Querido D.,
me preguntas en tu mail “cómo se ve, desde cerca, lo que pasa en Catalunya”. Bueno, estoy desde luego un poco más cerca que tú, pero no creas que me aclaro. Y te diré que los amigos que viven allí tampoco lo entienden del todo. Así que quizá no es cuestión de distancia, sino que la dificultad está en “la cosa” (de ese modo ha titulado el periodista Guillem Martínez una serie de crónicas que te aconsejo).
Te comparto entonces un puñado de intuiciones elaboradas desde Madrid, donde llegan fuertes ondas. Ni siquiera son hipótesis, sino simplemente conjeturas que no me atrevería a hacer públicas (porque no está “la cosa” para hacer preguntas, sino para “tomar posiciones”). Pero así en la intimidad podemos seguir pensando.
Ahí van, ojalá te sirva de algo leerlas (a mí ya sí el solo hecho de escribirlas). Tampoco me hagas mucho caso (ya te estoy viendo: “no hace falta que me lo digas” :) y, desde luego, eso sí, pregunta más por ahí, lee más, escucha más.
Malestar
Te resumo cómo lo veo: sufrimos ataques en el plano de la economía, pero nosotros respondemos en el plano de la política. Ya pasó algo parecido entre el 15M y Podemos. Me explico: creo que el independentismo actual tiene más que ver con el malestar de las vidas en crisis y con el rechazo del sistema político español que con el nacionalismo catalán. Verlo así lo cambia todo.
Esta intuición habría que justificarla, claro está, con datos, observaciones y hechos. Te apunto por ahora sólo tres o cuatro detalles.
Se estima que en la Diada de 2010 (una jornada de fiesta y manifestación que sirve para medir la temperatura del soberanismo catalán) hubo unas 15.000 personas. 10.000 en la de 2011. La cifra salta al millón en 2012. Es decir, las cuestiones identitarias no estaban convocando mucho en Catalunya hasta 2012. ¿Qué pasa entre 2011 y 2012? El movimiento 15M, la primera respuesta organizada del malestar ante la crisis y su durísima gestión neoliberal (recortes, etc.). El carburante del independentismo a partir de 2012 es el malestar de la crisis y el deseo de cambio “desviado”.
No creo que se pueda entender nada de lo que pasa ahora sin referencia a la crisis económica y el 15M. Los temas clásicos del nacionalismo (la lengua, los agravios históricos, la cultura propia, etc.) están ahí, pero muy en segundo plano. Mucho más presente y vivo es el rechazo del sistema político español, arrogante y sordo, insensible a la calle y cerrado a cualquier reforma por mucho consenso social que tenga (pienso por ejemplo en la Iniciativa Legislativa Popular promovida por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca en 2103 a favor de la dación en pago, la paralización de los desahucios y el alquiler social).
Un sistema político que durante estos años de crisis ha aplicado sin piedad las medidas de austeridad que se ordenaban desde Bruselas, que se ha revelado estructuralmente corrupto -no es que haya alguna “puerta giratoria” entre políticos y empresas, sino que el sistema político entero es una puerta giratoria- y que ha reprimido con dureza todo lo que se movía en la calle para disentir pacíficamente (con violencia policial, multas, ley mordaza, etc.).
Insisto: hay por supuesto una base importante de nacionalismo catalán histórico, pero lo que me parece “específico” del repunte independentista en la actualidad es el malestar de la crisis y el rechazo del sistema político español. Y esa confusión entre la cuestión nacional-territorial y la cuestión democrática (“lo llaman democracia y no lo es”) explica a mi juicio la promiscuidad en la calle de actores tan distintos. Especialmente visible en la jornada de desobediencia del 1 de octubre. Se habla incluso de “independentismo no nacionalista”. Es el caso de muchísimos amigos que estuvieron implicados en el 15M y eran completamente ajenos hasta hace dos días a las cuestiones identitarias, un independentismo sobrevenido.
Eficacia
¿Y por qué ese malestar se canaliza por la vía independentista y no por vías más parecidas al 15M? Prefiero no verlo en términos de “manipulación”. Creo más que se trata de una cuestión de “eficacia”. Mucha gente encuentra en la vía independentista una eficacia posible en la ruptura con el sistema político español, aunque haya que comerse grandes sapos (los que recortaban en Catalunya ayer hoy son aliados). Se esgrimen por ejemplo estas tres razones:
-Hay una vía, un camino, una estrategia. En el 15M había más bien una serie de prácticas, locales y situadas, pero no una estrategia global de objetivos.
