Fue bajo el impacto inmediato de los atentados del 11 de septiembre cuando la Asamblea General de la ONU decidió que, a partir de 2001, cada 21 de septiembre se celebraría el Día Internacional de la Paz. Según los datos de la Escola de Cultura de Pau, el año pasado se contabilizaron 34 conflictos armados y 94 escenarios de tensión en el mundo. Dado que la principal razón de ser de las Naciones Unidas es precisamente “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”, cabría concluir que hoy hay muy poco que celebrar y que la ONU resulta inservible.
Para afinar ese juicio habrá quien se fije más en la tendencia histórica a la reducción del nivel de violencia en el planeta. Es innegable que hoy las cifras de muertes violentas afortunadamente palidecen al compararlas con las registradas, por ejemplo, en las dos guerras mundiales del pasado siglo. Se estima que de los 65 millones de fallecimientos que se producen cada año en el mundo, los calificados como violentos rondan los 1,6 millones –de los cuales la mitad son suicidios, un 30% son homicidios y asesinatos y las guerras “tan solo” suponen el restante 20%–. Pero también habrá quien no olvide que la paz es algo más que ausencia de violencia, que la población desplazada bate récords cada año y que el hambre sigue matando en un mundo tan tecnificado, entre otras.
Por lo que respecta a la ONU también habrá quien prefiera resaltar sus éxitos, poniendo fin a algunas guerras o resolviendo disputas por vías pacíficas. Pero también es cierto que en sus 75 años de historia son cada vez más sonoros sus fracasos y su impotencia para contribuir a un mundo más justo, más seguro y más sostenible. Sea como sea, lo que parece evidente hoy es que la ONU ha ido quedando marginada en el escenario internacional, convertida apenas en un órgano que las principales potencias procuran instrumentalizar a su favor y donde los pequeños se desgañitan, buscando eco a sus demandas.
La ONU, convertida apenas en un cajón de sastre para paliar a posteriori las consecuencias humanitarias de crisis que no se ha sabido o podido detener, es un órgano anacrónico en la medida en que ni refleja la relación de fuerzas actuales en el planeta ni dispone de un mecanismo de decisión operativo y adaptado al mundo globalizado de hoy. El problema se agrava cuando se constata que actualmente no hay una voluntad suficiente entre sus 193 miembros para llevar a cabo su actualización, reformando tanto sus organismos internos como sus procesos de toma de decisiones.
La última vez que se planteó seriamente dicha reforma ya queda muy lejos. Fue el 21 de marzo de 2005 cuando Kofi Annan presentó un informe bajo el título Un concepto más amplio de libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos. El documento se atrevía a soñar con un Consejo Económico y Social convertido en un órgano ejecutivo para liderar los cambios necesarios para no dejar a nadie atrás, al tiempo que pretendía modificar la composición del Consejo de Seguridad –haciéndolo más representativo del mundo actual y reformulando su sistema de toma de decisiones, con el veto como asunto más controvertido– y hasta conformar un Consejo de Derechos Humanos situado al mismo nivel que los otros dos. Se entendía así que no puede haber desarrollo sin seguridad, ni seguridad sin desarrollo y ni uno ni otro sin pleno respeto por los derechos humanos.
Desgraciadamente, de ese ambicioso proyecto solo se ha concretado hoy la transformación de la Comisión en Consejo de Derechos Humanos, con el añadido de una Comisión de Construcción de la Paz sin presupuesto propio y la aprobación de un principio de Responsabilidad de Proteger que no es jurídicamente vinculante.
Por lo demás, la organización no ha logrado librarse de las críticas por su mejorable gestión interna y por los escándalos que han lastrado la labor de los “cascos azules” en demasiadas ocasiones. Y, por supuesto, tampoco ha logrado contar con un presupuesto acorde con sus funciones, sirva de ejemplo el hecho de que en 2019 el presupuesto para las operaciones de paz se redujo un 7,5% con respecto al año anterior, para quedarse en 6.700 millones de dólares (menos del 0,5% del gasto militar mundial).
Visto así, parecería que lo más aconsejable podría ser desmantelar la ONU. Sin embargo, con todas las insatisfacciones que pueda provocar un panorama tan poco alentador, de inmediato hay que señalar que tal decisión supondría directamente regresar a la ley de la jungla, en la que los más fuertes podrían actuar a sus anchas.
Es obvio que necesitamos más ONU, entendida como una policía mundial que sirva para vigilar que todos los miembros de la comunidad internacional se ajustan a las reglas del juego que nos hemos dado desde 1945. También para castigar efectivamente a quien se las salte. Pero no vale cualquier ONU, sino una que sea capaz de responder multilateral y multidimensionalmente a los desafíos de hoy, empezando por eliminar las brutales brechas de desigualdad que constituyen el factor belígeno más potente. Si queremos la paz, debemos trabajar por ella.