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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

Mirar la profundidad de la herida para poder curarla

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Como advertían todas las agencias de noticias, el vídeo del asesinato de George Floyd es perturbador. Al verlo uno comienza a perder también la respiración y a sentir la rabia ante la actuación policial. Sin embargo, la contemplación de estas imágenes debió de tener la capacidad de tocar alguna fibra interna porque en lugar de producir indiferencia una vez más o resultar paralizador, lo cierto es que las miles de personas que contemplaron estas imágenes (que el gobierno y las fuerzas del orden habrían querido a toda costa esconder) experimentaron lo intolerable y se lanzaron a las calles para exigir el desmantelamiento de las políticas racistas. Las imágenes de las revueltas Black Lives Matters son el contraplano en lucha y esperanzador de esa imagen dolorosa que la gente conectó con sus propias vidas y heridas colectivas. Si miramos las imágenes difíciles con verdadera atención, quizá pueden conmovernos de un modo que inciten transformaciones liberadoras en nosotros.

El debate sobre la difusión de las imágenes del sufrimiento humano resurge de tanto en tanto cada vez que nos enfrentamos a algún acontecimiento molesto, normalmente porque nos pone delante de los ojos los conflictos en los que estamos inmersos y que tratamos de ignorar para vivir tranquilos. Influidos por la moralidad del decoro periodístico y sobretodo por una relación mediocre con los asuntos de la muerte, opinamos que algunas imágenes son innecesariamente duras, morbosas y lesivas para las víctimas o sus familiares, ni ayudarán a solucionar o ni siquiera entender nada. Un descreimiento que incurrir en contradicciones cuando se refiere a víctimas lejanas o, por el contrario, más próximas a nuestra sociedad.

Es una discusión tan antigua como la historia política del sufrimiento humano y la disputa por ocultarlo para evadir responsabilidad, o bien evidenciarlo para intentar repararlo y hacerle justicia. Es seguro que los victimarios que cometen los abusos no querrían que ciertas imágenes fueran reveladas públicamente. Sin embargo, no se puede decir lo mismo de las víctimas. Es un hecho histórico que quien ha sufrido violencia política de forma injusta intenta mostrar sus heridas a la sociedad. Esto es lo que nos hizo la policía cuando nadie miraba; esto es lo que provocó en nosotros y en nuestros hijos el gas, el agua o el aceite contaminado que nos hicieron respirar, beber y comer; esto es lo que provocaron vuestras bombas; este el océano en el que nos abandonáis a nuestra suerte. Testimoniar para evitar el olvido no es poca cosa, pero quizá los brutales relatos e imágenes de las víctimas de abusos políticos se dirigen a nosotros con la intención, no de provocar culpa o conmiseración, sino con el ánimo de establecer alianzas compasivas y tejer complicidades solidarias contra la injusticia que han sufrido y que podría ser también, llegado el punto, dedicada a nosotros. Mitigar toda esa carga terrible, hacer un poco de ecología visual e higienizar nuestros telediarios puede que haga el dolor más llevadero, pero a larga terminará pudriendo nuestra sociedad. La pretensión de que no necesitamos este tipo de imágenes para hacernos cargo de las heridas políticas es quizá la base de nuestra falta de responsabilidad activa con la dimensión sensible de la miseria que nos rodea.

 