-Hay un apoyo de la clase política catalana. Se piensa que los políticos tienen finalmente la llave para hacer ciertos cambios y que es suicida darles la espalda como hacía el 15M con su “no nos representan”.
-Hay una cierta idea de la independencia como cambio sin costes, como un cambio que no exige grandes transformaciones vitales (como era el caso del 15M), como un cambio que -en buena medida- se puede delegar.
Se compartan o no, son razones para meditar bien (y no despreciar) entre aquellos que están interesados en el cambio social.
Nosotros y ellos
Pero claro, ¿qué ocurre cuando el deseo de cambio y ruptura se articula en clave nacionalista (por muy tácticamente que sea)? Algunas cosas te las puedes imaginar, otras tienen que ver con nuestra historia local. El primer problema es el “nosotros” y el “ellos” que se genera.
Los símbolos nacionales (a pesar de lo que dice un discurso reciente un tanto banal) no se pueden “resignificar” a voluntad, sino que están cargados de historia, de experiencias, de emociones. El “pueblo catalán” como sujeto de cambio deja fuera a todos los que no se reconocen en él. No se crea un “nosotros” inclusivo que anime a sumarse, sino una identidad con borde duro hacia afuera.
Dentro de Catalunya se obvia a la mitad de los catalanes, que ven con miedo y rabia su posible cambio de nacionalidad. Fuera de Catalunya la independencia tiene escasísima simpatía (por no decir nula). En Madrid por ejemplo hemos salido a la calle a mostrar solidaridad contra la represión y a reclamar “diálogo”, pero nada más. No se siente que haya ninguna invitación a incluirse en un proceso común. Ese aislamiento es un factor de debilidad.
El marco nacionalista desplaza la importancia del “qué” hacia la importancia del “quién”: el problema entonces ya no son los bancos o la televisión, la policía o la oligarquía, sino los banqueros, las televisiones, los policías y los oligarcas españoles. Lo que era “común” -el malestar de las vidas en crisis y el rechazo del neoliberalismo- se rompe y se pierde al articularse en clave nacional.
Españolismo
La situación ha reactivado un “españolismo” que no habíamos visto en décadas: ni durante la crisis económica (al revés de lo que está pasando en toda Europa), ni tras el atentado del 11-M de 2004 en los trenes (al revés de lo que pasó en Estados Unidos con el 11-S de 2001). Ni siquiera en un momento de máxima tensión, como fue el secuestro del concejal del Partido Popular Miguel Ángel Blanco por ETA, se dejó a los fascistas incorporarse a la manifestación de protesta en Madrid (tengo ese recuerdo muy vivo). Ahora la fachada de mi casa, y de toda la ciudad de Madrid, está repleta de banderas españolas. Es para inquietarse.
Ahora bien, entre tú y yo te digo que no creo que esas banderas signifiquen exactamente un fortalecimiento del nacionalismo español clásico. Me explico: este repunte españolista no tiene ningún contenido o proyecto, se basa sólo en la exigencia al Gobierno de “mano dura” (en lugar de mano izquierda o “diálogo”) y en la emoción compartida por “la roja” (la selección española de fútbol, cuyos éxitos en los últimos años se deben por cierto al Barça de... ¡Guardiola!).
Lo que quiero decir es que la bandera española codifica hoy malestares muy contemporáneos: el miedo a la vida en crisis y el deseo reactivo de orden y estabilidad. Ese es el contenido efectivo y sustancial del españolismo actual. No encontrarás por ningún lado los elementos religiosos, guerreros o heroicos del nacionalismo español clásico. El miedo y el reclamo de orden y seguridad es lo que se expresa en tantas banderas, no la nostalgia de una España imperial o algo por el estilo. Eso creo.
Reality check
En estos días nada es lo que parece. Por eso la situación es tan extraña. No hay exactamente nacionalismo catalán, sino más bien rechazo del sistema político español. No hay exactamente españolismo, sino más bien deseo miedoso de orden y normalidad en la globalización. No hay franquismo contra democracia, ni oligarquía buena, ni Europa (potencialmente) al rescate, etc. Las imágenes de la realidad se han desacoplado de la realidad misma y por todas partes hay trampas ópticas, simulacros.
