Virgilio Fernández del Real envió su último testamento el 28 de noviembre de 2019 a través de WhatsApp. Yo vi ese mensaje, en formato video, en el que aparecía sentado en la cama de su casa de época colonial, en Guanajuato (México). Sus ojos rojos asomaban por encima de una exuberante barba blanca. Una gran bandera tricolor representando la breve democracia republicana española de los años 30 estaba desplegada a sus espaldas.
“Mi cumpleaños es el 26 de diciembre y ese día voy a cumplir 101 años”, decía en español con el aliento entrecortado, aunque claramente pensaba que no iba a llegar a ese día. “Todavía tengo fuerzas para gritar: ¡Viva la República Española!”
Nueve días antes de ese cumpleaños que nunca llegó, su viuda, Estela, nos envió otro mensaje: “Hace 15 minutos Virgilio emprendió su viaje a la casa del Padre y trascendió así hacia el infinito. Ya no sufre más”.
18 meses antes, los dos habían estado alojados en mi apartamento de Madrid, lo que le permitió a Virgilio recuperarse después de haber estado dos semanas en el hospital al haber caído enfermo durante una visita a España. Mi cocina se convirtió en una especie de altar, de santuario donde los visitantes pasaban ansiosos por agradecer a Virgilio su servicio en el ejército de voluntarios de las Brigadas Internacionales. Aquella unidad compuesta por 35.000 extranjeros, de lo que hoy son 80 países diferentes, había luchado contra el fascismo en la Guerra Civil española y fue disuelta en 1938, un año antes de que la efímera y democrática República finalmente se extinguiera. Más de 50 años después, el eco de sus acciones todavía resonaba.
La República es una referencia emocional de la izquierda española, pero los admiradores de estos voluntarios se extienden por todo el mundo. Hay grupos dedicados a su memoria en Estados Unidos, Gran Bretaña y media decena de países europeos. Simplemente con mencionar a los brigadistas se despiertan repentinas muestras de entusiasmo, como descubrí cuando comencé a investigar el grupo. Un periodista español se bajó la camisa para revelar el triángulo de las Brigadas tatuado en su hombro, un alemán en California me cantó sus canciones y el escritor de una revista neoliberal escocesa hablaba con nostalgia de un tío de Glasgow que se ofreció voluntario para luchar por España. David Simon, creador de The Wire, planea ahora una serie dramática sobre las Brigadas Internacionales.
En otros lugares, la opinión es radicalmente opuesta. En Polonia, las calles dedicadas al batallón Dabrowski de las Brigadas Internacionales han sido rebautizadas por el Instituto de la Memoria Nacional, que supervisa una controvertida ley de 'descomunización' aprobada en 2017 por el partido ultraconservador Ley y Justicia. Los brigadistas “habían servido al estalinismo”, dicen sus críticos polacos. Y no están del todo equivocados.
Hubo veteranos de las Brigadas Internacionales que después se covirtieron en primeros ministros, o sus equivalentes, en tiempos del Telón de Acero en países como Alemania Oriental, Hungría y Albania. Entre los exbrigadistas hubo decenas de ministros, generales, jefes de policía y embajadores en todos los regímenes comunistas de Europa. Llegaron a integrar una élite poderosa, aunque en su mayoría fueran originariamente de clase trabajadora. En Alemania Oriental, antiguos voluntarios de las Brigadas Internacionales fundaron y dirigieron la Stasi (Ministerio para la Seguridad del Estado). Su trabajo, en parte, consistió en reprimir la libertad. No sorprende, entonces, que algunos de sus compatriotas ahora los desprecien.
La historia no es ni limpia ni ordenada, especialmente cuando se trata de guerras pasadas. Se suele decir que la primera víctima de toda guerra es la verdad, pero en realidad esto es solo un matiz. La guerra nos enfrenta a tener que tomar decisiones crueles. Matar o morir. Lo uno o lo otro. La verdad es más compleja que eso, y así lo muestra la historia de las Brigadas Internacionales y su vida después de la muerte.
