Si en este momento alguien enciende un televisor en Argentina y pone un canal con informativos se va a encontrar seguro con tres valores sobreimpresos en pantalla: la temperatura, la hora y la cotización del dólar. Y lo más probable es que el último dato sea el más relevante para el espectador: sobre ese número girará la charla del ascensor con los vecinos o la conversación de pasillo con los compañeros de oficina.
Para los argentinos, el dólar no es una moneda extranjera. Los precios de algunos bienes se fijan en la divisa estadounidense y la gente tiende a ahorrar con el billete verde –y no en su moneda nacional, golpeada por la pérdida de valor–. Su cotización se ha transformado en el termómetro más claro de su economía y, por tanto, de su clima social.
El motivo es histórico y está unido al modelo de desarrollo que asumió el país hace más de un siglo: la exportación de materias primas y recursos naturales para generar divisas con las que importar productos manufacturados. Aunque esa dependencia de la moneda extranjera y las desiguales relaciones de intercambio no solo afectaron al país más austral del mundo, la forma en que los distintos gobiernos hicieron frente a las restricciones cíclicas que sufrió su economía dejaron una marca imborrable en sus habitantes.
La última gran crisis, cuya herida continúa abierta, se produjo a fines de 2001 e implicó la restricción a la libre disponibilidad de los ahorros depositados en los bancos durante casi un año –el llamado 'corralito'– y la conversión a pesos obligatoria de aquellos que estaban en dólares a un valor fijado por debajo de su venta en el mercado de cambio.
Esa pérdida de patrimonio impactó duramente en la clase media, que vivió el hecho como una injusticia y planteó, por primera vez, que la compra de dólares debía asimilarse a un derecho ciudadano. Un discurso que el propio Mauricio Macri abanderó en su campaña de 2015 cuando prometió que, si llegaba a presidente, iba “a dejar que la gente compre y venda dólares porque van a sobrar”. Se refería a las restricciones cambiarias adoptadas por el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner para controlar la cotización y evitar la fuga de capitales.
La promesa le sirvió para ganar, pero no pudo sostenerla durante su gestión. La forma de actuar de su gabinete en estos años tampoco contribuyó en la construcción de credibilidad. Los principales cargos del Gobierno han mantenido casi la mitad de sus bienes radicados en el exterior. Es más, el gabinete económico a cargo de implementar las medidas para generar la confianza en el país declaró tener el 64% de su fortuna en el extranjero.
De ahí que, desde el día siguiente a las elecciones primarias del pasado agosto en las que Macri perdió por 15 puntos y el Gobierno dejó subir el valor del dólar casi un 20% sin intervenir –de 46 a 55 pesos–, que los habitantes vivan una permanente psicosis. La situación se potenció cuando el cambio de ministro de Economía vino acompañado de un límite a la cantidad de dólares que podía adquirir una persona en el mes. En 40 días, según informó el Banco Central el 25 de septiembre, los depósitos en dólares del sector privado en efectivo bajaron un 34,3%, hasta los 21.000 millones de dólares.
¿Adónde fueron? Algunos se “fugaron” –solo en agosto los depósitos de argentinos en dólares en Uruguay aumentaron un 3%– y otros fueron “al colchón”, es decir, quienes prefieren tener los ahorros a mano y fuera del sistema bancario. Lo cierto es que hoy todos los argentinos tienen una obsesión con el verde y para entenderla bien hay que conocer su historia.
A través de los ojos de Washington
Este año, la calle Florida de Buenos Aires se llenó de 'arbolitos' antes de la llegada de la primavera. Pero no se debe a una apuesta del Gobierno para incluir espacios verdes y color en la tradicional calle peatonal del centro porteño: los 'arbolitos' son personas y las hojas verdes que ofrecen en esa zona comercial llena de cemento son dólares. “¡Cambio, cambio, dólar, cambio!”, repiten a voz en grito. Su público no son solo turistas, sino también locales que buscan comprar o vender moneda extranjera a mejor tasa que en los bancos.
La historia del billete de Washington en Argentina y de los mercados paralelos de cambio se remonta a mucho más atrás. Unos 88 años antes de la restricción macrista a la compra de dólares, en 1931, el militar y presidente de facto José Félix Uriburu impuso el primer control de cambios en el país. Su importancia fue marginal porque solo las élites accedían a la moneda estadounidense en esos tiempos y, para el resto de la población, la historia apenas aparecía en las secciones policiales de los periódicos si algún 'arbolito' de la época era detenido.
A finales de los 50, la situación comenzó a cambiar. La cotización del dólar ocupó las portadas de los diarios, los precios para la venta de inmuebles se empezaron a publicar en moneda extranjera y las crónicas de los argentinos haciendo colas frente a los bancos para realizar operaciones de compra y venta de monedas reflejaban la normalización de una práctica habitualmente restringida a los corredores de bolsa. Con sus ahorros, los argentinos compraban dólares cuando lo consideraban barato para venderlos cuando la cotización subiera. A veces, incluso en el mismo día.
