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Análisis
20 años de la invasión de Irak

La alargada sombra de la invasión de Irak sigue proyectándose sobre el orden internacional

Fotografía de septiembre de 2004 que muestra a una mujer iraquí que se cruza con soldados estadounidenses que patrullan las calles de Bagdad (Irak).
20 de marzo de 2023 21:51 h

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El estadista francés Georges Clemenceau dijo una vez: “La guerra es una sucesión de catástrofes que termina en una victoria”. Sin embargo, en el caso de la invasión de Irak, de la que ahora se cumple el vigésimo aniversario, empezó con una victoria y ha terminado con una sucesión de catástrofes.

El repliegue militar estadounidense de Irak finalizó en 2011, respondiendo así finalmente a la pregunta planteada por el general David Petraeus al periodista del Washington Post e historiador militar Rick Atkinson durante la primera incursión militar en Bagdad en 2003: “Dígame, ¿cómo acaba esto?” –en realidad, Petraeus estaba parafraseando a un estratega militar estadounidense que formuló esta pregunta cuando la Casa Blanca le consultó por una posible intervención de Estados Unidos en Vietnam del Sur durante la Guerra de Indochina-. Han pasado dos décadas, pero la alargada sombra de la invasión sigue proyectándose sobre el orden internacional, manchando la reputación de quienes la instigaron y del propio proceso político, y asestando un duro golpe a la autoconfianza que Occidente sintió en los años posteriores a la caída del Muro de Berlín.

En perspectiva, no parece ya tan relevante si la guerra se construyó sobre un engaño, una distorsión, un malentendido intencionado o una falsa premisa de la que estaban convencidos: que Irak tenía armas de destrucción masiva. Lo que resulta evidente es que la decisión de invadir Irak fue una metedura de pata que parece peor con el paso de cada aniversario. El sucesor de George W. Bush en la Casa Blanca, Barack Obama, extrajo una lección de ese capítulo de la historia: “No hagas estupideces”.

¿Y entonces qué? Esta pregunta, el título del nuevo libro sobre diplomacia de Catherine Ashton, política británica del Partido Laborista y alta representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad de 2009 a 2014, se la hicieron muchos en relación con Irak antes de la invasión. Los expertos británicos en Irak, como Rosemary Hollis y Toby Dodge, y los innumerables expertos estadounidenses en Oriente Próximo, incluido el actual jefe de la CIA, Bill Burns, explicaron en memorandos y reuniones las arriesgadas consecuencias de una invasión en Irak, pero los que tenían voz en el asunto, como el presidente George W. Bush, que se mostró particularmente incrédulo ante las advertencias, optaron por ignorarlas.

De hecho, Dodge, que acababa de llegar de Irak, recibió una invitación de Downing Street para advertir al primer ministro, Tony Blair, de que la invasión sería un desastre. Recuerda que Blair le dijo al comienzo del encuentro: “Sé que piensas que no debería hacerlo, pero tengo que hacerlo. Sé que saldrá mal. Dime cuál será la magnitud del desastre”. Dodge recuerda: “En Londres y Washington no había nadie que tuviera la menor idea sobre Irak, pero planeaban ocupar y controlar el país. La arrogancia era mayúscula”.

El pecado original

Casi todos los implicados reconocen ahora la impresionante mala gestión del mayor intento de intervencionismo liberal desde Vietnam. Mientras el saqueo se apoderaba de la capital y las instituciones de la dictadura eran desmanteladas por los nuevos ocupantes, el funcionario estadounidense designado para supervisar el Ministerio de Comercio, Robin Raphel, recorría las calles de Bagdad con un intérprete preguntando: “¿Conoce a alguien que esté en el Ministerio de Comercio?”.

El caos que se desató tras la invasión ha dado lugar a una extensa serie de artículos académicos sobre planificación posconflicto y a investigaciones oficiales de varios volúmenes, en particular el informe Chilcot en el Reino Unido y un informe de dos volúmenes del ejército estadounidense. “A lo largo de los últimos 20 años, todos hemos analizado e intentado entender ese grave error. Algunas cosas aceleraron el colapso, como el legado de las sanciones o la 'desbaazificación'”, afirma Dodge. “Pero el error más grave, el pecado original, fue invadir un país del que no se sabía nada con un puñado de exiliados que llevaban 20 años sin estar allí. Es una invasión que estaba destinada al fracaso. Y punto”, concluye.