Inervación de los órganos receptivos y creativos 

Por descontado, mirar las imágenes de las víctimas de violencia política no basta para hacerles justicia ni para hacer desaparecer sus causas. Hay víctimas además que parece nunca encuentran una mirada solidaria y actuante, como sucede con el dramático archivo visual del pueblo palestino o, más próximas, las imágenes de la probreza con la que convivimos de forma muy alarmante, por no hablar de lo acostumbrados que estamos a contemplar imágenes de la destrucción de ecosistemas naturales que nos producen un estremecimiento frustrante. Las imágenes no son infalibles pero toda imagen tiene capacidad de alcanzar los cuerpos y prender los corazones. Toda imagen difícil por su carga de muerte puede ser mirada y a la vez mirarnos con profundidad existencial, colocando nuestras vidas en perspectiva de comprensión, liberación y emancipación de eso que las amenaza, inervando nuestra receptividad y empujándonos a la acción y creación. Aunque sea de forma temporal, aunque su impacto sea limitado para la solución de un conflicto social, aunque ni siquiera entendamos cómo se produce este chispazo y aunque las imágenes en sí hayan sido construidas de forma frágil y precaria: su condición de imágenes políticas significa, sobre todo, que contienen también una carga de vida que puede inducir a la acción colectiva y transformar esas muertes en un hecho vivificador, capaz de imaginar y construir un mundo distinto al que causó todo ese dolor. Un vendedor ambulante que se quema a lo bonzo en Túnez. Un niño sirio ahogado en la frontera de Europa. La costa impregnada de chapapote. No son imágenes políticas por su contenido informativo, ni por el hecho de ser protagonizadas por oprimidos u opresores históricos, sino por el modo en que nos interpelan y conmueven en su propia forma específica, por el modo que nos relacionamos (o no) con ellas y, en general, por la manera en que funciona nuestro propio sistema perceptivo y operante, que las imágenes sacuden y estimulan, reconectándonos con nuestras capacidades de percibir y transformar la realidad.

El ejército de expertos en mercadotecnia, producción y consumo que han dado forma a nuestro mundo sabe bien que es actuando e interviniendo en la percepción como puede inducir a un tipo de acción o inacción. Por eso cada vez se dirigen más a los niños, o a nosotros como niños, pues de la infancia es característico el hecho de que la percepción está aún vinculada a la acción. Un niño percibe una cosa, se siente atraído o aterrado por ella, su cuerpo se pone en marcha y la agarra, o bien se aparta asustado. También los enamorados habitan desde el vínculo entre percepción y acción y en virtud del amor con el que percibimos y somos percibidos, actuamos o deberíamos de actuar. Las personas que hacen arte también saben que una nueva percepción, implica siempre una nueva acción formal-expresiva y viceversa. Por descontado, las personas que luchan no pueden observar las injusticias de este mundo sin hacer nada. Puede resultar romántico, pero las personas revolucionarias son, en el mejor de los sentidos, como niños que actúan conforme al deseo, como artistas-artífices de nuevos mundos y como enamorados de la acción. Walter Benjamin explicó de forma meridiana cómo el capitalismo intenta, con toda clase de mecanismos culturales, reconfigurar a su favor este aparato inervante humano, esta capacidad receptiva-creativa, minando la autonomía de la experiencia personal y colectiva con sus fantasmagorías de trabajo y consumo.

Parapetados en nuestra crítica a la sociedad del espectáculo, se ha impuesto el descreimiento sobre el impacto que la contemplación de ciertas imágenes podría provocar en nosotros. La idea de que su exhibición nada cambiará, sino que producirá más anestesia y provocará más dolor a las víctimas, esconde una especie de autosabotaje de nuestra potencia perceptiva y actuante. Asumimos la desconexión sensorial con el desastre político en el que estamos con mayor o menor fortuna inmersos. No queremos mirar, no sabemos mirar, no creemos que ver importe o cambie nada y bajo esta lógica de la desconexión entre percepción y acción, contemplamos las injusticias que nos rodean sin experimentar más que conmiseración.

Esta misma discusión surgió durante los atentados en Madrid del 11M. Pese a que algunos medios publicaron imágenes desgarradoras, la moral del decoro periodístico se impuso. Sin embargo, la empatía con las víctimas suscitada por las imágenes que conocimos, aunque fuera de forma fugaz, fortaleció la exigencia colectiva de verdad y hubo manifestaciones multitudinarias que ningún aparato político pudo cooptar. Con el tiempo, esa exigencia de verdad de las imágenes se convirtió en exigencia de justicia. Lamentablemente durante el juicio, de las 500 fotos disponibles de los atentados, los jueces observaron, ‘por respeto’ a las víctimas, sólo una veintena. Quién sabe si porque no fueron contempladas esas 500 fotos perdimos la posibilidad de comprender toda la dimensión de la tragedia del 11M y hacer así verdadera justicia a quienes murieron, sentando en el banquillo de los acusados a quienes nos metieron en guerras injustas.

