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¿Son tan felices los países nórdicos como aparentan?

Michael Booth

  • ¿Son los países nórdicos el mejor modelo político y social que hay en Europa? El periodista británico Michael Booth, que vive en Dinamarca desde hace 17 años, intenta responder a esa pregunta en el libro 'Gente casi perfecta. El mito de la utopía escandinava', publicado por Capitán Swing.

Todo me resulta muy familiar, pero no termino de saber por qué. Es la primera vez que entro en el palacio de Christiansborg, el edificio del Parlamento danés, pero, aun así, experimento una sensación casi abrumadora de déjà vu.

He llegado temprano por la mañana y he atravesado, sin ningún problema, el control de seguridad, prácticamente inexistente. Algo de lo que llevo puesto acciona el detector de metales, pero no hay nadie para pedirme que me detenga, de modo que sigo avanzando hasta la recepción. Todo parece sorprendentemente relajado para un país que en los últimos años ha experimentado varias amenazas terroristas y auténticos ataques.

Tras una larga espera en una habitación sin ventanas —durante la cual he llegado a aburrirme tanto que me ha dado tiempo a reflexionar sobre por qué el letrero de bienvenida, «Velkommen til Folketinget», carece de signo de exclamación mientras que la traducción inglesa, «Welcome to the Danish Parliament!» [«¡Bienvenidos al Parlamento danés!»], sí lleva—, aparece una mujer alta ataviada con un elegante traje y la sigo por un tramo de escaleras amplio y palaciego y una serie de pasillos imponentes hasta que, por fin, llegamos a un despacho de techos altísimos y tan grande como medio campo de fútbol, decorado con sillas y mesas danesas clásicas e inmensos cuadros abstractos al óleo.

Siento un cosquilleo. Yo conozco este lugar. Ya he estado aquí. Y, entonces, cuando el gran veterano de la política danesa, el principal arquitecto de la política tributaria de Dinamarca durante muchos años, actual presidente de la Cámara y presidente de los socialdemócratas, Mogens Lykketoft, entra por la puerta, de repente me doy cuenta de por qué me siento así.

—¡Borgen! —exclamo sin dejar de señalar la estancia. Lykketoft frunce el ceño y me mira algo preocupado—. Estaba tratando de descubrir por qué todo esto me resultaba tan familiar. Es por Borgen, la serie de televisión.

Borgen es la serie danesa que muestra cómo es por dentro la política del país a través del personaje de la primera ministra, Birgitte Nyborg, y está rodada en una réplica de Christiansborg. La serie ha sido un gran éxito en las televisiones británica y estadounidense y también, por supuesto, aquí, en Dinamarca, donde la mitad de la población la sintoniza los domingos por la noche; las diversas tramas resultaron ser un extraño presagio de la elección de Helle Thorning-Schmidt como la primera mujer que ha llegado a ser primera ministra del país.

Lykketoft, quien supongo que es algo así como la versión real del hombre más mayor y desgreñado que aconseja a Nyborg sobre cómo manejar el tira y afloja de un Gobierno en minoría, sigue observándome con cautela mientras procede a sentarse.

Activo en la política danesa desde los años sesenta, Lykketoft estuvo presente, o por allí cerca, cuando se tomaron casi todas las principales decisiones que dieron forma a la Dinamarca contemporánea, y las no menos importantes que vieron cómo se duplicaba la carga impositiva: del 25 por ciento del PIB en 1960 al récord mundial actual situado un poco por debajo del 50 por ciento. Recientemente ha publicado un panfleto, El modelo danés, donde resalta las numerosas políticas laborales y económicas que ha ayudado a introducir desde su ingreso en el Parlamento en 1981. El panfleto trata de explicar la llamada «economía del abejorro» danesa: el pensamiento económico convencional cree que este modelo de altos impuestos y amplio sector público debería reprimir el crecimiento, la innovación y la competitividad. No debería funcionar, pero así como las leyes de la física nos dicen que el pesado y nada aerodinámico abejorro no debería ser capaz de volar, a pesar de ello, tanto él como la economía se mantienen en el aire.

—La principal motivación era crear una sociedad que fuera competitiva, con un alto crecimiento y un elevado índice de empleo, pero que al mismo tiempo ofreciera menores diferencias económicas entre las personas que en la mayoría de los países del mundo, con una mayor armonía y más seguridad social —me explica un Lykketoft ya próximo a los setenta y sin la perilla característica que solía lucir antaño. Apura su café y toma un dulce de la bandeja que hay sobre la mesa baja que nos separa—. El modelo danés de la redistribución (del dinero y las cualificaciones) ha ofrecido la oportunidad a mucha más gente que en el Reino Unido o Estados Unidos de llevar una vida digna, de explorar su potencial. Hemos intentado demostrar a todos esos escépticos de origen neoliberal que este abejorro puede volar.

Según Lykketoft, el éxito de Dinamarca tras la guerra se debió a la redistribución de la riqueza y a la flexibilidad del mercado laboral, junto con el respaldo de unas prestaciones generosas.