Las secuelas y réplicas de la guerra son tan omnipresentes que el único riesgo es que se trace una línea de causalidad desde la invasión hasta casi todos los grandes acontecimientos mundiales de los últimos 20 años. No es fácil distinguir entre lo que puede atribuirse legítimamente al “pecado original” de la invasión y lo que puede tener otros orígenes.

Es indiscutible que el fin de los 24 años de Sadam Husein en el poder, sin un plan coherente acordado sobre quién o qué iba a sustituirle, reavivó una competición sectaria entre chiíes y suníes por la supremacía en Oriente Próximo. Primero provocó una insurgencia de suníes desplazados dentro de Irak, el nacimiento de lo que se convertiría en Estado Islámico, y luego, en el caos de la guerra civil siria, la aparición del autoproclamado califato del grupo en Siria e Irak en 2011.

La guerra fortaleció a Irán y a sus títeres en todo Oriente Próximo y, al continuar el derramamiento de sangre, propició en Occidente una desconfianza hacia la intervención militar que ayudaría al presidente sirio, Bashar al-Asad, a sobrevivir a una rebelión armada y daría a Vladimir Putin un inesperado billete de reingreso en Oriente Próximo.

Si otros líderes árabes necesitaban una razón para reprimir la amenaza que suponía la Primavera Árabe en 2011, el caos democrático en Irak les dio esa excusa. La retirada unilateral de Estados Unidos de Afganistán, instigada por Donald Trump y completada por su sucesor, Joe Biden, nació de la exasperación ante el fracaso de la construcción nacional ejemplificada por Irak.

La línea de causalidad también se extiende de la caída en desgracia de la doctrina que argumentaba que la soberanía nacional no debe considerarse inviolable cuando un país está masacrando a sus ciudadanos. La reputación de las agencias de inteligencia ha empezado a remontar ahora, 20 años después de ese error de cálculo. El Proyecto Costes de la Guerra de la Universidad de Brown estima que la factura de los contribuyentes por las guerras estadounidenses posteriores al 11-S alcanzó los 8 billones de dólares, lo que representa una profunda desviación del gasto civil. Cerca de 400.000 iraquíes murieron en la segunda Guerra del Golfo. 

Rusia y el cambio de régimen

Incluso ahora, la invasión adquiere una profunda relevancia, con la cautela occidental sobre un cambio de régimen en Teherán, por no hablar de Moscú. El presidente francés, Emmanuel Macron, preguntó en la conferencia de seguridad de Múnich del mes pasado: “¿Cambiar qué y con qué medios?”, sabiendo que la referencia tácita a la sucesión de gobiernos corruptos y sectarios en Irak después de 2003 era una advertencia suficiente contra la inducción de un cambio de régimen en Rusia.

Cuando Estados Unidos denuncia, con razón, la invasión rusa de Ucrania y ensalza las virtudes sacrosantas de la soberanía nacional, la integridad territorial y la Carta de la ONU, bastan unos segundos para que China y Rusia, junto con un sur global desconfiado, señalen el ejemplo de Irak y acusen a Estados Unidos de doble rasero. “Los países tienen memoria”, reconocía recientemente Josep Borrell, responsable de Asuntos Exteriores de la UE.

De hecho, la doctora en Física Nuclear Patricia Lewis, del think tank Chatham House, sostiene que la política estadounidense en Irak se ha convertido ya en un territorio propagandístico tan fértil para Rusia que sería mejor que Estados Unidos entonara un mea culpa. “Las decisiones se tomaron sobre la base de información falsa (que Irak tenía armas de destrucción masiva), y es mejor hablarlo abiertamente para minimizar el impacto de la desinformación rusa”, afirma.

La invasión tuvo sin duda un profundo impacto inmediato en Vladímir Putin, que en aquel momento solo llevaba tres años en su primer mandato como presidente. El unilateralismo estadounidense en Irak fue decisivo para convencer a Putin, inicialmente aliado en la guerra de Bush contra el terrorismo internacional, de lo que percibía como la irredimible arrogancia de Estados Unidos. El secretario de prensa de Blair, Alastair Campbell, recoge en sus diarios las tensiones entre Putin y Blair en una rueda de prensa en mayo de 2003, y cómo se evidenciaron en la cena posterior: “Se trataba de alguien (Putin) que sentía que debía ser tratado como un igual y no estaba siendo tratado como un igual. Dijo que toda la respuesta posterior al 11-S estaba diseñada para presumir de la grandeza estadounidense”. Estados Unidos exigía a Rusia que aceptara un mundo unipolar en el que no tuviera que rendir cuentas a nadie. Cuando Blair comenzó su justificación, Putin intervino: “No respondas. No tienes respuesta. Esa es la verdad. Hay malas personas en el Gobierno, Tony, y tú lo sabes”.