Muertes políticas sin imagen

Hasta hoy, 28.443 han muerto en España debido a la pandemia. Tras unos meses durísimos, el virus se ha reactivado entre nosotros. La historia de las plagas y el hecho de que la mayoría de víctimas han sido personas ancianas y enfermas, vuelve más o menos ‘naturales’ estas muertes, pero en verdad hay sectores de la sociedad más amenazados que otros. Pobres, trabajadores precarizados más expuestos que el resto, personas racializadas, ancianos aparcados en residencias-hoteles sin equipamientos médicos, o directamente sin hogar y sin cobertura sanitaria. Es de crucial importancia preguntarse por el carácter político de estas pérdidas ya que considerar natural que los débiles se queden por el camino es en verdad el triunfo de la perspectiva neoliberal del mundo.

Las derechas españolas culpabilizan al gobierno de estos muertos y en su estrategia es fundamental intentar secuestrar las imágenes del dolor y las víctimas. Calculando el beneficio electoral, exigieron imágenes con soberbia, como pruebas de una verdad de la que nadie dudaba, pues hemos conocido suficientes relatos de proximidad que la testimonian. El gobierno de coalición de izquierdas ha querido evitar esta instrumentalización denunciando la falta de escrúpulos de la derecha, pero también ocultando toda imagen que refiriera con crudeza lo que estaba pasando. Apenas hemos visto imágenes de las UCI desbordadas, no hemos visto las morgues saturadas ni los enterramientos en soledad. Los fotoperiodistas han tenido verdaderos problemas para documentar lo que ha pasado aquí. Tuvieron menos problemas cuando la muerte es menos nuestra y más lejana. Estos fotógrafos conocen de primera mano la importancia de llevar un poco de luz a la muerte política, como por ejemplo a los desaparecidos de la guerras. Esta visibilidad resulta decisiva en el proceso de ser reparadas o por el contrario olvidadas. La extrema discreción con la que se desmontó una de las tres morgues de Madrid, ejemplifica la actitud visual que los políticos convinieron. Una superficie helada, donde aún permanecían los soportes de los ataúdes y los números identificativos de las 163 víctimas que allí se acumularon, escenario gélido en el que posaron con solemnidad los políticos enmascarados, es de lo poco que tenemos para intentar, no solo abordar la dimensión del desastre, sino también valorar la responsabilidad política de los que salen en la foto. Sin imágenes para pensar el alto precio que hemos pagado como sociedad al tolerar los procesos de capitalización de nuestras vidas, lo que incluye convertir la salud en un negocio.

Nuestro higienismo social, nuestra incapacidad de mirar o el miedo a que fueran instrumentalizadas, nos llevó a evitar las imágenes que quizá podrían explicar mejor los motivos por los que estamos en peligro. Una mezcla de miedo e incredulidad, quizá de supervivencia, explicaría el hecho de que una vez más evitemos cualquier encuentro con la muerte. La indiscriminada crueldad del virus y su masiva eficacia global nos sugiere que asumamos estas muertes como hechos fortuitos y azarosos. Pero si morimos por un virus originado debido a nuestra tendencia depredadora como especie; si morimos debido a que nuestras instituciones públicas no han funcionado porque están desde hace décadas insertas en dinámicas de recortes y exclusión, puede decirse que estas muertes son políticas y debemos relacionarnos con ellas políticamente, con cuidado de no reducir la política al politiqueo partidista, sino abriendo una conversación social y pública sobre ellas.

