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Calles desiertas y gente encerrada en casa durante días de terror en Ecuador: “Esta inseguridad nos está matando”

Leonor Ycaza

Quito (Ecuador) —
11 de enero de 2024 22:32 h

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Como todos los días desde hace cuatro años, el 10 de enero, Eduardo Ramírez abrió su tienda de ultramarinos a las 7:00 horas. Sus vecinos –cafeterías, peluquerías, restaurantes y oficinas en una calle del centro-norte de Quito– no lo hicieron a esa hora. Algunos ni siquiera atendieron ese día, el segundo miércoles del año. “Decidimos abrir para dar el servicio a la comunidad que está cerca y porque las deudas no esperan”, dice el microempresario de 54 años, con barba gris y una cruz plateada en su pecho.

Esa mañana no solo la calle de la capital ecuatoriana donde está la tienda de Ramírez estaba vacía. Varias ciudades del país amanecieron sin tráfico de vehículos, con pocos peatones y locales cerrados. Un ambiente desolado que recordó a los días de la pandemia de COVID-19. “Nos sentimos totalmente nerviosos. Primero por la familia, por nuestros hijos. Luego por el negocio, porque cualquier rato vienen y te asaltan”, dice Ramírez.

Sus nervios son la respuesta al terror que ha vivido el país sudamericano en la última semana. El pico más alto de ese pánico colectivo se dio, posiblemente, la tarde del 9 de enero, cuando un grupo de encapuchados secuestraron un canal de televisión y retransmitieron la toma en vivo. Los delincuentes fueron detenidos y no hubo ningún muerto en los enfrentamientos.

Pero las escenas de hombres armados dando patadas y apuntando con pistolas a empleados de un medio de comunicación, diciendo “no se metan con las mafias”, hicieron que el miedo se propagara como nunca antes en Ecuador, que era considerado, hasta hace pocos años, una 'isla de paz' entre Colombia y Perú, dos países productores de cocaína.

La irrupción en el canal, ubicado en la ciudad portuaria de Guayaquil, fue solo uno de los eventos violentos de ese día. En las redes sociales se multiplicaron los vídeos de coches bomba en al menos ocho provincias, de policías secuestrados en diferentes ciudades, de explosiones, de tiroteos y de reos dentro en varias cárceles amenazando con matar a guías penitenciarios.

Una ciudad vaciada

Mientras todo ocurría, las ciudades se empezaron a vaciar. El tráfico colapsó. Los sistemas de transporte público dejaron de funcionar. Los negocios bajaron sus persianas. Ramírez, que tiene dos tiendas más en otros sectores de Quito, dice que la ciudad se vació enseguida. Él tuvo que cerrar a las 18:00 de la tarde, tres horas antes de lo acostumbrado. Las ventas del martes y miércoles fueron como las de un sábado: vendió apenas un tercio de lo normal.

“Necesitamos que el Gobierno dé seguridad para seguir trabajando, para que las empresas sigan produciendo y la economía siga avanzando. De lo contrario, esto no va a mejorar, la gente se va a seguir empobreciendo”, dice el tendero. Sumado a la crisis de inseguridad –el año pasado cerró con la tasa de homicidios más alta de la historia–, Ecuador vivió una crisis política en 2023 y sigue sufriendo los estragos pospandemia. Apenas tres de cada 10 ecuatorianos tienen un trabajo formal. 

Lucas Riera es uno de esos tres. Desde hace cuatro años es guardia de seguridad privada y dice que el martes 9 de enero casi no regresa a su casa. Empezó a ver en las redes sociales y las noticias que el metro, la Ecovía y el Trole –tres sistemas de transporte público de la capital– estaban cerrados. Pero decidió comprobarlo y, cuando llegó al recién inaugurado metro, notó que funcionaba con normalidad.

“Unos policías nos revisaron las mochilas a ver si teníamos algún arma, y luego nos dejaron pasar. Usamos el metro normal”, dice Riera, de cara redonda y lentes, gorra negra y corbata del mismo color. Desde la tarde del 8 de enero, después de que el presidente Daniel Noboa decretara el estado de excepción en todo el país, cientos de policías y militares se desplegaron en las calles. La decisión se dio tras la fuga de la cárcel de alias Fito, uno de los líderes de la banda de narcotráfico Los Choneros.

La revisión que le hicieron a Lucas Riera fue parte de las medidas que el Gobierno empezó a tomar el lunes para intentar controlar la delincuencia y violencia en el país.

Encerrados en casa

La noche del martes, cuando se bajó del metro en la última parada del sur de Quito, llamada Quitumbe, Lucas Riera, de 32 años, no consiguió taxi. No porque estuvieran llenos, sino porque no circulaba ninguno. Todos los sistemas de transporte público estaban suspendidos. Decidió caminar a casa y en el trayecto vio cómo un ladrón intentó robarle a un peatón y cómo un grupo de vecinos lo persiguió para golpearlo. 

“Le mandé mi ubicación de WhatsApp a mi esposa y le dije que iba a ir por una ruta, y que si me desviaba era porque me habían robado el teléfono”, dice. Riera, de nacionalidad venezolana, dice que cuando llegó a casa, su esposa aliviada llamó al resto de su familia para decirle que él estaba bien.

Ella y las dos hijas pequeñas de Riera no han salido de la casa desde el lunes. “Ya le dije que si necesita comprar algo, que yo se lo llevo después del trabajo, pero que no salga y tenga las ventanas y la puerta cerradas”, dice el guardia de seguridad. Después del pánico del martes, el hombre ha mantenido su rutina. Dice que no quiere alarmarse por gusto y que Quito sigue siendo seguro en medio de un país que se incendia. 

Días de angustia e incertidumbre

Aunque este miércoles fue más tranquilo que el día anterior, en distintos puntos del país siguieron las explosiones y coches bomba. Este jueves, por ejemplo, la policía ha encontrado una mochila sospechosa en una de las estaciones más concurridas de Quito. Luego han dicho que era una falsa alarma.

Hasta este jueves había al menos 13 personas asesinadas y 329 detenidas en todo el país. Este día se ha conocido el primer ataque en la provincia amazónica de Orellana. Casi no hay lugares libres de violencia.

“Han sido días de mucha angustia, desesperación, incertidumbre, y esta inseguridad nos está matando prácticamente”, dice Marcela Mosquera, traductora que trabaja desde su casa. La señora de ojos saltones dice que no puede salir, no puede llevar una vida normal porque “todo está mal”. “Esta semana no he podido salir a practicar deporte, caminatas y cualquier otra actividad como el supermercado, visitar a familiares, compartir con gente. Ha sido una limitación terrible”, dice, e insiste en que se siente demasiado insegura. 

Mosquera vive en un edificio con guardia privado las 24 horas en un barrio relativamente seguro de la capital. Ha elegido no salir hasta que la situación mejore un poco. “No soy muy optimista porque la situación está tan complicada que en una semana dudo que veamos cambios radicales. Tal vez a medio plazo, pero tal y como están las cosas, no veo que se avizore un panorama mejor”, lamenta.