Desde el punto de vista de Putin, todo lo que Estados Unidos hizo posteriormente –incluido el flirteo con los islamistas durante la Primavera Árabe, el engaño sobre la autorización de la ONU para el derrocamiento de Gadafi en Libia, el ponerse del lado de grupos que incluían a yihadistas contra la Siria de Asad y el apoyo al movimiento de protesta Maidán en Ucrania en 2014– eran señales de un país que no veía distinción entre un “orden basado en normas” y la hegemonía estadounidense.

Una victoria iraní

Los saudíes, históricos aliados de Estados Unidos en la región, también se sintieron traicionados por la invasión, ya que habían advertido a Bush de los riesgos de importar repentinamente la democracia a Irak. Riad no solo no era partidario de las elecciones como principio, sino que lo era especialmente cuando la mayoría chií implicaba que las elecciones se decantarían naturalmente a su favor, como ocurrió en 2005. Saúd al Faisal, ministro de Asuntos Exteriores del reino durante 40 años, se quejó después de que Estados Unidos había “entregado Irak a Irán en bandeja de plata”. Las monarquías del Golfo se quejaron de que Occidente había creado un eje hostil irano-sirio, también conocido como la alianza Hezbolá-Irak-Siria-Hamas (Hish), que más tarde ataría aún más a los saudíes en Yemen.

Irán, encantado de ver derrocado a su viejo enemigo Sadam Huseín, no tardó en aprovechar el vacío de poder en Bagdad y acabó construyendo toda una política exterior sobre su éxito.

Hamidreza Azizi, investigador visitante en el Instituto Alemán de Asuntos Internacionales y de Seguridad, afirma que la invasión de 2003 “cambió drásticamente la percepción de la amenaza por parte de Irán”, ya que sus dirigentes vieron en ella la prueba del deseo de Washington de embarcarse en una estrategia de intervenciones activas. “El impacto más inmediato fue que el apoyo a actores no armados por el Estado pasó a constituir un rasgo central de la estrategia militar iraní”, asegura. “Desde 2003, el principal objetivo de la ayuda a la seguridad de Irán ha sido ampliar la capacidad estratégica del país mediante la construcción y protección de este 'eje de resistencia'”, opina.

En Irak, ganó influencia a través de grupos como Jaish al-Mahdi, la milicia afiliada al clérigo chií Muqtada al-Sadr, y una vez que la fuerza Quds, el brazo de política exterior de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán, se estableció dentro de Irak, construyó una red personal, a menudo incluso anulando al Ministerio de Asuntos Exteriores de Irán.

Más tarde, el Pentágono afirmó que más de 600 de los 4.000 soldados estadounidenses muertos en Irak habían sido abatidos por grupos terroristas apoyados por Irán. En los dos años siguientes a las elecciones de 2005, los representantes de Irán controlaban dos tercios de los escaños del Consejo de Representantes de Irak.

A menudo se afirma que la violencia sectaria que asoló Irak tras la destitución de los suníes era inevitable. Es cierto que, tras el fin del dominio de la minoría suní, se produjo una inmediata reafirmación de la identidad chií, simbolizada a finales de abril de 2003, cuando más de dos millones de chiíes, muchos de ellos cruzando la frontera iraní y marcharon hacia la ciudad santa de Karbala en una peregrinación que el régimen de Sadam había prohibido. También fue lógico que, cuando se les dio la oportunidad de votar en 2005, se inclinaran por lo que conocían.

En realidad, no hacía falta que el gobierno iraquí se comportara de forma tan sectaria tras las elecciones de 2005. Estados Unidos había elegido a dedo a Nour al-Maliki como primer ministro en 2006, con el convencimiento de que no actuaría de forma sectaria o excesivamente proiraní. Antes de la caída de Sadam, Maliki había vivido exiliado en Irán, pero se marchó al oponerse a la coacción iraní y a la exigencia de que jurara lealtad al ayatolá Jomenei. Una vez convertido en primer ministro, eligió Arabia Saudí para su primera visita oficial al extranjero en un intento de consolidar el lugar de Irak en el mundo árabe.

