Tengo una hipótesis. La llamaremos Hipótesis Azotea. Es primavera, afuera hace un sol reventón. Estoy tendiendo. En un patio interior oscuro con un sistema de cuerdas imposible. Me pregunto si podría tender en la azotea. Viví durante varios años en Sevilla y allí, en todos los edificios en los que estuve, subíamos a tender con gafas de sol. Nos encontrábamos por la escalera con nuestro barreño al costado, como nómadas de portal. En algunos casos tenías asignadas las cuerdas. En otros, simplemente se jugaba al hueco encontrado.
Es cierto que daba problemas. ¿Quién no recibió alguna vez la llamada al timbre con una amonestación implícita? Mira que has tendido en mis cuerdas, mira que tienes ocupado el tendedero con tus inmensas coladas consecutivas, niña. Y sí, apuesto a que algún que otro vecino se ha dejado de hablar con otro por un “tendedero issue”. Pero también hacíamos comidas y cenas. Teníamos una mesa de plástico comunal y una sombrilla de bar ídem. Las sillas te las subías de casa. Siempre que alquilabas una casa, te enseñaban en momento dado la azotea, el tendedero. Me pregunto ahora a quién pertenecen todas las azoteas vacías y tristes de Madrid. Nunca he disfrutado de una azotea común en Madrid. Nunca he tenido un espacio comunal en ningún piso, salvo el cuartito, antiguo chiscón, de la casa de San Vicente Ferrer donde una vez nos robaron unas botellas de vino sin candar. A quién se le ocurre, niña. Y nunca se me ocurrió tampoco preguntar por qué no disfrutábamos de esos espacios abiertos y cerrados. Pero ahora lo imagino como un terreno a conquistar.
Subo al último piso de mi nuevo portal. Nada, el acceso está cerrado. Quién tendrá la llave. Quién puede entrar ahí. Este edificio es de una empresa. Llamo a la empresa. Me dicen que ningún inquilino puede tener acceso a la azotea, que solo se habilita el acceso a operarios que hayan de arreglar alguna cosa. Los vecinos no poseemos las zonas comunes, los rellanos, los pasillos del buzón, las escaleras, el ascensor. Las usas pero no son de tu propiedad, niña. Bien. Si yo no quiero que la azotea sea mía. Solo quiero usarla. Y no quiero usarla YO. Quiero que la usemos. Que aprendamos a usarla. “¡Uala, chaval, ya llegó la comunista!” De común, comunista, ¿no? Y a continuación me empezaran a hablar de los pisos estalinistas donde todo era común y había espías y la gente acababa borracha con alcohol de quemar en su terraza comunal. Claro. Y después, Paracuellos.
“En la primavera de 2015, todo inquilino se dirigió al último piso de su finca y comenzó a hacer averiguaciones o directamente franqueó la puerta metálica que daba acceso a la azotea. Quiso saber qué había de lo nuestro: de los espacios comunes. ”Según la ley, según la ley...“, parecía la única respuesta. A base de probar e ir negociando, se alteraron los usos de los espacios privados que tenían en su finca. Que no era suya. Y aunque lo fuera. El movimiento empezó a viralizarse. Fue llamado la Primavera de las Azoteas...”.
Fantaseo con esto mientras me vuelvo a ver obligada a tender en posturas imposibles y pienso que quizá por eso aquí los edificios sean tan altos, para que olvidemos lo que sucede en las alturas. Supongo también que se cierra su uso preventivamente, por los problemas que supondría comunizarlas. Nos han inoculado la idea de que será imposible dialogar y llegar a entenderse con el vecino del quinto. Y probablemente lo sea. Además, desde que lo permite otra ley, las azoteas son expropiables por cualquier compañía de comunicaciones que desee comprar a la propiedad e instalar una antena, sin licencias municipales previas ni estudios medioambientales o de salubridad por delante. Ajá. Se ve que los cielos también son campo abonado para la propiedad privada.
Pero, ¿y si nos llevamos el método municipalista a casa? Quizá todo podría empezar por la escalera. Averiguar, saber, en primer lugar, a quién pertenecen las cosas y qué derecho tenemos a intervenir no en su gestión, ni siquiera en su propiedad, que no nos interesa, sino en su “uso y disfrute”. Acercarnos la democracia a casa. Ir pasando barreras. No dejarnos solo la intervención para los espacios públicos, combinar luchas como las del EVA Arganzuela, o reflexiones sobre la calle y el barrio como las que se lanzan durante el próximo festival Zemos98, con el ensayo-error de la posibilidad de un commons en cada escalera.
Pensar en espacios comunales más acá de cada portal. Inventarnos modos de vivir colectivamente. Que meterte en casa no signifique el derecho a poder de inventarte la vida, pero solo de puertas adentro. Y sí, yo probablemente tendré que lidiar con el vecino que grita “curas pederastas” mientras el de arriba pone las marchas de Semana Santa a todo trapo. Sí, nuestra escalera es un micrososmos bastante representativo de lo que será mi barrio y el pleno del ayuntamiento. Hacer cosas con “los otros”, los “distintos”. Lo más difícil. Y, parafraseando a Rosa Jiménez, “lo más satisfactorio”. Tomar algo de lo que nos enseñó el 15M y volver a vacunarnos contra lo identitario. Emprenderla desde abajo. En este caso, desde arriba.
Vamos, aunque parezca solo una pequeña revolución burguesa. Tomemos las azoteas. Desde allí se ve todo mucho mejor. O peor. Pero con perspectiva. Subamos todos a tender con gafas de sol.