A principios de octubre de 1936, cuando tenía 21 años y había completado sus estudios de grado de Filología Clásica en la Universidad de Cambridge, Bernard Knox metió una vieja pistola en su bolso y pasó por el control fronterizo de Dover rumbo a España. La pistola pertenecía a Francis Cornford, un profesor de Griego de Cambridge, el cual la había utilizado por última vez durante la Primera Guerra Mundial como oficial del ejército británico.
Cornford le había dado la pistola a su hijo, John, un poeta de 20 años y amigo de Knox que viajaba con él. Pero era Knox quien llevaba el arma porque en el pasaporte de Cornford figuraba que él ya había estado en España y la policía sospechaba de todos los visitantes que llegaban al país donde, en julio, Francisco Franco y sus generales habían iniciado una guerra civil. Gran Bretaña promovía la no intervención, un alivio para Hitler y Mussolini, cuyas tropas luchaban de manera descarada a favor de Franco, quien quería impedir la participación de voluntarios británicos.
En los primeros días de la Guerra Civil, antes de su regreso a Gran Bretaña para lograr el reclutamiento de voluntarios, Cornford se había unido a una de las milicias que surgieron cuando, en respuesta al golpe, dentro de la República española estalló una contrarrevolución. Socialistas, anarquistas, comunistas y regionalistas en Cataluña y en otros lugares tomaron el control de las calles.
Abundaban las milicias, y las mujeres también vestían con uniformes y portaban armas. “Las mujeres están bien”, escribió Felicia Browne, una artista británica que participó en una división como miliciana y que murió en combate en el frente de Aragón. Eran días embriagadores. Otro combatiente también alistado voluntariamente, George Orwell, describió las calles de Barcelona pintarrajeadas con eslóganes revolucionarios como “conmovedoras y abrumadoras” en su libro en Homenaje a Cataluña.
Mientras reclutaba voluntarios, Cornford describía el conflicto de manera semejante a la imagen que por entonces tenía la gente de la Revolución Mexicana que terminó en 1920. Como si se tratara de una guerra revolucionaria polvorienta y perezosa, algo muy distinto a la sofisticada carnicería provocada por una destrucción científica, en la que pronto se convirtió la guerra de España. Su grupo no tenía idea sobre a qué unidad se unirían.
Cuando llegaron al país, las Brigadas Internacionales apenas se habían formado. La Internacional Comunista, o Comintern, organización con sede en Moscú que abogaba por el comunismo mundial, hizo las gestiones. La llegada de estos y de otros voluntarios espontáneos sirvió de impulso. Otro que fue reclutado por decisión propia fue el sobrino rebelde de Winston Churchill, Esmond Romilly, quien antes había recorrido Francia en bicicleta alimentándose de café y coñac. Este se ofreció como voluntario y se declaró miembro de “esa gran clase de trabajadores no cualificados pero con acento de colegio privado”. Había llegado desde Marsella en un barco donde franceses, alemanes, polacos, italianos, yugoslavos, belgas, flamencos y rusos se turnaban cada dos horas para hacer guardia.
Unas semanas después, mal armados y prácticamente sin entrenamiento, los primeros voluntarios se encontraron defendiendo Madrid contra la experimentada y feroz fuerza colonial de Franco, el Ejército de África. El grupo de Cornford operaba con una ametralladora desde la Facultad de Filosofía del recién estrenado campus de la Ciudad Universitaria. Construyeron barricadas con tomos gruesos sobre la filosofía alemana de principios del siglo XIX y la metafísica india. Las balas enemigas se rindieron antes de llegar a la página 350, y ellos creían en viejas historias de soldados salvados de la muerte por llevar una Biblia en los bolsillos de la chaqueta. “Creo que maté a un fascista”, escribió con entusiasmo Cornford, un expacifista, a su novia, Margot Heinemann, el 8 de diciembre. “Quince o dieciséis de ellos huían de un bombardeo ... Si es cierto, es una casualidad.”