Según el libro A Self-Fulfilling Prophecy (Una profecía autocumplida), escrito por Katherine Harvey, exagente de inteligencia estadounidense y profesora adjunta de la Universidad de Georgetown, Maliki, alentado por Estados Unidos, deseaba sinceramente establecer una relación positiva con Arabia Saudí y seguir un rumbo independiente de Irán. Pero la reunión de julio de 2006 entre Maliki y el rey Abdullah fue la única que ambos mantuvieron y, según su relato, fue decisión del monarca saudí desvincularse del primer ministro iraquí, describiéndole como “un agente iraní en el que no se podía confiar”.

Sin embargo, ya en la primavera de 2008, Maliki inició enfrentamientos con las milicias chiíes respaldadas por Irán en Basora y Bagdad, y el éxito de estas campañas se consideró un revés para Irán. A medida que las relaciones con los saudíes se deterioraban lentamente y Maliki no obtenía los resultados esperados en las elecciones de 2010, se vio cada vez más dependiente de Teherán para mantenerse en el poder.

El efecto psicológico del ascenso de un gobierno dominado por los chiíes y vinculado a Irán sacudió inevitablemente a la familia real saudí, ya debilitada por las consecuencias de la implicación de ciudadanos saudíes en los atentados del 11 de septiembre de 2001. La decisión de Obama de reducir el compromiso de Estados Unidos en Oriente Próximo no hizo sino agravar el malestar saudí.

El caso sirio y la promoción de la democracia

Ese desentendimiento estadounidense dio muchos giros, pero el punto decisivo llegó cuando Occidente, perseguido por la sombra de la guerra de Irak, se negó a castigar a Siria en 2013 después de que Asad utilizara armas químicas contra grupos rebeldes, traspasando la línea roja declarada por Obama. Primero el Parlamento británico, luego la entonces canciller alemana Angela Merkel y finalmente, el Congreso de Estados Unidos rechazaron la acción militar. Obama estaba decidido a no repetir la desastrosa extralimitación en Irak y descartó de plano atacar a Asad.

El exembajador francés en Siria Michel Duclos, en un comentario que refleja la mentalidad de Francia, sostiene que la revolución siria era salvable en ese momento. “Habría sido una señal fuerte que habría cambiado la situación porque, en ese momento, la oposición moderada seguía siendo poderosa, los yihadistas al margen, Irán a la espera del acuerdo nuclear y Vladimir Putin vacilante”, dice.

Lo cierto es que Obama lo interpretó de otro modo. Decidió que el precio de la acción era más alto que el de la inacción. La impunidad efectiva concedida a Asad benefició a Riad. El embajador saudí en el Reino Unido, Mohammed bin Nawaf, atacó “las excusas de Occidente para la inacción y la vacilación”. Riad, dijo, tendrá que actuar en solitario, intensificando su guerra de poder con Irán armando y tratando de coordinar una gama ideológica más amplia de rebeldes islamistas en Siria.

El propio Bush se mostró ambivalente sobre sus motivos en Irak, reflejando las divisiones del Gobierno. Inicialmente, planteó la respuesta estadounidense a los atentados del 11-S en términos de proteger a Estados Unidos del terrorismo internacional y señaló que Sadam estaba armando a esos terroristas. Pero en agosto de 2002, Bush dio el visto bueno a un documento clasificado redactado por la asesora de seguridad nacional, Condoleeza Rice, en el que se sugería que Estados Unidos podría ser un país clave para el nacimiento de un nuevo Irak cuya sociedad se basaría en la democracia y sería un modelo de buen gobierno para la región.

En su nuevo relato de las deliberaciones de la Administración sobre la guerra, Confronting Saddam (Enfrentándose a Sadam), Melvyn P Leffler, profesor emérito de Historia Americana en la Universidad de Virginia, sostiene que al Pentágono y a los militares no les interesaba una confrontación bélica, pero la promoción de la democracia se convirtió en una coartada útil para los halcones una vez que quedó claro que Irak no tenía armas de destrucción masiva.

En su segundo discurso de investidura, en enero de 2005, Bush había convertido la democracia en un argumento importante en la guerra contra el terrorismo internacional: “La supervivencia de la libertad en nuestro país depende cada vez más del éxito de la libertad en otros países [...] La mejor esperanza para la paz en nuestro país es la expansión de la libertad en todo el mundo. Los intereses vitales de Estados Unidos y nuestras creencias más profundas confluyen”.