Las obras de teatro y los programas humorísticos usaban el tema para sus parodias y como la economía no iba bien y los precios de los alimentos se disparaban, hasta se empezó a hablar del “lomo-dólar”, estableciendo una comparación entre la divisa y el corte de carne preferido por los argentinos como parámetro de inflación.
Hoy se mira tanto la cotización de la moneda estadounidense que cualquier subida es trasladada casi directamente a los precios, mientras que el aumento de salarios siempre resulta inferior. Conclusión: cada aumento del billete repercute en una pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores.
“La centralidad del dólar en la historia argentina pasa por su desborde del mercado cambiario, por su apropiación como una moneda familiar, por saber codificarla o interpretarla como algo de nuestra vida cotidiana”, explica Ariel Wilkis en una conversación con eldiario.es. El decano del Instituto de altos estudios sociales de la Universidad Nacional de San Martín acaba de publicar El dólar. Historia de una moneda argentina, junto a la también socióloga e investigadora Mariana Luzzi. En él, analizan la “popularización” de la moneda estadounidense, que describen como un proceso por el que el dólar se volvió una institución política que proporciona “un dispositivo de interpretación para evaluar una realidad en continuo movimiento”.
El Maradólar y el futuro político
En estos días de incertidumbre de cara a los comicios de este domingo un solo tema ha logrado robar protagonismo al dólar en la agenda electoral argentina: el regreso de Diego Armando Maradona al fútbol como director técnico del club Gimnasia y Esgrima La Plata. Solo un ídolo tan contradictorio como popular genera una pasión suficiente como para aislar a la gente de la angustia preelectoral.
El futbolista, al igual que la divisa estadounidense, se encuentra muy íntimamente ligado al sentir nacional. Ese vínculo también puede rastrearse en el tiempo. La primera transferencia de Maradona –desde Argentinos a Boca Juniors– se transformó en la más cara de la historia del país hasta ese momento y se realizó en dólares, nueve millones para ser más exactos. La prensa escrita empezó a hablar del “Maradólar” como un valor equivalente al precio de cada gol que marcaba el número 10.
La anécdota, recogida en el libro de Luzzi y Wilkis, evidencia que la posibilidad de pensar en el dólar como patrón de comparación otorga márgenes de maniobra fundamentales en una economía marcada por la inestabilidad. “La historia de la popularización del dólar es la de un sinnúmero de microformas de especulación cambiaria que están a la mano de grandes y chicos”, afirma Luzzi.
“Ahora, ese margen de maniobra siempre es individual y en el plano en que genera márgenes más amplios de libertad también genera restricciones profundas en el plano colectivo. Esa es la gran tensión que aparece como un abismo en la Argentina”. Así, dice, apostar por el dólar también puede leerse como un reflejo de la llamada “viveza criolla”, del aprovechamiento de una oportunidad. Un lugar en el que la victoria es individual frente a un otro que pierde. Aunque en esos casos, explica, desde una mirada política, la derrota es colectiva.
“En las últimas crisis se ha instalado la idea en la Argentina de que comprar dólares es un derecho y evidentemente esa creencia es un obstáculo crucial para cualquier proyecto de desarrollo en el país”, defiende Alejandro Grimson, doctor en Antropología y autor de un libro sobre las Mitomanías argentinas.
Esa idea, indica, proviene de las “enormes injusticias” que se produjeron en los momentos de las grandes devaluaciones ya que estas implicaron redistribución de los ingresos en dos direcciones. Primero, una “redistribución vertical” que benefició a unos pocos de mayor poder adquisitivo, que vieron cómo sus ahorros en dólares se valorizaron en pesos, mientras que una mayoría de trabajadores vio como su salario cada vez les permitía comprar menos cosas. Segundo, una “redistribución horizontal” porque entre personas de la misma clase social también se produjeron diferencias.
El ejemplo que pone es el de dos hermanos que quieren comprarse un piso cotizado al mismo precio en dólares. Uno está ahorrando pesos hasta llegar al monto necesario para comprarlo. El otro pidió un préstamo para pagarlo y se endeudó en pesos. Si les pilla la devaluación, el primero necesitará más pesos para comprar, mientras que el segundo, cuando salde su deuda, habrá necesitado menos pesos para tener el inmueble.
El dilema, en cualquier caso, es cómo conseguir que la relación con el dólar sea más saludable para la vida social argentina. En especial ante una coyuntura en la que se necesitan compromisos de varios actores sociales para sacar adelante una economía en crisis. “Para ello necesitamos ingresar en un proceso de crecimiento que incluya un acuerdo de políticas económicas, sociales y culturales que sean consistentes con un modelo de desarrollo con justicia social”, opina Grimson.
Pero ese proceso no será sencillo. La relación establecida con el dólar “tal vez sea una de las instituciones más duraderas y persistentes de Argentina de las últimas décadas”, explica Wilkis. “Perdura porque funciona, porque le ha permitido a la gente lidiar con las distintas coyunturas y crisis. Les ha dado la protección en algunos momentos que el Estado no les ha garantizado”.