Después del traslado del ejército colonial de Franco desde el norte de África a Sevilla en aviones alemanes en una operación que Hitler personalmente (inspirado en una sección de la ópera Sigfrido de Wagner) denominó ‘Operación Fuego Mágico’, las tropas re beldes se dirigieron fácilmente hacia Madrid. Fueron frenados en Ciudad Universitaria y las Brigadas Internacionales fueron aclamadas como héroes en España y en otros lugares.
Su disciplina era un ejemplo para el caótico ejército republicano, donde algunos voluntarios pensaron que el idealismo podía reemplazar la formación y pagaron con sus vidas el error. Los jóvenes fotógrafos de guerra Robert Capa y Gerda Taro tomaron fotos de las Brigadas y Ernest Hemingway y el New York Times, entre otros periodistas y medios, las elogiaron. Los corresponsales de guerra de casi todas las nacionalidades tuvieron la suerte de poder encontrar fuentes de primera línea entre brigadistas que hablaban su idioma.
Cada semana llegaban centenares de reclutas nuevos provenientes de lugares lejanos como China, Chile y Abisinia, o la mayoría, que procedía de Europa o América. Muchos de ellos eran exiliados políticos o económicos. Y al menos uno de cada diez eran judíos que se rebelaban contra su posición como víctimas elegidas del fascismo.
El historiador y veterano estadounidense Albert Prago llamó a las Brigadas Internacionales “el vehículo a través del cual los judíos podían ofrecer la primera resistencia armada organizada al fascismo europeo”. De hecho, casi todos los brigadistas se veían a sí mismos librando una guerra global para detener el fascismo, en la que España era solo una batalla. Con Hitler y Mussolini del otro lado, eso parecía obvio –aunque no fuera así para los políticos en Londres, París o Washington–.
A fines de 1936, muchos de los primeros brigadistas habían muerto o habían resultado gravemente heridos. Cornford fue asesinado en Lopera, en Andalucía, al día siguiente de cumplir los 21 años. Knox resultó gravemente herido en otro incidente, en el cual cayó al suelo y una fuente de sangre le brotaba de su hombro. Estaba convencido de que se estaba muriendo.
“Estaba consumido por la rabia, rabia furiosa y violenta. ¿Por qué yo?” recordó más tarde. “Tenía solo 21 años y apenas había comenzado a vivir mi vida”. Los batallones de voluntarios británicos y estadounidenses, unos 700 hombres, no se formaron hasta 1937 y ese febrero lucharon por primera vez en el Jarama, a más de 30 kilómetros de Madrid. También se alistaron cerca de 700 mujeres, pero la República envió a las milicianas fuera de la línea del frente, y la mayoría de ellas sirvieron como doctoras, enfermeras, traductoras y administradoras.
Los brigadistas fueron tropas de choque que, generalmente, pero no siempre, luchaban con valentía. A veces conseguían dar la vuelta a las batallas. Otras veces, fueron derrotados. Los capturados fueron en su mayoría fusilados. Y los presos que sobrevivieron, enviados a un monasterio medieval convertido en cárcel en San Pedro de Cardeña, cerca de Burgos, eran obligados a hacer el saludo fascista.
Un psicólogo militar formado en Alemania, el teniente coronel Antonio Vallejo-Nájera, realizó pruebas experimentales diseñadas para demostrar que los marxistas (él asumió erróneamente que todo brigadista era comunista) eran psicópatas o congénitamente débiles. En un artículo académico presumió de que este era realmente el caso, pero se mostró sorprendido de que incluso en la carcel “la inmensa mayoría se mantienen firmemente en sus ideas”.