Sin embargo, desde el 1 de octubre se ha producido un durísimo “reality check” de algunas ilusiones independentistas:
-Por un lado, se ha revelado mediante caceroladas y manifestaciones la diversidad (y la división ¿honda? ¿situacional?) de la sociedad catalana. No hay “un” pueblo, sino al menos dos. Esa polarización alimenta la estrategia represiva del PP.
-Por otro, se ha revelado que no habrá “independencia sin costes”. Empresas y bancos han cambiado de sede (para no salir de la zona UE) y amagan con irse definitivamente de Catalunya. De pronto “el poder real” se muestra y deja flotando en el aire una pregunta central: ¿aceptaríais vivir más pobres con tal de vivir en una Catalunya independiente? ¿Hasta dónde llega vuestro compromiso y vuestro deseo?
-Por último, se ha revelado que esos políticos que “tienen las llaves” de los cambios hacen sus propios cálculos (no sólo cumplen mandatos populares) y también improvisan con mucha ingenuidad (¿irresponsabilidad?), esperando por ejemplo una intervención salvadora de Europa.
En fin, lo que me parece que vuelve a mostrar su debilidad y su inadecuación al presente (como ya pasó con Podemos) es la imagen del cambio social como “toma del cielo por asalto”: un cambio radical por arriba, aunque se apoye en movilizaciones por abajo; un cambio épico e instantáneo; la victoria total sobre el enemigo; un cambio que basta con declarar para que se realice (se declara la independencia y ya la tenemos aquí).
Impasse
¿Y ahora? Nadie lo sabe y yo menos. Los amigos más optimistas aún creen que se puede “desbordar” lo que pasa: radicalizar el “derecho a decidir” para llegar a “decidirlo todo” (acercándose así a una idea de la democracia más parecida a la del 15M: democracia cotidiana, democracia del hacer, democracia real ya); o radicalizar el tímido proceso de reforma constitucional que parece abrirse para desplegar un verdadero “proceso constituyente” donde redefinir desde abajo las reglas de la vida en común (incluyendo ahí el encaje o desencaje de Catalunya). Salir juntos de “esta” España más que salir de España.
Los amigos más pesimistas se echan a un lado, prefieren no hacer bulto, no ser instrumentalizados por lógicas que les son ajenas, lógicas de bandos y de guerra, procesos muy abstractos sin conexión clara con la materialidad de la vida cotidiana. Veremos.
En todo caso, el independentismo me parece un impasse. Nuestros malestares y deseos de cambio requieren nuevos mapas y herramientas, pero nos seguimos orientando con los viejos. Recibimos un ataque en el plano de lo económico y respondemos en el plano de lo político (tomar el poder, fundar un nuevo Estado), pero la política ya no manda.
Quincemayistas, podemitas, indepedentistas sobrevenidos... Todos tenemos que pensar a fondo qué es el neoliberalismo donde se desarrollan nuestras vidas. Ese poder que no se presenta a elecciones pero las gana todas y rige las instituciones sin haber sido elegido por nadie. Ese poder que no es exactamente un “régimen político”, sino un sistema social que atraviesa la vida entera (un “mundo” dicen otros). Un poder que no es exterior, sino que lo reproducimos con mil gestos y decisiones cotidianas (en qué servidor tenemos nuestro correo electrónico, a qué colegio llevamos a nuestros hijos, en qué banco guardamos nuestros ahorros, etc.). Un poder anónimo y silencioso que no se puede “ver” en la versión simplificada de la realidad que día a día nos ofrecen los medios de comunicación, con su necesidad hollywoodiana de personajes, drama y acción (Ferreras hasta le pone banda sonora a las noticias).
¿Cómo se desafía ese poder, cómo se interrumpe, cómo se trastoca? Tenemos también que reimaginar a fondo el cambio social: como un cambio lento y a largo plazo, no instantáneo y épico; como un cambio que se prefigura en prácticas cotidianas, sin Día D; como un cambio que no se declara, sino que se construye; y donde los otros -esos que no son como nosotros- no desaparecen, sino que más bien aprendemos a convivir con ellos en igualdad.
Bueno, ya paro. ¿Qué te parece este lío? Me gustaría escucharte. Sigamos pensando juntos.
Te mando un abrazo fuerte,
A.
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