Ecológica de Mallorca (APAEMA).
Juanjo Sunyer asiente. La suya, situada en Son Servera, es una de las más de 40 fincas que se ofertan en Banc de Terres en Mallorca. “Siempre decimos eso de que la gente joven no quiere dedicarse al campo, pero también es que si no tienes tierras heredadas de tu familia es muy complicado empezar”, coincide. Ésa fue una de las razones que le llevó a inscribirse. En su caso, se trataba de un terreno con naranjos y algo de viña que heredó de su abuelo. “Nunca fue una explotación agrícola con rédito comercial, pero él le dedicaba mucho tiempo. Para nosotros ha sido una especie de hobby, pero ahora, con la vida que llevamos, nadie la cuida. Foravila es mucho trabajo”, reconoce.
Siempre decimos eso de que la gente joven no quiere dedicarse al campo, pero también es que si no tienes tierras heredadas de tu familia es muy complicado empezar
Los nuevos agricultores
Además de mucho trabajo, el campo, coinciden todos, es poco rentable. El estudio del Govern señala que para un 60% de los agricultores de Balears el campo les reporta menos de un 20% de sus ingresos totales; sólo un 21,5% consigue superar el 50%. “Antes los señores tenían la tierra y los amos la trabajaban y bastaba para los dos, ahora ya no es así y a los señores les cuesta mucho dejarla en manos de otro. Pero es que si eres payés, o tu pareja trabaja en otra cosa y tú tienes varias fincas o es difícil que consigas mantenerte”, reconoce Pere.
Hace poco que Inés Calleja ha celebrado que “por fin” ella y su pareja han llegado al salario mínimo gracias a sus cultivos. Lo suyo, lo de ella y Nuño Monasterio también fue un giro de 180 grados. El punto de inflexión fue el COVID. Para entonces, Inés llevaba catorce años al frente de una empresa de eventos infantiles y Nuño otros tantos como técnico de sonido. “La pandemia hizo que nos replanteáramos qué queríamos hacer con nuestras vidas”, recuerdan. Y también sintieron la llamada de la tierra. Habían tenido su “parcelita”. “Sabíamos lo que era trabajar en el campo, aunque no según qué extensiones”, reconocen.
Lo que buscaban no era un terreno en el que crear un huerto familiar, sino uno en el que pudieran reinventarse. “Pero no teníamos uno para hacerlo, ni por herencia ni por ninguna otra vía. Y ahí descubrimos el Banc de Terres”, relata Inés. Recorrieron varias fincas de las que se ofertaban explicando su proyecto: querían recuperar el cultivo de cáñamo ecológico y elaborar aceites y cremas de CBD. “Hasta 1900 había mucho cáñamo sembrado en Mallorca, el Pla estaba lleno, pero luego se sustituyó por el algodón y otros cultivos. Cuando nosotros empezamos, la única finca que quedaba en la isla estaba dedicada al cáñamo textil”, explican.
Inés y Nuño buscaban un terreno en el que pudieran reinventarse. 'Pero no teníamos uno para hacerlo, ni por herencia ni por ninguna otra vía. Y ahí descubrimos el Banc de Terres', relata ella. Recorrieron varias fincas de las que se ofertaban explicando su proyecto: querían recuperar el cultivo de cáñamo ecológico y elaborar aceites y cremas de CBD
Aquella idea les costó “mil reuniones” con la Conselleria de Agricultura y la negativa de varios propietarios que no se sentían “muy seguros apostando por algo así”. Finalmente, dieron con el dueño de una finca de dos hectáreas y media situada en Binissalem que creyó que su proyecto era sólido y que aceptó volver a esos contratos de mitgeria. “Si tuviéramos que alquilarla por el precio real serían unos 1.800 euros, pero él aceptó poner un alquiler mínimo y establecer un porcentaje sobre la facturación anual. Si a nosotros no nos iba bien, a él tampoco”, cuenta Inés.
Cuando desembarcaron en el terreno confirmaron que la cosa no iba a ser fácil. “Al principio los payeses y los vecinos nos miraban y pensaban ‘y estos punkis, ¿qué están haciendo aquí? ¿Esto es marihuana o qué es?’ Pero lo primero que hicimos fue tirar de ellos, de su conocimiento, porque no podíamos empezar a cultivar sin más”, recuerdan. Aquel campo llevaba años pastado por rebaños de ovejas y sin ser trabajado. Pasaron meses rotando cultivos y haciendo analíticas a la tierra evitando labrarla para no romper la estructura del suelo. Casi un año después de “trabajar como burros”, brotaron las primeras plantas.
“Primero nos planteamos vender al por mayor, pero nos dimos cuenta de que en Mallorca no había tanto negocio y en 2022 decidimos crear nuestra propia marca: Canem”, cuentan. Un laboratorio transforma su cáñamo de certificado ecológico en cosméticos y bálsamos con CBD que comercializan no sólo a través de su web, sino también en farmacias, herboristerías y tiendas gourmet. “Es un cultivo que nutre la tierra y da dinero. Por ahora sobrevivimos, en 2024 hemos conseguido llegar al sueldo mínimo, pero la idea es ampliar el proyecto y que pueda dar trabajo a más gente”, aseguran.
Todo eso, reconocen, no habría sido posible sin el Banc de Terres. “No sólo por no tener el terreno, sino por esa posibilidad de dar con propietarios que buscan más que el campo tenga una productividad, darle vida, más allá de lucrarse o no”, afirman. Desde su puesta en marcha, el Banc de Terres ha sembrado de huertos descampados y solares, ha permitido levantar proyectos de agricultura ecológica e incluso iniciativas de educación en la naturaleza. Los frutos de un nutrido grupo de utopistas que creyeron que otra vuelta a la tierra era posible.
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