No todo fue heroicidad. Un número considerable de voluntarios de la Brigada Internacional desertaron. Algunos fueron fusilados por sus propios comandantes por hacerlo. Tras hacerse con la ciudad de Quinto, sus oficiales superiores les ordenaron disparar a todos los oficiales, sargentos y cabos enemigos. Las víctimas eran “niños como nosotros”, recordó el voluntario canadiense Peter Frye después de ser asignado a un pelotón de fusilamiento. El comandante francés de la brigada (y alto cargo de la Comintern), André Marty, y su personal de seguridad, por regla general trataban a las mujeres como sospechosas de ser espías. En un caso, Marion Merriman, esposa de un oficial estadounidense de alto rango, fue violada por un oficial eslavo no identificado. Ella guardó silencio al respecto, para evitar la rebelión del batallón estadounidense Abraham Lincoln en su defensa. “Esta debe ser mi carga secreta. No se lo puedo decir a nadie, nunca” recuerda haberse dicho a sí misma, según registró en un libro de memorias dedicado a su esposo, Robert Hale Merriman, quien murió asesinado.
Cuando los últimos brigadistas abandonaron España, 7.000 de ellos ya habían muerto. Habían perdido su guerra. Franco declaró la victoria el 1 de abril de 1939 (gobernó como dictador hasta 1975). Para entonces, la mayoría de los brigadistas había regresado a casa o se había fundido con el resto del ejército republicano.
Para entonces, la mayoría de las tropas había vuelto a casa o habían sido encerrados por francia junto a otros exiliados republicanos en grandes campos. Francia se enfrentaba una de las mayores crisis de refugiados de Europa desde la Primera Guerra Mundial. Aquellos que no eran bienvenidos en sus propios países, como los alemanes, italianos, polacos y otros, o aquellos que fueron considerados ‘peligrosos’ por las autoridades colaboracionistas del régimen pro-nazi de Vichy, pasaron varios años prisioneros en los campos franceses.
Los que regresaron a su país fueron vigilados de cerca por la policía. El MI5 británico tenía archivos sobre muchos de ellos, al igual que la policía holandesa. Las autoridades los describieron como peligrosos, imprudentes o equivocados. Pero esto no duró mucho.
Hitler invadió Polonia exactamente cinco meses después de que Franco declarara la victoria. De manera repentina, en septiembre de 1939 casi todos estuvieron de acuerdo en que el fascismo debía combatirse con armas.
El 21 de agosto de 1941, un veterano de la Brigada Internacional Francesa, Pierre Georges, y dos colegas más se reunieron en la estación de metro Barbès-Rochechouart en París. Los tres llevaban pistolas. Pierre se había unido a las Brigadas Internacionales a los 17 años, resultó herido a los 19, fue encarcelado en la Francia ocupada, había escapado y ahora, a los 22, estaba entrenando a jóvenes comunistas para asesinar a los alemanes del ejército de ocupación de Hitler.
Georges, más conocido como coronel Fabien, saltó a un vagón de primera clase, disparó contra un suboficial naval llamado Alfons Moser y salió corriendo antes de que partiera el tren. Unas semanas más tarde, un veterano italiano, Spartaco Guisco, ayudó a matar al teniente coronel Karl Hotz, gobernador militar de Nantes. Hitler respondió con ejecuciones en masa, incluidas varias a los brigadistas que habían sido encerrados como medida preventiva.
Charles de Gaulle, líder de las Fuerzas Francesas Libres, estaba horrorizado. El grupo de Fabien había ignorado sus órdenes. “Ordeno a los que están en el territorio ocupado que no maten a los alemanes”, había dicho por temor a las represalias masivas que pronto se produjeron. Pero la resistencia había pasado a un nuevo nivel de acción directa y De Gaulle tuvo que cambiar de opinión. Tiempo después, Fabien murió en un accidente en la guerra y ahora una estación del metro de París lleva su nombre.