—Somos más flexibles que otros países europeos. —Empieza a dar golpes en la mesa para enfatizar sus palabras—. Teníamos la obligación de asegurarnos de que la gente no se empobrecía cuando perdía sus empleos, y de que recibían ayuda para conseguir nuevos trabajos. Esto va de la mano de nuestra capacidad para crear una fuerza laboral más cualificada.

¿Acepta Lykketoft el argumento de la derecha de que los impuestos son un elemento disuasorio para el trabajo, la innovación y la toma de riesgos? Naturalmente, no. Cuando se consideran los ingresos disponibles de la clase media en Estados Unidos y en Dinamarca, una vez se toman en consideración temas como el cuidado infantil y el seguro de salud, están a la par, afirma. En Dinamarca, todas estas cosas son gratuitas —el Estado paga el 75 por ciento de los costes del cuidado infantil, junto con el seguro de salud y, por supuesto, gran parte del cuidado de ancianos—, mientras que en Estados Unidos pagan menos impuestos, pero luego tienen que pagar por estos servicios. Es simplemente una cuestión de en qué momento pagarlos.

—La auténtica diferencia radica en que aquellos que tienen alto riesgo de estar enfermos o sin empleo viven mejor en nuestro sistema, y los que tienen unos ingresos muy altos, no; estos están mejor en otras partes del mundo. ¿Pero se traduce esto en una emigración de los triunfadores, de las personas altamente cualificadas, para evitar los impuestos? Esa es la verdadera pregunta.

Los políticos más hábiles rara vez hacen preguntas para las que no dispongan de una respuesta de antemano, y Lykketoft desde luego la tiene. No hay pruebas que avalen esta información, dice. Los generadores de riqueza se quedan en Dinamarca, no hay fuga de cerebros.

Ahora bien, aunque la fuga de cerebros resulte bastante difícil de cuantificar, según tengo entendido, Nueva York y Londres están llenos de ambiciosos y creativos emigrados daneses. Hace algunos años, el New York Times publicó una historia con el siguiente titular: «Dinamarca le ve las orejas al lobo tras la huida de sus trabajadores jóvenes a países con bajos impuestos», y la Confederación de Industrias Danesas se ha quejado con regularidad a lo largo de los años de que los altos impuestos están provocando un éxodo intelectual.

También le menciono el bajo rendimiento del país según el PISA, las quejas sobre los servicios sanitarios y señalo que la compañía pública de ferrocarriles, Danske Statsbaner (DSB) recientemente ha estado a las puertas de la bancarrota. ¿Está Lykketoft satisfecho con lo que reciben los contribuyentes daneses por su dinero?

—Existe un deterioro en determinados rincones del servicio público —concede con mucho cuidado—. Hay disfuncionalidades, desde luego, pero estamos poniéndonos al día.

Señalo que a la economía sueca le va significativamente mejor que a la danesa, y que esto lleva muchos años siendo así. Dinamarca poco a poco se desliza hacia abajo en las gráficas del PIB mientras que Suecia mantiene su posición. El Washington Post la ha denominado «la estrella del rock de la recuperación», y en un artículo especial publicado hace poco sobre lo bien que lo está haciendo la región nórdica se hablaba especialmente de Suecia. Sin embargo, en contraste con el sistema supuestamente ágil y receptivo de la flexiguridad danesa, con unas leyes laborales relajadas y unos beneficios generosos, Suecia posee una normativa laboral mucho más estricta, con beneficios inferiores, pero una seguridad laboral muchísimo mayor (según tengo entendido, tendrían que sorprender a un empleado sueco defecando en la mesa del presidente ejecutivo mientras prende fuego a los planos de un nuevo e innovador producto para merecer la primera advertencia por escrito de las cinco necesarias para acudir al arbitraje e, incluso entonces, la mujer que prepara el té tendría que dar su consentimiento para que lo despidieran).

No obstante, Suecia ocupa el cuarto lugar en el último Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial, mientras que Dinamarca ha caído en picado de la octava posición a la duodécima (desde un puesto récord en tercera posición hace tan solo unos años). Atendiendo a las predicciones de la OCDE, se pronostica que Dinamarca tendrá el PIB por persona más bajo de todo el norte de Europa, mientras que Suecia se mantendrá en el Top 10. Muchos señalarían que la clave del éxito sueco se debió a la bajada de impuestos, la gran reducción del sector público y al programa de privatización masivo al que el país fue sometido en los años noventa. En cambio, es ahora cuando Dinamarca comienza a sentirse forzada a considerar tales reformas.

Lykketoft no está de acuerdo.

—Sí, pero se han aprovechado de la devaluación durante la crisis financiera y han vendido su amplio stock de compañías públicas, y eso no puede continuar. En otras palabras, según Lykketoft, el rendimiento económico reciente de Suecia está basado en factores externos y en la venta de la «plata familiar».

Me gusta Lykketoft. Es uno de los políticos mejor valorados de Dinamarca, y todas las facciones del caleidoscópico espectro político lo respetan. Sin embargo, no puedo evitar sentir que tiene la cabeza, si no enterrada en la arena, al menos protegida con unos estupendos auriculares con cancelación de ruido.