Rice insistió en este tema en un discurso pronunciado en El Cairo en junio de 2005: “Durante 60 años, mi país, Estados Unidos, persiguió la estabilidad a expensas de la democracia en esta región de Oriente Próximo y no conseguimos ni lo uno ni lo otro. Ahora estamos tomando un rumbo diferente. Estamos apoyando las aspiraciones democráticas de todos los pueblos”. El gobierno de Bush identificó a las organizaciones de la sociedad civil, incluso brevemente a los Hermanos Musulmanes, y apoyó económicamente a las ONG a través de su programa de “promoción de la democracia”.

Pero, en todo caso, la guerra de Irak actuó como un freno a la expansión de la democracia. Las monarquías del Golfo respiraron aliviadas al ver que el principal experimento democrático de la región no era el hijo predilecto de nadie, y las encuestas mostraron que las grandes mayorías de Oriente Próximo se oponían a la invasión estadounidense. Como admitió Burns: “La debacle de Irak, incluidas las miserables imágenes de los abusos cometidos en la cárcel de Abu Ghraib, envenenaron la imagen y la credibilidad de Estados Unidos en el mundo. Si así era como Estados Unidos promovía la democracia, pocos árabes querían formar parte de ella”.

Cuando se produjeron los levantamientos de la Primavera Árabe en 2011-2012, poco tenían que ver con la inspiración estadounidense y mucho más con el desempleo juvenil, la corrupción, el patrocinio de Qatar a los Hermanos Musulmanes y el auge de un nuevo panorama mediático. “Muchos de los movimientos no buscaban replicar un orden mundial neoliberal imperante, sino algo diferente”, argumenta Iyad el-Baghdadi en The Middle East Crisis Factory (La fábrica de crisis en Oriente Próximo). A Obama no le gustaban las monarquías del Golfo, pero cuando el ejército egipcio derrocó en 2013 a Mohamed Morsi, elegido democráticamente, Obama prevaricó y optó por no calificarlo de golpe de Estado.

El hecho de que China, y no Estados Unidos, negociara la semana pasada el acuerdo de reconciliación entre Arabia Saudí e Irán se considera una señal más de la disminución de la influencia estadounidense en la región.

¿Y qué hay de Irak? El actual presidente, el kurdo Abdul Latif Rashid, instó recientemente al mundo a no ver Irak como una zona de guerra e insistió en que era mejor la libertad y la democracia que la represión.

Marsin Alshamary, del Instituto Brookings, con sede en Bagdad, afirma que “ahora hay un intenso giro contra la lente sectaria que se impuso en Irak” y que se refleja en la forma en que se estructuró el gobierno después de 2003. En su opinión, las protestas de Tishreen de 2019 marcaron una reconciliación entre jóvenes chiíes y suníes de Irak, reunidos en una revuelta contra la corrupción de toda la clase dirigente. Un objetivo clave era el sistema político construido sobre la Muhasasa Ta'ifia, un reparto étnico-sectario del botín, desarrollado por exiliados iraquíes en la década de 1990 con la ayuda del Ministerio de Asuntos Exteriores del Reino Unido. Se considera una fuente clave de la inestabilidad de Irak, al institucionalizar el sectarismo en la política.

La revuelta condujo a la dimisión del primer ministro, a algunos cambios en la ley electoral que dan mayor espacio a los independientes y a la celebración de elecciones parlamentarias en 2021, las quintas desde 2003. Sin embargo, no se lograron los cambios previstos en 2019. Se tardaron 382 días en formar una coalición de gobierno y los ganadores indiscutibles fueron los partidos respaldados por Irán.

Alshamary advierte de una desilusión e incluso una nostalgia por un Estado fuerte. Señala que la mayoría de los iraquíes nacieron después de la caída de Sadam y su recuerdo del baazismo procede de sus familias o de las redes sociales. A fin de cuentas, la juventud iraquí se encuentra en la misma situación que muchos jóvenes de Oriente Próximo: “Pensaron que la democracia produciría derechos socioeconómicos, y al no conseguirlo, su apego a la democracia se ha aflojado”.

No es el legado glorioso que imaginaron los artífices de la invasión.

Traducción Emma Reverter

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