Fabien fue uno de los cientos de exbrigadistas, incluidas mujeres, que se unieron a la resistencia francesa. Más de 100 murieron. El 19 de agosto de 1944, otro brigadista, Henri Rol-Tanguy, ordenó a las Fuerzas Francesas del Interior (FFI) levantarse contra las tropas alemanas en París. Una semana después, el general Dietrich von Choltitz entregó formalmente la capital a Rol-Tanguy y al general Philippe Leclerc.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, fue natural que los brigadistas se alistaran. Habían luchado contra el fascismo durante tres años, pero la tarea no había terminado. En Gran Bretaña y en Estados Unidos, inicialmente fueron vistos con desconfianza, sobre todo debido al pacto de no agresión nazi-soviético (el Pacto Molotov-Ribbentrop) de 1939, por el cual Hitler y Stalin se dividieron Polonia.
El excomandante del batallón británico de las Brigadas Internacionales Tom Wintringham se acercó al Gobierno con intención de formar un ejército de resistencia nacional en suelo británico. Fue rechazado y, en cambio, fundó una academia privada de ‘guerra no caballerosa’ en la casa señorial de Osterley Park, donde los veteranos de las Brigadas y sus simpatizantes enseñaron a la gente a fabricar bombas de gasolina, emboscar tanques y atacar como guerrillas (el pintor surrealista Roland Penrose enseñó el arte del camuflaje).
Sin embargo, muy pronto quedó claro que los brigadistas traían un bagaje de experiencias extremadamente útil para la guerra y formaban una red única en toda la Europa ocupada. Knox había emigrado a los Estados Unidos y fue reclutado por la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS) –precursora de la CIA– del general Bill ‘el Salvaje’ Donovan, que dirigía las operaciones de guerrilla. Enviado a Italia para comunicarse con los partisanos, se vinculó con el comandante local después de advertir que era un exbrigadista italiano y que los dos habían luchado juntos en Madrid.
“A partir de entonces, las relaciones con los guerrilleros no fueron un problema”, dijo Knox. De hecho, varios ejércitos partisanos italianos fueron dirigidos por antiguos brigadistas, al igual que los cuatro ejércitos comunistas de Tito en Yugoslavia. El exbrigadista Aldo Lampredi fue uno de los tres combatientes que ejecutaron a Mussolini y a su amante Claretta Petacci en 1945. Los últimos disparos fatales fueron los de la pistola Beretta de Lampredi.
Un compañero de brigada, Randolfo Pacciardi, se convirtió en el ministro de Defensa de la posguerra de Italia. Incluso los brigadistas alemanes lucharon contra Hitler, con los escritores Erich Weinert y Willi Bredel gritabando mensajes de propaganda contra las tropas nazis atrapadas por la nieve desde las ruinas de Estalingrado. Dado que su objetivo era la derrota del fascismo, los brigadistas finalmente pudieron saborear la victoria en 1945.
El 13 de noviembre de 1989, Erich Mielke se presentó an te el Parlamento de Alemania Oriental para responder a las preguntas sobre su papel como director del Ministerium für Staatssicherheit, el Ministerio de Seguridad Estatal, comúnmente conocido como la Stasi, Mielke tenía 82 años, era veterano de las Brigadas Internacionales y había dirigido la policía secreta durante tres décadas. Era conocido como el “maestro del miedo”, tras convertir Alemania del Este en lo que la escritora Anna Funder llamó “el Estado de vigilancia más perfecto de todos los tiempos” en su libro Stasiland.
El Muro de Berlín había caído cuatro año antes y el Parlamento ya no consideraba que su labor era ratificarlo todo. Mielke no se había dado cuenta. Enfrentándose a un interrogatorio inusualmente duro, levantó sus brazos y declaró: “¡Amo a toda la humanidad! Realmente la amo”. La asamblea rompió a carcajadas. Cinco días después, dimitió. En 1993 fue encarcelado por los asesinatos en 1931 de dos policías de la República de Weimar.
