El asalto al Capitolio, desde dentro: tiros, disfraces y amenazas contra la prensa
Pegados a la pared, en una sala ovalada del Capitolio, dos jóvenes se echaban agua por la cara y se cambiaban de ropa. “¡Estamos salvando a los Estados Unidos!”, exclamaba excitado uno de los asaltantes. Minutos antes, en una de las intersecciones de los largos y estrechos pasillos, formaban parte del grupo que empujaba a la masa apelotonada frente a dos cordones policiales. Los agentes del primer cordón rociaban con gas pimienta a los asaltantes, con poco éxito.
El segundo cordón se mantenía a la expectativa empuñando rifles de asalto. La presión de los manifestantes era tal que los agentes quedaban a merced de los que empujaban y, los policías, sobrepasados en número y tal vez para evitar males mayores, decidieron retroceder. Así, durante casi una hora, los asaltantes se movieron por la mayor parte de las oficinas y salas del Capitolio sin apenas oposición. Es la primera vez que la sede legislativa de los Estados Unidos ha sido asaltada por sus propios conciudadanos.
Minutos antes del ataque, hacia las 14:00 hora local, miles de manifestantes congregados esa misma mañana delante del obelisco de Washington habían llegado a las escalinatas del Capitolio. Acababan de escuchar en directo al presidente Donald Trump, que denunciaba por enésima vez sin pruebas el fraude que supuestamente lo empujaba a dejar la Casa Blanca y dar el control del Congreso y el Senado a los demócratas.
Ningún asistente decía dudar de las palabras de Trump. George Kiser, llegado desde Pensilvania con su mujer, afirmaba: “No queremos que nos roben la libertad”. Las pancartas eran a cada cual más surrealista: el presidente electo Joe Biden caricaturizado como Stalin, algunos pidiendo la ley marcial y otros exigiendo que se juzgue a la cadena de televisión CNN por traición. Mientras la mayoría de los manifestantes, algunos de ellos disfrazados, gritaban consignas a favor de Trump y contra los demócratas e incluso el establishment republicano, grupos más reducidos de hombres fornidos equipados con vestimenta militar –chalecos antibalas, cascos, y ropa de color pardo y caqui– se reunían en grupos y hablaban en voz baja.
El primer cordón policial frente al Capitolio no resistió más de media hora. En las escaleras colindantes al andamio instalado para la inauguración del mandato de Joe Biden, los agentes iban subiendo uno a uno a sus compañeros heridos. Los pocos gases lacrimógenos y la escasez de personal favorecieron que la presión de los asaltantes se volviese insostenible. Entre vítores, los asaltantes subieron rápidamente a la explanada de acceso al Capitolio, algunos escalando muros de 8 metros. Allí, apenas una docena de policías custodiaba unas puertas y ventanas que, en cuestión de minutos, tenían los vidrios rotos y estaban abiertas de par en par.
Los asaltantes se movieron inicialmente en masa. No parecían saber a dónde iban, pero iban descubriendo el laberíntico edificio a medida que avanzaban. Tras la retirada de los controles policiales internos, la gente caminaba libremente sin apenas oposición. Se hicieron fotos apoyados sobre la estatua de James Madison, uno de los 'padres fundadores' de EEUU que luchó por la independencia y escribió y promovió la Constitución que establece la estructura y división de poderes. Entre sus peticiones subyacía una reivindicación libertaria y contra los poderes, un sentimiento que siempre ha tenido relevancia en un país fundado sobre los derechos individuales por encima de los colectivos, junto a una convicción inamovible fundada en la expansión de noticias virales y muy ideológicas que circulan por internet sin respeto por los hechos o sus complejidades.
Sobrepasados por la situación y con asaltantes sentados en el estrado del Senado o derribando la puerta de la portavoz del Congreso Nancy Pelosi, la líder demócrata más aborrecida por Trump y sus seguidores, la policía tardó más de 45 minutos en reorganizarse. Tanto, que la salida de los asaltantes por su propio pie contrasta con la dureza con la que las fuerzas de seguridad del país se han empleado contra otras protestas a lo largo del año. Pero antes de evacuar el Capitolio, frente a una sala adyacente a uno de los pasillos, yacía ensangrentada una mujer envuelta con una bandera a favor de Trump. Habían pasado apenas unos minutos desde el disparo que había recibido de un agente cuando intentaba saltar dentro de otro espacio. Los demás asaltantes se encaraban con la policía que la rodeaba cuando tres agentes la cogían en volandas y se la llevaban escaleras abajo para ser atendida. Horas más tarde se confirmaba el fallecimiento de esta veterana de las fuerzas armadas.
En realidad, los manifestantes se limitaron a repetir las ideas sobre fraude que han absorbido a lo largo de los últimos meses y desde que comenzó la pandemia, impulsadas desde la Presidencia, el púlpito más poderoso del país. La noche anterior se habían reunido algunos de ellos en la Plaza de la Libertad, llegados con antelación de varios puntos del país. Los organizadores de 'Stop the steal' (detened el robo) habían instalado un pequeño escenario. Todos los que cogían el micrófono, figuras de la extrema derecha o movimientos muy conservadores y religiosos, exaltaban a las masas a detener el asalto del comunismo, socialismo, de los pedófilos, de aquellos vendidos a China, de los ateos que quieren destruir la religión y otras tantas ideas extremistas más, todas ellas coronadas con gritos de “USA! USA! USA!” o en favor de Trump.
Tras la salida de los asaltantes del Capitolio y ya entrada la tarde, cuando vibraban los móviles con el anuncio del toque de queda decretado por la alcaldesa de Washington para las 18 horas, los manifestantes y asaltantes hicieron un último intento, esta vez por la puerta del lado oeste. Menores de edad veían cómo padres enfebrecidos gritaban en apoyo de aquellos hombres fornidos reconvertidos en lanzadores de bates de béisbol o piedras. Durante más de una hora los agentes se defendían como podían, antes de lanzar el asalto final. Más de un centenar de policías con máscaras se desplegaron en un abrir y cerrar de ojos mientras volaban y explotaban las bombas de gas lacrimógeno.
Finalizaba así el asalto al Capitolio por parte de una masa de seguidores que seguían las indicaciones del presidente. Trump quiere destruir el Partido Republicano para reconvertirlo en el partido de sus ideas y allegados. Ya tiene a varios aliados en la Cámara de Representantes y en el Senado, pero también se arriesga a unir a todos aquellos avergonzados del asalto al Capitolio. Muchos de ellos, defensores de su populismo radical y ahora abiertamente antidemocrático. Un asalto que es la guinda al pastel de una presidencia que quedará para los anales de la historia como ninguna otra.
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