La impresión que estos fallecimientos sin imágenes produce en nuestra psique es algo que no hemos explorado mucho. El dolor que hemos conocido de forma más o menos cercana, o el temor a enfermar, ha motivado nuestro comportamiento y hemos cumplido con las indicaciones de los expertos, médicos y políticos. Cuando no lo hacíamos, lo profesionales de la salud acusaban nuestra irresponsabilidad al hecho de no conocer de primera mano lo que ellos estaban viviendo en los hospitales. ¿Es la responsabilidad personal y pública algo que solo puede asumirse conociendo la dimensión visual de la pandemia? Como sucede con la eficacia demostrada de ilustrar las cajetillas de tabaco con órganos destruidos por la nicotina, ¿es importante ver para hacernos verdaderamente cargo? ¿Cuáles son las imágenes de las que nos vamos a rodear para comprender la muerte que nos rodea si no la queremos ver? Subrayando que no se trata tanto de ver para creer, sino para actuar en justa consecuencia.

Es indiscutible que, a pesar de estos puntos ciegos, hemos hecho un gran esfuerzo por comprender la dimensión del drama social y hemos tomado medidas por responsabilidad y solidaridad colectiva. Pero día a día hemos visto cómo crecían las cifras de fallecidos. El cálculo de la muerte, como dice Santiago Alba Rico, nos impide encontrar una justa medida. Relacionarse con todo lo que nos está pasando mediante el lenguaje nativo de los expertos y tecnócratas, es bien difícil y seguimos sintiéndonos raros, a riesgo muchas veces de caer en las redes de la polarización y la desconfianza, sin mucha voluntad ni imaginación para ocuparnos de articular socialmente la visualidad de la pandemia y sus muertes, que los poderes tratan de instrumentalizar mediante sus estrategias de ocultamiento o exposición.

De modo que para negociar con este tristísimo momento, con todas estas muertes dolorosas y en soledad, no tenemos muchas herramientas culturales. Si observamos detenidamente su melodía y su letra, el éxito de la canción Resistiré se explica quizá a razón de la sutil mezcla de tristeza y alegría que suscita y que es una mezcla propia del vitalismo filosófico mediterráneo que nos invita a afirmar la vida, pese a todos los dramas y derrotas que contiene. Recuerden la escena final de Átame, cuando vemos al sofisticado personaje que interpreta Victoria Abril llorar y reír a la vez, o a Zorba el griego, celebrando alegremente tras el desastre sobrevenido. Un efecto, que caracteriza al gesto también vitalista de aplaudir alegremente cuando la muerte nos rodea. Terminamos confiando nuestra esperanza a los niños y sus inocentes arcoiris pintados, cumpliendo con la vieja costumbre de dejar en manos infantiles, como se hacía en la tradición funeraria popular, los difíciles ritos de la muerte. En el pequeño pueblo donde vivo, donde hay un hospital que acogió enfermos de toda la comunidad y en el que trabajan numerosas personas de la localidad, las campanas de la iglesia no han dejado de sonar su toque de difuntos. Su enigmática escala descendente llenaba el valle de un duelo solemne. Viejas formas de memorializar y neutralizar la inquietud han sido activadas en otros lugares de forma más o menos improvisada, como la llama permanente inaugurada el 15 de mayo junto a la fuente de la Cibeles en Madrid, similar a la de los soldados desconocidos héroes de la patria, o el funeral de Estado que el Gobierno y las instituciones civiles celebraron hace unos días, de nuevo en torno a un ritual del fuego que simbólicamente inscribe todo este dolor en el relato sacrificial.