Los brigadistas desempeñaron un papel notable en Alemania Oriental después de 1945, ya que estaban entre las pocas personas en las que los soviéticos confiaban. Heinrich Rau encabezó la comisión económica alemana, su primer gobierno de facto. En un momento, los tres ministerios que tenían a su cargo fuerzas armadas o de seguridad (Defensa, Interior y Seguridad del Estado) estaban dirigidos por brigadistas. Estas figuras también proporcionaron una narrativa de la heroica oposición alemana a Hitler, que Alemania Oriental también trató de reivindicar.
Casi lo mismo sucedió en las restantes naciones donde los soviéticos o los partisanos comunistas tomaron el control después de la Segunda Guerra Mundial. Ferenc Münnich se convirtió en primer ministro de Hungría y el francotirador Mehmet Shehu, que antes manejaba una ametralladora, fue su homólogo en Albania durante 27 años. Karlo Lukanov se convirtió en viceprimer ministro de Bulgaria. De hecho, la lista de ministros, miembros del Politburó, generales, jefes de policía y embajadores que habían sido brigadistas asciende a tres dígitos.
Muchos habían sido comunistas de alto rango ya antes de la Guerra Civil española, donde los militantes, exiliados de sus propios países, habían acudido en masa, buscando un significado para su existencia. “Necesitábamos a España más de lo que la República nos necesitaba”, bromeó un exiliado italiano.
En el mundo paranoico del estalinismo, su especialización militar en la defensa y la seguridad también significaba represión. Orwell ya lo había observado en España, después de que la milicia marxista por la que luchó fuese prohibida y de que las paredes de Barcelona se cubrieran repentinamente con “posters de propaganda que gritaban que yo y todos los que eran como yo éramos espías fascistas”.
Esa experiencia le inspiró para sus novelas Rebelión en la Granja y 1984. Sin embargo, la mayoría de los brigadistas comunistas no sabían nada sobre los horrores del estalinismo y se veían a sí mismos como soldados en una amplia coalición antifascista. “Stalin todavía era un santo”, explicó uno de ellos más tarde. La mayoría finalmente se desengañó. Algunos, como Mielke, nunca lo hicieron.
Un buen número de los brigadistas cayeron en las purgas estalinistas, precisamente por haber luchado en España y haber estado así en contacto con el exterior. Los brigadistas protagonizaban procesos y juicios públicos de condena desde Praga hasta Budapest, donde se los invitaba a hacer pública su autocrítica. “Yo era un enemigo traicionero dentro del Partido Comunista. Soy justamente objeto de desprecio y merezco el máximo y el más duro castigo”, entonó el veterano checo Otto Šling antes de ser ahorcado tras el tristemente célebre juicio de Slánský.
El ministro de Asuntos Exteriores de Hungría, László Rajk, fue ejecutado en 1949 tras un juicio en el que 16 de los 97 acusados eran veteranos de la guerra de España. Un número altamente sospechoso de los purgados, judíos. En Polonia, muchos perdieron sus empleos y se exiliaron después de una ola de antisemitismo socialista que en 1967 siguió a la victoria de Israel en la Guerra de los Seis Días.
Esta persecución se reflejó, en menor medida, en Estados Unidos. El guionista y exbrigadista Alvah Bessie fue uno de los Diez de Hollywood encarcelados en 1950 por negarse a testificar ante el Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes (HUAC)
La caza de brujas comunista fue parcial y simbólicamente compensada por Ernest Hemingway. El escritor y admirador devoto de las Brigadas Internacionales convirtió al ficticio brigadista estadounidense Robert Jordan en el héroe de Por quién doblan las campanas. Sin embargo, ganó la narrativa de la Guerra Fría principalmente porque las Brigadas también produjeron varios espías prosoviéticos prominentes. El más famoso fue Morris Cohen, quien ayudó a robar planos de armas nucleares del laboratorio de Los Álamos en Nuevo México.
