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OPINIÓN

España, la OTAN y “el flanco sur”

El ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, José Manuel Albares, en la cumbre de la OTAN en Madrid.
5 de julio de 2022 22:07 h

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¿A qué remite ese “flanco sur”, al que el ministro se ha referido de forma vaga y sin mencionar países concretos, más allá de una alusión al Sahel? Cabe pensar en los países de Oriente Próximo y el norte de África que conforman la rica y compleja cuenca del sur del mediterráneo. Países con los que a España - y a buena parte de Europa -les une una vecindad geográfica, histórica y cultural que quedó completamente soslayada durante la cumbre de la OTAN celebrada en Madrid. Inmigración y terrorismo articularon la referencia a ese “flanco sur” al que España, anfitrión de la cumbre, ha aludido solo en clave de amenaza.

Quedan lejos los años en que se reivindicaba la vecindad entre el norte y el sur del Mediterráneo como vía para la prosperidad conjunta. España lideró aquella apuesta por la cooperación regional entre el norte y el sur del Mediterráneo que germinó entre mediados de los años 90 y finales de los 2000. A través del proceso de Barcelona primero, y mediante el marco de Alianza de Civilizaciones liderado por el presidente Rodríguez Zapatero después, tomaron forma una serie de medidas que asumían la necesidad de una alianza entre los países occidentales y los países árabes y musulmanes. Se partía de los retos conjuntos y se desafiaba el modelo estadounidense de “choque de civilizaciones”, que planteaba que existe un conflicto inherente e inevitable entre oriente y occidente, entre islam y cristianismo. Acabar con el terrorismo internacional era uno de los motores del proceso iniciado en Barcelona, pero se insistía en los distintos encuentros y propuestas en la importancia de explorar vías que no fuesen solo militares. Frente al marco estadounidense, se consolidaba en el sur de Europa la idea de cooperación.

“Europa necesita al mediterráneo, el mediterráneo necesita a Europa”, era el mantra más repetido en aquellos años. En ese contexto, florecieron propuestas de intercambio cultural que se consolidaron en iniciativas como el Erasmus Mundus. Fueron también los momentos en que Turquía estuvo más cerca de pasar a formar parte de la Unión Europea. El proceso planteaba una alternativa al liderazgo basado en la confrontación entre oriente y occidente que comandaba Estados Unidos, aunque estaba lejos de ser ideal, teniendo en cuenta que la región del sur del Mediterráneo llevaba décadas dominada por dictaduras poco interesadas en la prosperidad de sus pueblos. Desde finales de 2010, las poblaciones de Oriente Próximo y norte de África pusieron de manifiesto que la cooperación entre el norte y el sur debía tener en cuenta las demandas de libertad y justicia de los pueblos, tras décadas de represión a manos de sus gobernantes.

Una oportunidad perdida

Hoy, más de 10 años después del inicio de los procesos revolucionarios en la región, más de 20 del proceso iniciado en Barcelona, estamos lejos de la idea de cooperación entre iguales, del mantra de “Europa necesita al Mediterráneo, el mediterráneo necesita a Europa”. En lo relativo a los propios estados, la integración de Turquía en Europa resulta hoy difícil de imaginar. Lo que ha sacado en limpio Erdoğan de esta cumbre es un cheque en blanco en lo relativo a la “extradición de terroristas”, a cambio de aceptar la integración de Suecia y Finlandia en la OTAN. Dada la trayectoria de Erdoğan, sus tensiones con la población kurda y su criminalización en los últimos años de la población refugiada, cabe imaginar que esta concesión pueda abrir la vía a nuevos abusos contra los derechos humanos, en un contexto de impunidad en aumento.

La ganancia de Erdogán, además de la repetida mención al terrorismo y a la migración irregular procedentes del “flanco sur”, son dos de las escasas referencias a nuestros vecinos del sur del Mediterráneo. Un Mediterráneo que hace tan solo unos días vivía una tragedia inmensa en la valla de Melilla, con 37 personas muertas, según las ONG, en la frontera entre España y Marruecos. Todas ellas jóvenes que huían de una guerra, algunos durante un periplo de más tres años, y que han sido enterrados sin intervención forense, una práctica que contraviene el derecho internacional. Las autoridades españolas han permitido que caiga una pesada cortina de tierra sobre el asunto, rehuyendo la mirada a esa frontera que se desangra, y nos desangra, mientras sonríen a los huéspedes del otro lado del Atlántico.

El discurso del Ministro de Exteriores es la constatación de un proceso que se ha ido consolidando en los últimos años. Una posición que pasa por alto una década de procesos revolucionarios que sacudieron el sur del Mediterráneo reivindicando libertad, justicia y dignidad, y que vuelve a mirar al vecino del sur en clave solo de amenaza, desde la extrañeza, el miedo y la otredad. Una tendencia que aleja a las poblaciones de la región de una historia e identidad mediterránea compartida, que coloca a España como una pieza sin identidad ni voz propia, diluida en la agenda de la OTAN. La cumbre de Madrid, presentada como histórica y como la proyección de España ante el mundo, ha sido una oportunidad perdida de hablar desde el Mediterráneo, en vez de contra él. De liderar desde el Mediterráneo una apuesta que ponga en valor la riqueza de esta cuenca a la que España pertenece y que aborde la complejidad de los desafíos compartidos.

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