Hubo intentos de humanizar a las víctimas conociendo sus historias personales a una escala que nos permitiera quizá rozar lo humano y a la vez esquivar las representaciones más demoledoras de la pandemia. Manu Garrido, levantó en los primerísimos días del confinamiento, un memorial digital dedicado a las víctimas que invitaba a sus familiares y conocidos a dejar un testimonio escrito en recuerdo de esa pérdida. La web muestra trece puntos sobre la península que son trece historias conmovedoras, sin duda, pero el mapa se encuentra vacío. Aunque virtual, la hermosa idea de un memorial descentralizado y extenso se choca con el silencio colectivo que, también de modo silencioso hemos pactado como sociedad. La enorme proximidad de los relatos, su cercanía y cotidianidad, nos sitúa ante la dimensión política de estas muertes, sin necesidad que éstas sean introducidas en el sucio combate ideológico o partidista. El “PP privatiza, el PSOE autoriza” se decía en las primeras manifestaciones para defender la sanidad pública madrileña a las que yo fui, que comenzaba a externalizar sus servicios a empresas que buscan recortar y obtener beneficios en una esfera en la que debe de regir el principio de gratuidad y universalidad. La externalización y privatización de lo público es algo de lo que son responsables prácticamente la mayoría de políticos de este país, pero quizá esto no nos llega a preocupar lo suficiente como para articular, más allá de las luchas de los propios trabajadores de cada sector, un movimiento social de apoyo y defensa inexcusable de la vida que sea protagonista a su vez del relato y el imaginario del dolor del que nadie se está ocupando de forma honesta y sincera.

Nos resistimos a mirar cara a cara a nuestros muertos. Tememos acaso quedar petrificados por alguna mirada medúsea y buscamos como Perseo con su escudo, la oblicuidad del reflejo que nos permita abordar el encuentro con la muerte. Es irónico, que la sociedad moderna, construida a base de conocer el mundo en virtud de sus posibilidades de explotación mercantil, es decir, como si todo lo que nos rodeara estuviera ya muerto, no sea capaz de mirar de cara a la muerte cuando nos amenaza. No se trata de reclamar o aspirar a una imagen o experiencia por fin total que sintetice y reúna lo inmensurable de esta pandemia global –¿sería posible?, ¿no son restringidos e imperfectos todos los intentos de generalizar el dolor colectivo?–, sino de poder acceder a la complejidad de estas muertes para comprender su carácter político, lo que desborda la mera toma de conciencia. La experiencia que hagamos concierne a la verdad, a la justicia y la reparación, pero también a la autonomía de la sociedad a la hora de articular sus relatos e imágenes de vida y muerte. Mostrar las heridas permite descubrir su dimensión colectiva. Mirar su profundidad nos permite conocer la enfermedad para que pueda ser curada, cuando curar significa no solo ritualizar o memorializar en busca del consuelo, sino también que una lucha social prenda para reparar y corregir las políticas de la muerte que las causaron.

Como advertían todas las agencias de noticias, el vídeo del asesinato de George Floyd es perturbador. Al verlo uno comienza a perder también la respiración y a sentir la rabia ante la actuación policial. Sin embargo, la contemplación de estas imágenes debió de tener la capacidad de tocar alguna fibra interna porque en lugar de producir indiferencia una vez más o resultar paralizador, lo cierto es que las miles de personas que contemplaron estas imágenes (que el gobierno y las fuerzas del orden habrían querido a toda costa esconder) experimentaron lo intolerable y se lanzaron a las calles para exigir el desmantelamiento de las políticas racistas. Las imágenes de las revueltas Black Lives Matters son el contraplano en lucha y esperanzador de esa imagen dolorosa que la gente conectó con sus propias vidas y heridas colectivas. Si miramos las imágenes difíciles con verdadera atención, quizá pueden conmovernos de un modo que inciten transformaciones liberadoras en nosotros.

El debate sobre la difusión de las imágenes del sufrimiento humano resurge de tanto en tanto cada vez que nos enfrentamos a algún acontecimiento molesto, normalmente porque nos pone delante de los ojos los conflictos en los que estamos inmersos y que tratamos de ignorar para vivir tranquilos. Influidos por la moralidad del decoro periodístico y sobretodo por una relación mediocre con los asuntos de la muerte, opinamos que algunas imágenes son innecesariamente duras, morbosas y lesivas para las víctimas o sus familiares, ni ayudarán a solucionar o ni siquiera entender nada. Un descreimiento que incurrir en contradicciones cuando se refiere a víctimas lejanas o, por el contrario, más próximas a nuestra sociedad.