Cuando terminó la Guerra Fría, la historia entró en una nueva fase. El comunismo soviético ya no era un peligro. El fascismo, un recuerdo lejano. El terrorismo interno de izquierdas en las democracias occidentales –de la Facción del Ejército Rojo (grupo Baader-Meinhoff) en Alemania o los anarquistas y Brigadas Rojas en Italia–, comenzó a disminuir, mientras crecía el terrorismo de derechas.
El 18 de julio de 2011, miembros de la Liga Juvenil de los Trabajadores del Partido Laborista de Noruega que asistían a un campamento de verano en la isla de Utøya descubrieron una placa que recordaba a cuatro jóvenes socialdemócratas que habían muerto en la lucha de las Brigadas Internacionales.
La placa llevaba inscrita un poema de Nordahl Grieg, escritor célebre, que había visitado a las Brigadas en el frente. Cuatro días después de este episodio, el militante de extrema derecha Anders Breivik llegó a la isla, armado y haciéndose pasar por policía. Asesinó a 69 de esos jóvenes, eliminando a adolescentes que intentaron escapar de la peor masacre vivida en el país nórdico desde la Segunda Guerra Mundial. Fue un trágico recordatorio de que, incluso en las democracias más avanzadas, las ideologías basadas en la violencia y la tiranía se niegan a desaparecer.
Para las familias de los veteranos de las Brigadas, el hecho de que lucharan contra un tipo de tiranía mientras algunos de entre ellos terminaron sirviendo a otra, les complica la memoria. En Hungría, la sobrina del escritor y comandante de Brigada Paul Lukács (también conocido como Béla Frankl y como Máté Zalka) buscó defender a su adorado tío. Cuando ella y su hija me contactaron, destacaron que, antes de morir en acción en España, Lukács había sufrido pesadillas. La familia destruyó su diario porque contenía apuntes peligrosamente antiestalinistas.
Como varios oficiales de las Brigadas Internacionales que no eran de origen ruso, pero que se habían unido al Ejército Rojo y se habían establecido en Moscú, de haber sobrevivido podría haber acabado víctima de una purga, y fusilado. En Hungría sufrió tanto el régimen fascista como el comunista, y esto lo coloca convenientemente en el “lado correcto de la historia” dos veces.
El Instituto de la Memoria Nacional de Polonia me dijo que veía a los brigadistas como “instrumentos de la política imperialista de la Unión Soviética” y que algunos “participaron en la introducción forzada y brutal del comunismo en Polonia”. Para los comunistas de fuera del bloque soviético, la contradicción es menos intensa. En su video testamento, Virgilio Fernández del Real (para entonces uno de los tres últimos brigadistas que se supiera que estaban vivos) había anunciado con orgullo que “soy comunista desde los 14 años”, antes de agregar que “no somos rufianes”. Para aquellos brigadistas que no eran comunistas, o que simplemente se veían a sí mismos como antifascistas, las cosas les parecían aún más simples. Habían cumplido con su deber, incluso si otros los despreciaban por asociarse con comunistas.
Después de una ilustre carrera militar detrás de la línea de fuego durante la Segunda Guerra Mundial, por la que ganó la medalla Croix de Guerre de Francia, Bernard Knox se postuló para estudiar un doctorado en Filología Clásica en la Universidad de Yale (más tarde dirigió el Centro de Estudios Helénicos en la de Harvard). En la entrevista de admisión, un profesor le dijo que su paso por España lo convertía en un “antifascista prematuro”. Knox se quedó estupefacto.
“Me preguntaba cómo alguien puede ser un antifascista prematuro?”, recordaba. “¿Podría haber algo como un antídoto prematuro para un veneno? ¿Un antiséptico prematuro? ¿Una antitoxina prematura? ¿Un antirracista prematuro? Si no fueras prematuro, ¿qué tipo de antifascista eras?”.
Gile Tremplett es el autor del libro 'Las Brigadas Internacionales: fascismo, libertad y la Guerra Civil española'
Traducido por Alfredo Grieco y Bavio
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